Graduado en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad de Barcelona y máster en Estudios Comparativos de Literatura, Arte y Pensamiento por la Universidad Pompeu Fabra, Enric Luján es miembro de Críptica, asociación en defensa de la libertad y la privacidad en Internet, y asiduo colaborador del Centre Delàs d’Estudis per la Pau. […]
Graduado en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad de Barcelona y máster en Estudios Comparativos de Literatura, Arte y Pensamiento por la Universidad Pompeu Fabra, Enric Luján es miembro de Críptica, asociación en defensa de la libertad y la privacidad en Internet, y asiduo colaborador del Centre Delàs d’Estudis per la Pau.
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Me centro, básicamente, en tu libro, Drones. Sombras de la guerra contra el terror. Felicidades por tu trabajo. Para entrar en materia, ¿qué es un dron? ¿Versiones perfeccionadas de los viejos aviones teledirigidos? Por cierto, ¿de dónde el nombre?
La mejor forma de describir el dron en el aspecto tecnológico es partiendo del modelo instituido por el avión teledirigido convencional: en ambos casos, se trata de aeroplanos cuyos movimientos son controlados remotamente, y que por lo tanto no requieren de la presencia de un cuerpo biológico encargado de dirigirlos desde la cabina de pilotaje. La innovación que suponen los drones en este esquema es que, al operar mediante las nuevas tecnologías de las telecomunicaciones (y no por radiocontrol), pueden enviar fotografías y vídeos en alta definición al punto de control en un tiempo casi real. De este modo, el piloto puede modular su respuesta según las circunstancias inmediatas del aparato, como si su cuerpo estuviera realmente en su interior.
En lo que se refiere al nombre, «drone» es una palabra inglesa que se asocia normalmente al «zángano», una abeja que emite un zumbido similar a las hélices de estos aparatos. No obstante, el término tiene también otra curiosa acepción (menos generalizada), que describe al «agente que realiza un trabajo tedioso o repetitivo»: en el caso de los Predators y Reapers (los dos modelos de drones que definen la política de asesinatos selectivos del Pentágono), no cabe duda que realizan el «repetitivo oficio» de matar (con toda la carga filosófica que esto implica en aspectos tales como la burocratización de la muerte).
¿De dónde el subtítulo: «Sombras de la guerra contra el terror»? ¿Sombras?
Al limitarse estrictamente a las coordenadas de una guerra «invisible» (al margen de la luz pública), al no sobrevolar nuestras propias ciudades ni tener excesiva constancia de sus masacres… los drones militares parecieran ser para nosotros aparatos no del todo reales, carentes de una materialidad que los pudiera vincular con determinadas expresiones de violencia reales, como los asesinatos selectivos. De ahí lo de sombras, armamento que pese a su engañosa inanidad, está secretamente asumiendo cada vez más protagonismo en las formas de guerra contemporáneas, proyectando su horrorosa silueta sobre las cabezas de cada vez más poblaciones.
Hasta el momento, militarmente, ¿qué países han usado este nuevo instrumento?
Hasta hace relativamente poco, solamente podíamos confirmar la existencia de dos programas gubernamentales de asesinatos selectivos llevados a cabo por drones armados, correspondientes a las diferentes administraciones de Estados Unidos e Israel. No obstante, el pasado 7 de septiembre, David Cameron (Primer Ministro del Reino Unido) reconoció la autoría de un ataque con drones en Siria, haciendo oficial la existencia de, como mínimo, un tercer programa de asesinatos extrajudiciales con este tipo de aparatos.
¿Con qué resultados? ¿Es un arma tan potente como suele afirmarse?
El resultado más evidente es la transformación paulatina de la ontología del conflicto, puesto que los despliegues de tropas físicas sobre el territorio enemigo tienden a disminuir conforme las aeronaves remotamente tripuladas asumen un protagonismo cada vez mayor. En lo que respecta a lo segundo, el dron no se encuentra más arriba que los aviones de guerra tradicionales en una hipotética escala medidora de «potencia» (de hecho, en muchos casos comparten armamento). Si lo que valoramos es su «efectividad» en el combate (la capacidad real de dar en el blanco deseado), existen bastantes debates tanto a nivel militar como académico, pero todo parece indicar que los drones sí son más efectivos que las aeronaves tripuladas a la hora de dirigir ataques de precisión, dado que pueden permanecer durante más tiempo en el aire, siguiendo a su objetivo sin exponer en ningún momento la vida del piloto (sin que esto implique, ni mucho menos, que el aparato sea 100% efectivo o posea una omnisciencia letal).
Afirmas que su interés real reside en su papel efectivo en las lógicas de la guerra mundial contra el terror o en la renovación del monopolio de la violencia estatal, bélica y sistémica. ¿No es así en todos los casos del descubrimiento y uso de nuevos materiales de destrucción?
Parte del libro se focaliza precisamente en rebatir las tendencias, tanto militaristas como opositoras a éstas, que ven en las campañas dron algo completamente novedoso respecto a las viejas formas de hacer la guerra, o que ven en el dron un arma tan poderosa que lo ensalzan hasta hacer de él un ente sacralizado: efectivamente, el dron no es en esencia algo distinto al armamento usado en el pasado o actualmente, sino otra carcasa de la barbarie históricamente conocida. En palabras de Walter Benjamin, no se trata aquí de «percibir una cadena de acontecimientos» diferenciados (en los que el dron vendría a ocupar un «sitio privilegiado»), sino de adquirir consciencia al respecto de «una catástrofe única, que amontona ruina sobre ruina».
Te copio: «El dron es la consciencia viva del militarismo contemporáneo, su particular weltgeist». ¿Sólo los drones o cualquier otra arma actual? ¿Por qué son consciencia viva del militarismo?
En el libro califico a los drones de «consciencia viva del militarismo» porque todos los escenarios que plantean la guerra tanto a medio como a largo plazo remiten, de algún modo u otro, al dron. La «dronificación» de la violencia del Estado es un proceso real desde el momento en que las lógicas de la violencia imperial están quedando gradualmente subordinadas a las capacidades de un solo aparato, de ahí que el dron sea el dispositivo clave para entender la contrainsurgencia de nuestro presente, el singular «weltgeist» («espíritu del mundo») del engranaje militar.
¿A qué llamas luddismo posmoderno? ¿Qué críticas formulas contra este luddismo?
Entiendo como «luddismo posmoderno» aquellas tendencias que, en general, reducen la compleja relación histórica del ser humano con la tecnología a una especie de «caída bíblica» secularizada, en la que el individuo anteriormente «digno» (procedente de un pasado bucólico sin definir históricamente) ha acabado siendo seducido por las mieles del progreso tecnológico. De este modo, se produce en plena posmodernidad un «retorno a la metafísica», que insiste en percibir una «naturaleza demoníaca» en lo que nunca ha sido más que un ensamblaje de relaciones de poder materializadas de una determinada manera. Observar al dron como tecnología abstracta, sin vincularlo de inmediato con sus usos sociales, nos lleva a impugnar lo que no es más que un poderoso catalizador de reacciones sociales (como lo han sido otros tantos aparatos a lo largo de la historia), algo que, como mínimo, es no materialista: no podemos querer equiparar el dron que perpetra asesinatos en el Tercer Mundo con los que usan los bomberos o los equipos de rescate por el simple hecho de que guarden una apariencia similar. Pensar el dron no es algo demasiado distinto a pensar la cuestión social, en el remoto caso de existir alguna diferencia notable entre ambos.
Afirmas que el tratado de Martin Heidegger sobre la técnica puede considerarse como un tratado fundacional. ¿Por qué? ¿No hablaron del tema otros filósofos antes que el autor de Ser y tiempo? ¿Te interesa la perspectiva heideggeriana especialmente?
El mundo «técnico» que Heidegger plantea es la articulación en el plano filosófico de una percepción propia del romanticismo del siglo XIX, según la cual la tecnología avanzada vendría a expropiar al ser humano de su identidad abstracta (un posicionamiento que, tanto en el caso de Heidegger como en el de los románticos, se encuentra fuertemente motivado por la «pérdida de identidad» del pueblo alemán a manos de la tecnología moderna): en ese sentido, creo que Heidegger ha tenido una influencia clave en las tendencias antitecnológicas tanto reaccionarias como «progresistas» de nuestro tiempo (de ahí el interés).
Sostienes que la aparición de los drones conlleva nuevos dilemas relativos al campo de la ética. ¿Cuáles por ejemplo? ¿Existen reflexiones éticas sobre el tema de interés?
Los debates que conciernen a la ética suelen girar en torno a la «automatización total» de estos aparatos (la cual se plantea solamente como posibilidad a medio o incluso largo plazo). La innovación consistiría en dotar a las aeronaves de una superinteligencia artificial que les permitiría actuar con un elevado margen de decisión autónoma a la hora de seleccionar (y disparar) a sus objetivos, haciendo superflua la intervención humana. Naturalmente, la polémica no es para nada nueva, simplemente se reproduce en el campo que nos ocupa: ¿se le pueden transferir a un robot determinadas competencias que antes desarrollaba un ser humano? En el capítulo correspondiente, señalo el peligro que conllevaría la automatización en el plano militar, en tanto que imposibilidad de señalar a una persona o a un pequeño grupo como responsables directos de los crímenes (puesto que siempre se podrá delegar toda la responsabilidad en los avatares mecánicos), algo que será utilizado por la industria bélica para garantizar la impunidad de los verdugos.
La relación de los pilotos con la monstruosidad de la guerra, afirmas, solamente puede ser calificada de esquizofrénica. ¿Por qué y por qué elegir ese término?
«Vas a la guerra durante doce horas, disparas tus armas contra los objetivos, matas a los combatientes enemigos y después vuelves al coche, conduces hacia tu casa y al cabo de veinte minutos ya estás sentado en la mesa del comedor hablando con tus hijos sobre sus deberes», afirmaba un comandante estadounidense al respecto de su experiencia de la guerra. Desde el momento en que un operador de dron puede pasar las horas de su jornada laboral pilotando un Predator en busca de targets, pero que al finalizarla queda completamente al margen de la realidad de la guerra, solamente se puede hablar de una relación «esquizofrénica» con la violencia desatada, que combina en un corto periodo de tiempo momentos de máxima intensidad con un distanciamiento extremo. Para los pilotos, la guerra pasa a ser un trabajo temporal, que se reduce a las pantallas de sus monitores.
¿El programa dron de Estados Unidos institucionaliza los asesinatos a cargo del Estado? ¿Siguen ejecutándose? ¿Hay pruebas de ello?
Lo hace desde el momento en que existe una burocracia expresamente dedicada a preparar «kill lists» compuestas de personas a las cuales asesinar, categorizándolas en una «escala de amenaza» de la cual la opinión pública no tiene detalles (al no existir reglas públicamente conocidas que definan lo que es «sospechoso», la sociedad en su conjunto pasa a ser objeto de sospecha generalizada – la praxis de los programas de vigilancia masiva en Internet ilustra perfectamente esta nueva realidad). Los objetivos «potenciales» de los enjambres dron se debaten en las reuniones semanales de temática antiterrorista de la administración Obama (denominadas «Terror Tuesdays»), en las que el ejecutivo decide quien debe morir a manos del Estado (algo que le concede naturalmente un poder sobredimensionado, dado que no existe ningún tipo de escrutinio legal o democrático).
Por otra parte, los asesinatos con drones no solamente siguen ejecutándose (solamente durante este 2015, se han perpetrado 23 ataques en Yemen y 11 en Pakistán), sino que parecen estar ampliando su lista de operadores tras admitir Reino Unido la responsabilidad por el ataque en Siria.
¿Se ha fetichizado al dron? ¿Por qué y desde cuándo? ¿Quiénes lo han hecho?
El dron es la materialización de una estrategia de fetichización extrema llevada a cabo desde el mundo militar, tanto en el aspecto marxista como psicoanalítico del término: por un lado, se lo quiere presentar ausente de vinculaciones con la misma maquinaria de guerra de la cual conforma una parte cada vez más importante (el embellecimiento de las relaciones de opresión, en el sentido marxista); por otro, las representaciones que categorizan como «virtuosa» su violencia, ensalzándolo hasta hacer de él un dispositivo de control omnisciente, son propias del fetiche freudiano, en el que se han sobredimensionado las propiedades de un determinado objeto (de ahí el triunfalismo frecuentemente asociado a los «ataques quirúrgicos» llevados a cabo por drones).
¿Se puede hablar verdaderamente, como a veces se hace, de la guerra virtual?
Hablar de una supuesta «guerra virtual» implicaría sentenciar la obsolescencia del riesgo asociado tradicionalmente a la lucha. Según esta percepción, todos los actores políticos anteriormente «tangibles» se habrían trasladado a un plano de irrealidades sin cuartel, en el que la guerra se asemeja a un juego de realidad virtual. Al contrario: el riesgo no desaparece de la pugna, sino que se transfiere a las poblaciones que no disponen de acceso a las tecnologías de sustitución corporal, las cuales permanecen inevitablemente ligadas a la violencia del conflicto, y por lo tanto son objeto de una mayor precariedad existencial. Limitarse a situar las coordenadas de la violencia en un reino platónico de «lo digital» significa expresar en términos filosóficos la mentalidad de la ciudadanía del Primer Mundo, que niega la realidad de la violencia a nivel global por el simple hecho de que ella no padezca sus consecuencias.
El pacifista moderno, escribes, «no pasa de ser un espectador converso, acaso un espectador sensible al que le disgusta contemplar imágenes de violencia descarnada». ¿No es el pacifismo una filosofía o una estrategia política que vindiques? ¿Y el antimilitarismo?
De hecho es justo al contrario: si critico a este «espectador converso» no es por ser excesivamente pacifista, sino por serlo demasiado poco. Al no dotar a sus convicciones ideológicas de un contenido real, de militancia política, el pacifismo queda en sus manos reducido a la aceptación acrítica del orden social imperante, que no ahonda en las causas de la violencia actual.
Citas a Jungk y El Estado nuclear y señalas: «Lo mismo pasa con la guerra global contra el terror: cabe entenderla no como simple operación de contrainsurgencia a escala planetaria -de «naturaleza aparente» fetichista- sino como práctica política surgida con el fin de precipitar un escenario en el que los derechos democráticos entren en suspenso de manera indefinida». ¿Ese es el panorama en tu opinión? ¿Qué hacer frente a eso con las escasas fuerzas que las organizaciones democráticas transformadoras tienen generalmente?
No nos queda otra que seguir trabajando por impugnar uno a uno los mecanismos de control, de modo que dejen de ser vistos socialmente como «neutrales» o «irrisorios», volver a dotarlos de contenido político: desde Críptica, por ejemplo, focalizamos nuestra esfera de acción política en contrarrestar los efectos de los programas de vigilancia masiva que actualmente controlan el tráfico de Internet (tales como TEMPORA o PRISM, gestionados por la inteligencia británica y estadounidense, respectivamente), ofreciendo a los usuarios la posibilidad de defender por si mismos su privacidad al recurrir al uso de herramientas seguras. En la medida de lo posible, nos corresponde dotar de coordenadas reales a la actual ofensiva contra los derechos democráticos, revelando a la luz pública los silenciosos engranajes sociales que comandan esta estrategia desde las sombras.
Gracias, muchas gracias.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.