Entre las numerosas coacciones a las que está sometido el ser humano se cuenta también la del tiempo. ¿Quién no se queja hoy día de la falta de tiempo, de lo que le gustaría hacer si tuviera tiempo, es decir, si el tiempo fuera suyo? Una de las paradojas de la sociedad industrial desarrollada consiste […]
Entre las numerosas coacciones a las que está sometido el ser humano se cuenta también la del tiempo. ¿Quién no se queja hoy día de la falta de tiempo, de lo que le gustaría hacer si tuviera tiempo, es decir, si el tiempo fuera suyo? Una de las paradojas de la sociedad industrial desarrollada consiste precisamente en que a medida que se ha reducido la jornada laboral, el tiempo de trabajo, parece que la gente tiene menos tiempo libre, esto es, menos tiempo de libre disposición para hacer lo que le gustaría. De ahí que el dominio del tiempo constituya hoy día parte esencial de todo proyecto emancipador, de todo proyecto político que pretenda transformar las actuales condiciones de vida y de trabajo en el sentido de mejorar la calidad de vida de todos y no sólo de una minoría. Cualquier ideal de progreso, esto es, de perfeccionamiento de la organización social, debe, por tanto, tomar en consideración el análisis del tiempo, o mejor dicho, de los diferentes tiempos, a fin de descubrir sus contradicciones y ver sus posibilidades de superación.
En este sentido, una de las contradicciones más sobresalientes y coercitivas es la que se da entre el biotiempo y el tiempo de calendario. El biotiempo subjetivo es tiempo biológico, determinado por la edad, y no tiempo de calendario, determinado por la fecha. Y es éste el que al imponer sus ritos de calendario ejerce violencia simbólica contra el individuo. Entre los ritos de calendario de la sociedad industrial desarrollada se cuentan los tiempos de vacaciones, grandes y pequeñas, los tiempos fijos y ritualizados del trabajo, las fijaciones calendarias de la edad por el Estado (edad escolar, adulta, de jubilación,etc.) y otras. Así, el tiempo ritualizado de trabajo clasifica a la población en cuatro grupos: 1) los niños que aún no están incluidos en el rito del trabajo; 2) los grandes grupos de empleados, con ritmo de trabajo fundamentalmente industrial; 3) los veteranos que han salido ya del ritmo de trabajo; y 4) los grupos marginados de los parados. Participar o no participar en el rito del trabajo es también una cuestión de validez, y no sólo de garantía material de la existencia. El parado es un inútil, un inválido social. Es su privación, su aislamiento, la que resulta insoportable Su subjetividad no puede renovarse en las comunicaciones específicas del trabajo. Las cuatro paredes de su cubil pierden su relación temporal con el afuera determinado por otros. La consecuencia es desorientación, inseguridad, angustia y regresión. (H.Pross, La violencia de los símbolos sociales.)
La evolución hasta llegar al estado actual de nuestros rituales cotidianos parece clara. En un principio está el ritual religioso con una amplia concordancia entre deberes rituales y fuerzas naturales. Luego, los plazos detallados (horas), creados primero en los monasterios, se adoptaron después en la milicia y, con el ritmo de las máquinas, se introdujeron por último en la economía. Al extenderse a la actividad económica, la minuciosidad litúrgica originaria adoptó una calidad distinta. La lucha del movimiento sindical contra el cronómetro o la introducción del sistema taylorista por Lenin ilustran las tendencias. Por un lado, ganancia de tiempo como lucha por la libertad. Por otro, plazos rituales para aumentar la producción. Ambas cosas parecían inalcanzables y siguen siendo todavía objeto de la política.
Por lo que se refiere a la seguridad y perturbación del individuo en y por el ritual esta cuestión de actualidad es menos un problema de la duración del tiempo de trabajo heterodeterminado que de sus plazos, de su parcelación. No sólo importa que una empresa o un individuo trabaje 40 o 35 horas semanales, sino cuándo dispone de estas horas la empresa o el individuo. La respuesta preindustrial era que cada cual trabajaba hasta que se cansaba y volvía a empezar cuando se había recuperado. En las condiciones de entonces y en las de las sociedades no industriales de hoy duraba mucho más que las horas que se debaten actualmente. Había, sin embargo, un elemento de autodeterminación que ha desaparecido en el rito laboral industrial. El tan discutido problema del «trabajo alienado» tiene uno de sus orígenes en los plazos de los tiempos de trabajo, y no sólo en su duración. Todos sabemos hasta qué punto molestan las exigencias que otros imponen en nuestra vida. Esta violencia se ha convertido sencillamente en el símbolo de la represión moderna.
Hoy día, el rito de trabajo industrial es el presupuesto sincrónico de nuestra cultura. Por eso no debe extrañar que sea tan acalorada la discusión en torno a los tiempos de trabajo. El rito de la sociedad industrial persigue, lo mismo que el rito religioso: asignar determinados actos sociales a determinados periodos de tiempo y forzar a los miembros de la sociedad a una presencia simultánea.
La repetición de lo mismo en decursos ritualizados produce seguridad en las inseguridades del biotiempo subjetivo. La perturbación de los ritmos orgánicos, como la rutina cotidiana, genera inseguridad en el individuo por estorbar la anticipación mental y desviarlo de los objetivos a corto o largo plazo. Quien sólo se rige por las estaciones del año y por el tiempo meteorológico no se desconcierta tan fácilmente como la persona cuyo status viene determinado por su agenda (timing, dicen los modernos anglocolonizados). El dignatario de nuestro tiempo demuestra «su importancia» con la agenda, que exhibe como libro sagrado.
Si el ritualismo se lleva demasiado lejos aparecen en el individuo las arritmias, los ataques epilécticos, infartos y psicosis. En general puede decirse que las depresiones manifiestas y latentes y la hipocondria aparecen como enfermedades populares allí donde se despedaza y devora el biotiempo subjetivo de los muchos.
Bien mirado, es una de las peores formas de falta de libertad, de no libertad. No se trata solamente de que el individuo no tenga «tiempo» para lo que quiere, de que se vea obligado a «vender» su tiempo para poder vivir. La fragmentación del biotiempo subjetivo por el ritualismo de nuestros días es más bien un ataque constantemente renovado a las condiciones de vida de los sujetos.
La sociedad electrificada no sólo ha podido generalizar sus rituales en espacios cada vez más amplios gracias a la velocidad de las comunicaciones, generando así la «pérdida de distancia». La aceleración abarca qua ritual a todos los individuos imponiéndoles el compás de la era electrónica. El progreso como aceleración.
Ahora bien,las fatigas del rito social provocan recaídas en los rítmos primitivos y extáticos. Por lo que se refiere al entretenimiento y al placer, muchas veces no es más que contagio rítmico. Un ejemplo evidente lo constituyen la convulsión de luces y cuerpos en la discoteca, donde el volumen de la música reprime el lenguaje, de manera que surge una especie de mística prefabricada: sumersión en lo colectivo como ruido. «Participación» como estar-fuera-de-sí, entregado a la magia del destello multicolor. La expresión de las caras de los danzantes hace suponer que han caído en brazos del totemismo.
Cansado de las comunicaciones profesionalmente impuestas, que siempre reprimen las reacciones espontáneas, distendido, sintiéndose machacado, el trabajador de la sociedad electrónica vuelve a casa y enciende el aparato. Ahora necesita algo totalmente distinto, vivencias, estímulo, acción, ilusión, pues, por estar cansado, es susceptible de estimulación y de distracción. La angustia generada por las carencias que sufre parecen difuminarse durante un rato. Ante el aparato se siente reconfortado: su héroe, ya sea vaquero o policía, le enseña cómo se resuelven los problemas en una hora. Se han compensado ilusoriamente sus déficits emocionales. Se ha entretenido, pero no se ha recuperado, restaurado. Las profundas angustias por las insuficiencias en el trabajo, en la relación sexual o en el trato social se han confirmado. La rutina de la adaptación lo deja una vez más como el vencido, el perdedor de siempre, o sea, insatisfecho. Las imágenes perduran, las palabras se las lleva el viento. Así que no se ha ganado nada para la autoafirmación ni para la autorrealización. Para el dominio de sí mismo quizás se ganase algo si los participantes Trabajadores, amas de casa, etc.) dispusieran de tiempo y energía para ver la programación más inteligente que se ofrece después de la medianoche, en donde se ofrece todo lo que los defensores y beneficiarios de la rutina encuentran demasiado exigente para las masas de las horas de máxima audiencia (8-11 de la noche).
En el ritual televisivo se da así la paradoja de que los programas que contribuyen al despliegue de la individualidad y, con ellos, al humanismo, quedan reservados para los que pueden acostarse tarde por ser dueños de su tiempo. Mientras que la industria del entretenimiento, de la tensión, de la cultura, de la conciencia, o como quiera que se la denomine, regida por la economía de señales, hace su agosto con las angustias, déficits emocionales y el cansancio, con el biotiempo subjetivo de millones y millones de personas integrándolas en la sociedad al nivel de «Dallas», «Falcon Crest», concursos, etc. Para los dominadores y desorganizadores de la conciencia, esta colonización del biotiempo propio con la historia de los demás tiene la ventaja añadida de que se olvida la propia.
Los síntomas de búsqueda de estímulos cada vez más fuertes, docilidad en vez de educación, el shock como valor cultural, etc. no son más que algunos de los lemas para la heterodeterminación del biotiempo subjetivo por los ritos televisivos y los rituales de la vida cotidiana.
El miedo y la angustia no generan libertad y la falta de libertad genera angustia. El ritual televisivo que envuelve a los seres humanos cuando están en el ámbito más seguro, su casa, atrapándolos en las redes de intereses ajenos, no rompe el círculo de la no libertad y de la angustia. Lo aferra más aún. El verdadero peligro de la TV está en que induce a la pasividad y al miedo a la propia participación en la vida pública. Este peligro es mayor que los contenidos estúpidos o crueles.
La conexión de los continentes, la extensión al cosmos de las ventajas políticomunicacionales y militares ha aumentado el poder de quienes disponen de estos medios . Hoy día es posible guardar distancias con el vecino de al lado. Pero en la sociedad electrificada no es posible escaparse de la industria multinacional del entretenimiento ni del oligopolio de las agencias de noticias. Los temas de conversación que proporcionan, las actitudes corporales que difunden, las modas y maneras de hablar que transmiten prenden a todos en la red electrónica. En todas partes está Hollywood, en todas partes está el presidente de turno. La influencia política llega efectivamente hasta donde llega el imperio de los medios. Pero a diferencia de los imperios anteriores que mostraban su presencia mediante los sistemas de noticias, imágenes, edificios y modas, el imperialismo electrónico llega en todo momento a cada casa.
La generalización de los medios audiovisuales de difusión, y no de comunicación, de difusión de la opinión de los pocos y no de comunicación de los muchos, es uno de los rasgos más distintivos de los últimos decenios en el plano de las transformaciones culturales. Pero cuando se habla de cultura, la referencia de fondo es siempre la posibilidad de autorrealización del ser humano. Y la cuestión básica de la cultura radica en qué hacen los hombres de su vida, cómo viven y trabajan. De ahí que el análisis materialista de la cultura parta de las condiciones de vida y de trabajo, de las posibilidades para el desarollo multilateral de la personalidad, del nivel de conocimientos de las masas para el dominio de su entorno. Por eso se dice que tiene cultura quien es dueño de sus sentidos, de sus intereses, de sus instrumentos de trabajo.
La consciencia de las necesidades humanas y su articulación por las masas exige también prestar atención al modo de vida como instrumento de la lucha ideológica. Desde el punto de vista del dominio del tiempo, y si se echa una mirada retrospectiva, pueden observarse, entre otros, estos cambios distintivos en el modo de vida de la población trabajadora y de sus familias: separación tajante, dicotómica, entre trabajo y asueto, en el tiempo, en el espacio y en la conciencia; movilidad y forma de vida urbana; generalización del dinero y del consumo de mercancías mediante el trabajo asalariado; demandas crecientes de educación; mentalidad de producción y competitividad; restablecimiento más cualificado de la fuerza de trabajo.
El significado de estos cambios puede resumirse así: la socialización y el desarrollo de la individualidad son las necesidades fundamentales que todos los asalariados han tenido que superar si no querían perecer.
Para las grandes masas de la población, el modo de vida actual está marcado por la relación recíproca entre trabajo y descanso, o sea, entre producción y reproducción. Se da como elemento sustancial una radical separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre.
Desde una perspectiva tradicional, muy arraigada en la conciencia de las masas, se considera tiempo libre el que queda a diario después de descontar la jornada de trabajo (dentro de la cual debe incluirse el tiempo de desplazamiento domicilio-centro de trabajo-domicilio, que en las grandes ciudades puede sobrepasar las dos horas) y el tiempo dedicado al descanso, restauración de fuerzas y reproducción social, o tiempo de mantenimiento (que incluye el dormir, comer, aseo personal, cuidado de los niños y de otros parientes).
A este planteamiento tradicional, en esencia válido como primera aproximación, aunque total y absolutamente insuficiente, habría que hacerle una primera matización. La cantidad de tiempo libre no es igual para todos, es una función de la clase social. Ahora bien, esta variación de disponibilidades no es un problema estrictamente cuantitativo, sino que también interviene en calidad y forma de empleo, que guardan también una relación directa con los ingresos y el nivel de educación, que es a su vez función de esos ingresos. Por lo tanto, estos aspectos cualitativos están, asímismo, estrechamente relacionados con la clase social de pertenencia.
Ahora bien, la matización clasista indicada no es suficiente. Hay que ir más lejos, hasta poner en cuestión la propia definición y preguntarse si existe realmente tiempo libre, no en una u otra minoría (elites económicas y/o culturales), sino en la mayoría de la población.
Desde luego, aceptando la definición tradicional es más que evidente que el tiempo libre existe para todos, si bien con mayor o menor extensión y cubierto de forma diferente. Pero si se parte de una concepción más precisa y, a nuestro juicio, más lógica y racional, que vea en el tiempo libre aquél que está bajo nuestro dominio y control (es decir, tiempo propio, organizado por nosotros mismos), por oposición al tiempo de trabajo (organizado por el empresario, privado o estatal), al tiempo tiempo de mantenimiento, indispensable para cubrir el anterior y que, dentro de ciertos límites, no puede ser modificado, y a la parte de tiempo de ocio que forma parte de la definición dad de tiempo libre y que es organizada y manipulada por otros en beneficio suyo, sin apenas posibilidades reales de participación, entonces resulta absolutamente legítimo preguntarse si existe realmente tiempo libre (al menos para una gran parte de los miembros de la sociedad, encabezada especialmente por las mujeres).
La tesis que aquí se mantiene es que el tiempo libre, concebido como tiempo propio y no de otros (organizado, preparado y realizado por otros) es mínimo, o prácticamente inexistente para la inmensa mayoría. A partir de esta tesis puede hacerse una reflexión, aunque sea de pasada, sobre las caracteristicas fundamentales que afectan a la utilización del tiempo de ocio en la sociedad industrial desarrollada, y si resulta que también es tiempo alienado, habrá que plantearse la demanda de superar esa alienación y reivindicar el dominio del tiempo como una tarea emancipadora y revolucionaria.
La mencionada separación radical entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio, en el tiempo, en el espacio y en la conciencia, lleva a una dicotomía que, al plantear la cuestión en términos de opuestos no conciliables y no en términos de polos de una realidad única en tensión dialéctica, es aberrante y limitativa. Las actividades del ser humano, múltiples en un ente que no tiene que ser reducido a la unidimensionalidad, no aparecen en forma complementaria y dirigida al desarrollo máximo y equilibrado de sus capacidades (de ocio y de trabajo, ambos creadores), sino como contrapuestas, cerradas y en absoluto relacionadas.
A su vez, esta situación empuja lógicamente a una escisión dentro del propio individuo, creándose en su interior unas pautas culturales para el trabajo y otras, completamente distintas, para el asueto. Pues bien, si el fin último de una sociedad es el ser humano (y dentro del sistema europeo occidental, ese fin último lo persiguen, aunque sólo sea de forma retórica, todos los enfoques político-ideológicos existentes), el desarrollo pleno y la realización (autorrealización) del mismo, deberá ser autónomo y equilibrado, autodeterminado, y de ningún modo escindido y heterodeterminado.
Pero en realidad nos encontramos con que el tiempo libre se presenta como liberación (en teoría, claro está) del trabajo, mientras que, consecuentemente, el tiempo de trabajo se ve como maldición (incluso como maldición bíblica. Desde luego, esta concepción no va necesariamente implícita en cualquier tipo de trabajo sino en el trabajo alienado, típico de una formación social en donde el trabajo se convierte para el hombre en una realidad sin fines, a no se el de la supervivencia, el de la acumulación por el ahorro, o el de generador de frustraciones y angustias, tanto a nivel individual como colectivo.
El proceso de industrialización y la reestructuración actual del capital en virtud de las nuevas tecnologías ha disuelto el ambiente laboral tradicional y tiende a la fragmentación cada vez mayor de la población trabajadora. Si a esto se suma la ausencia de organizaciones culturales propias, no resulta difícil explicarse la insolidaridad y el individualismo de lo que se denomina «sociedad industrial desarrollada».
En el plano de la conciencia, la vida no se considera ya, después del trabajo, como la de una clase oprimida, subordinada. El tiempo libre se vive como espacio de la igualdad, de la desaparición de las viejas barreras de clase y del ascenso de los antiguos proletarios marginados a la clase media, mientras que el trabajo asalariado se vive como subordinación a objetivos, normas e intereses de la empresa, del capital, como adaptación forzosa, como medio necesario para permitirse la vida deseada en el tiempo libre.
Pero si se mira más de cerca y se observa en qué actividades o cómo ocupan su tiempo libre la inmensa mayoría de la población trabajadora y sus familias resulta que también está lleno de coacciones, de determinaciones ajenas, de angustias, en suma, de la inseguridad social que caracteriza a los asalariados y a las amas de casa. Reparación del coche, lavado y cosido de la ropa, cuidado de los niños, mantenimiento de la vivienda, etc., son actividades efectuadas durante el tiempo libre y destinadas a conservar el nivel de vida y a sobrevivir. El tiempo libre no sólo es cada vez más pobre y limitado, sino que también sigue dominado por el capital, o por quienes dominan lo que eufemísticamente se llama «sociedad libre de mercado». Si, además, se tiene en cuenta que las horas que quedan libres se pasan ante el televisor (un promedio diario de tres horas y media por cada español), se tendrá un cuadro más preciso de esta pobreza espiritual.
Desaparece así la dicotomía entre tiempo de trabajo y tiempo libre, pues también éste es tiempo alienado, de otros, dominado por otros, y no tiempo propio, autodeterminado. Desde una perspectiva emancipadora, sólo acabando con esta doble alienación será posible acabar con escisión a nivel social y a nivel interno del individuo, y comenzar a sentar las bases materiales y espirituales para la autorrealización plena, ni escindida ni alienada, del género humano.
En las condiciones actuales, el tiempo libre se presenta como un tiempo a cubrir de forma básicamente individual. Por otro lado se constata que el hogar es el principal espacio donde se realizan las actividades del ocio cotidiano. Surge aquí una nueva dicotomía en la relación-oposición entre los tiempos de asueto y de trabajo, dicotomía que se sobrepone a la escisión ya señalada en las pautas de actividad de cada uno. El trabajo-actividad alienado se lleva a cabo de forma colectiva, en cooperación, mientras que el tiempo libre es relegado al nivel individual, o a la esfera familiar. Pero cuando los objetivos y horizontes de la vida se reducen a la existencia familiar, a las capacidades y conocimientos individuales como base de reconocimiento e identidad, el individuo se aisla de los demás, sobre todo de su clase, anulando así la perspectiva de liberación colectiva.
El tiempo libre es también un tiempo de pasividad. No porque tenga necesariamente que serlo (lo ideal sería que no lo fuese, que se desarrollase en plena actividad), sino porque así ocurre en la realidad. Parece como si el desarrollo de las nuevas tecnologías, y en especial los nuevos medios de comunicación (TV, video, etc.), vayan a convertir en realidad el «derecho a la pereza» (Lafargue). La inmensa mayoría del tiempo libre se consume recibiendo mensajes de todo tipo sin participar de ningún modo en la elaboración de los mismos. Surge, por lo tanto, una nueva dicotomía entre tiempo de trabajo y tiempo libre. El primero es necesariamente activo, el segundo es, no necesariamente, pero sí prácticamente pasivo, al menos para la inmensa mayoría de la población. Y si se piensa en el posible desarrollo de la personalidad, este carácter pasivo es un fortísimo freno a la misma.
Muy estrechamente relacionado con esa pasividad, con ese rasgo de receptividad (recipiente) y no participación que caracteriza el empleo del tiempo libre, está el hecho de que éste último se presenta dentro de un mundo de objetos. El individuo pasivo (aislado, no en colectividad) trata con cosas. no se enriquece a través de relaciones personales. Se es por las cosas que se tienen, no por lo que se sabe. Y la industria del reclamo, la publicidad comercial, estimula hasta el frenesí, este forma de ser. El ideal de esta «sociedad libre de mercado» sería ese, convertirnos a todos en apéndices del mercado, aunque luego tengan que intervenir los siquiatras para curar la patología última: la manía de comprar cosas que no se necesitan.
Esta circunstancia pone de manifiesto un nuevo aspecto aberrante y limitativo en la actual estructura alienada y alienante del tiempo de ocio. El hombre es, ante todo, un ser social, no un individuo aislado entre objetos. Por otro lado, las relaciones interpersonales, que son las que se darían en una utilización colectiva del tiempo libre, suponen un impulso a la realización y autorrealización de la subjetividad y de la personalidad, en tanto en cuanto transmiten acción y experiencia del género humano, mientras que el mundo de los objetos tiende a fijar el desarrollo a un nivel determinado. Este tiempo de alienación, limitador de la persona, ya lo señaló Marx al hablar del fetichismo de la mercancía.
De todo lo anterior, y por oposición, resultaría que la alternativa al enfoque general del tiempo libre, en el sentido del dominio personal del mismo, radicaría en que éste no estuviese manipulado, organizado y dirigido por otros, por los que se benefician de él, a costa de las carencias emocionales y cognitivas de la mayoría. Habría que fomentar, por tanto, las relaciones personales, que son las enriquecedoras, y rehuir las relaciones entre objetos, empobrecedoras y mutiladoras de la personalidad. El medio humano es algo más que los objetos que el hombre crea. El medio humano lo constituye primordialmente la sociedad, las relaciones de unos seres humanos con otros.
El desarrollo multilateral y armónico de la personalidad no sólo exige la apropiación del tiempo de trabajo, sino también una cantidad de tiempo libre socialmente necesario. Para ello, este tiempo libre debe ser tiempo propio, no alienado, activo, creador, ocupado principalmente en la adquisición, transmisión e intercambio de experiencias, en el disfrute de lo que gusta hacer y de lo que complementa el desarrollo individual y social. O sea, dicho en términos de Marx, tiempo que facilite el acceso al «reino de la libertad», sobre la base del dominio de la necesidad.
A pesar de todas sus limitaciones y aberraciones, en la sociedad actual podría hacerse un empleo más participativo y emancipador del tiempo. Sería factible un mejor aprovechamiento de los espacios públicos y colectivos existentes, tanto en la infraestructura existente como buscando nuevas utilizaciones. La izquierda transformadora y revolucionaria debe oponerse a la desregulación-privatización de los ámbitos públicos, esto es, del populicus, y reivindicar, en cambio su ampliación. De este modo, el consumo cultural perdería gradualmente su carácter de espectáculo pasivo, para convertirse en participación activa.
Hay que partir de la base de que el escaso desarrollo de algunos elementos del tiempo libre y la manifiesta desigualdad entre las distintas clases y grupos sociales pueden surgir de dos causas. Primera, del bajo nivel cultural del ocio, del escaso desarrollo de los gustos, demandas y necesidades, así como de la incapacidad para organizar ese tiempo o de la infrautilización de las posibilidades existentes. Segunda, por la falta de condiciones objetivas necesarias para esa mejor utilización.
Desde luego, no importa solamente la cantidad, sino también la calidad, el contenido del tiempo. De ahí que convenga examinar el empleo del mismo desde el punto de vista del objeto de la actividad (qué se hace) y desde la perspectiva de su carácter (cómo se hace). Hay que saber también cómo se forman y desarrollan los gustos, quién los determina y se beneficia.
En este sentido cabe preguntarse qué es una actividad útil, eficaz. Se dice, incluso desde perspectivas socialistas, que la que establece las energías físicas y espirituales, amplía los horizontes espirituales, etc. Pero esto no basta, pues el ser humano no es sólo homo faber. Hay que plantearse el problema del carácter del trabajo y la creación de las condiciones necesarias para el desarrollo no alienado del hombre, tanto en el tiempo de producción como en el de reproducción. Hay que fomentar el desarrollo multilateral de la personalidad humana, es decir, las actividades que contribuyen a desarrollar las aptitudes beneficiosas, no antisociales, de la persona.
El desarrollo multilateral y armónico de la personalidad, de la subjetividad, exige emplear el tiempo de libre disposición con más de un elemento. Cuanto más variada es la actividad humana, tanto mayor su contenido. Así, por ejemplo. Así, por ejemplo, si se mira el empleo que los españoles hacen de su «tiempo libre», el cuadro no puede ser más desolador. De las cuatro horas de que disponen, tres y media las pasan, física y espiritualmente constreñidos, ante la pantalla del televisor. Ahora bien, como se sabe, la televisión aisla al individuo, lo constriñe a la adquisición pasiva de la cultura y del conocimiento, causa adición, disgrega la familia, desdibuja lo humano, mutila la sensibilidad, oscurece la mente, produce la pérdida de articulación, favorece el control autocrático de la población, etc. De ahí que lo que pudiera perderse por no apretar el botón y obtener entretenimiento al instante, quedaría sobradamente compensado con el enriquecimiento que supone el redescubrimiento de otras facetas de la experiencia humana. El ideal socialista emancipador excluye la industria del entretenimiento con contenido deshumanizador, antisocial.
Un cambio en el empleo del tiempo pasa, finalmente, por una definición de la cultura a partir de la práctica de las masas y de un nuevo concepto del ser humano. Habría que crear una cultura cotidiana en la que el tiempo fuese propio y no alienado y alienante, de otros, de los pocos que se enriquecen con las carencias de los muchos. Crear una nueva cultura significa ante todo liberar el potencial creador y organizativo de las masas, empezando por devolverles el habla, hacer que el pueblo (el populicus, público) sea el protagonista activo y no el consumidor y («pagano») pasivo. Si la cultura enriquecedora ha sido y es prerrogativa de una minoría de «conocedores», habría que «ampliar el círculo de conocedores», como decía Brecht.
Y para todo esto, el dominio del tiempo nos parece imprescindible.