Steve Bannon, el ideólogo de la campaña de Trump, donde empezó todo, se vanagloriaba de haber arrastrado a sus adversario a una trampa: «Quiero que hablen de antirracismo todos los días. Si la izquierda se concentra en la raza y la identidad y nosotros optamos por el nacionalismo económico, podemos destrozar a los Demócratas» 1/. […]
Steve Bannon, el ideólogo de la campaña de Trump, donde empezó todo, se vanagloriaba de haber arrastrado a sus adversario a una trampa: «Quiero que hablen de antirracismo todos los días. Si la izquierda se concentra en la raza y la identidad y nosotros optamos por el nacionalismo económico, podemos destrozar a los Demócratas» 1/. Los resultados parecen haberle dado la razón y son muchos los entusiastas o afligidos que repiten esta teoría sobre centrar la atención, el objetivo programático y la forma de comunicar de cada una de las grandes fuerzas presentes. Si así fuera, la defensa de los derechos humanos y del feminismo o el oponerse al racismo habría favorecido la victoria de la derecha radical. La implicación sería enorme: ¿debería abandonar la izquierda los derechos de las mujeres o de los grupos oprimidos? ¿Debería callarse ante la violencia doméstica o la discriminación étnica?
Dicho de otro modo, nos podemos preguntar si las izquierdas se han equivocado defendiendo el antirracismo, el feminismo o los derechos LGBT, u otras identidades; incluso, si tal actividad conduce a ignorar al pueblo como lo sugiere y lo festeja Bannon. Sin embargo, la teoría de Bannon es históricamente falsa y no se corresponde con la realidad de los hechos. Es una mistificación ideológica. Ahora bien, no tengo la intención de edulcorar el pasado reciente, ni de ignorar las dificultades de la izquierda a la hora de poner en pie una alternativa política coherente. Menos aún quiero olvidar cómo distintos sectores de la izquierda han ignorado la lucha del movimiento feminista y antirracista contra la opresión (que afecta a la vida de mucha gente), y menos aún el hecho de que determinados movimientos, defendiendo identidades se han limitado a querer ser reconocidos y que, en ese exilio, han aceptado una confortable división de las luchas sociales, lo que ha favorecido el contraataque de las derechas. Desde mi punto de vista, algunas izquierdas y movimientos tienen una gran responsabilidad en no haber creado un polo social capaz de unificar diversas causas emancipatorias bajo la forma de una expresión política mayoritaria; en haberse limitado a menudo al terreno de la confrontación más que al de la afirmación, y por haber faltado a menudo a sus promesas de dar la voz y organizar a las y los desheredados de la globalización. En consecuencia, si hablamos de la hipótesis de Bannon, es necesario discutir de lo que hay que hacer para representar, construir y movilizar a la mayoría popular de izquierdas.
El hecho es que diferentes expresiones identitarias han marcado la historia: la explotación de las y los trabajadores, la opresión patriarcal, la discriminación racial y étnica. Pero ellas se entrelazan siempre en identidades complejas y es este cruce el que permite descubrir la verdadera vida de la gente real. En este sentido, Nancy Fraser sugirió que el análisis de todos estos movimientos debe tomar en consideración su respuesta a una necesidad específica de reconocimiento pero también su contribución a la redistribución de los recursos y del poder. Vamos a ver cómo este doble enfoque permite comprender el sentido y el papel social de estos movimientos y, muy en particular, de responder a la estrategia de Bannon, Trump y de sus seguidores en todo el mundo.
¿Es política la identidad?
«La irrupción de políticas identitarias en las democracias liberales es una de las principales amenazas a las que está confrontada la democracia» explica Francis Fukuyama en un reciente libro sobre el debate que abordamos aquí 2/. El autor, politólogo liberal americano, explica que después que el siglo XX se definió por la lucha económica, en el segundo decenio del siglo XXI la izquierda ha girado hacia la lucha a favor de diversas identidades sociales, al mismo tiempo que la derecha se reorganizaba: «La izquierda se centra menos en la igualdad económica en un sentido amplio y más en la promoción de los intereses de un amplio abanico de grupos percibidos como marginalizados -negros, inmigrados, mujeres, hispanos, comunidad LGBT, refugiados, etc-. Al mismo tiempo, la derecha se redefine en torno a un patriotismo que busca proteger la identidad nacional tradicional, a menudo explícitamente relacionada con la raza, la etnia o la religión» 3/. Ya habíamos leído esta tesis en la versión más simplista de Steve Bannon.
Para Fukuyama, la izquierda se equivoca alejándose de la igualdad económica para abordar las identidades de grupos marginalizados, mientras que la derecha lo hace adoptando el nacionalismo. Ahora bien, hay que indicar que esta opción de la derecha también le parece peligrosa: el nacionalismo y la religión son «las dos caras de la política identitaria» que remplaza a los partidos de clase del siglo XX y son las «redefiniciones como patriota», que pueden estar relacionadas con el racismo o el fanatismo, las que representan las «principales amenazas» para la democracia (él se opone a Trump) 4/. Esta preocupación es comprensible, porque este politólogo se hizo famoso en 1992 anunciando que a finales del siglo XX habríamos alcanzado la etapa superior del liberalismo y que la sociedad moderna podría alcanzar una estabilidad permanente gracias al capitalismo… De ahí que la elección de Trump constituya tanto un revés para él como un epitafio para su teoría.
Ahora, repitiendo lo que escribió en libros precedentes, al menos para citar a uno de sus héroes, el filósofo alemán Hegel, Fukuyama se acuerda de la tesis según la cual la historia siempre ha estado animada por la lucha por el reconocimiento, que debería ser universal, consagrado por los derechos humanos efectivos. Las democracias se reducirían a eso: instituciones que prometen la igualdad y, por tanto, aceptan la diversidad. Pero, entonces, ¿dónde estamos? Si a lo largo de la historia se dio una lucha por el reconocimiento de las identidades que exige el respeto de las diferencias, y si este reconocimiento constituye la propia definición de la democracia, ¿cómo podemos concebir que la identidad sea al mismo tiempo una amenaza? El libro de Fukuyama responde a esta preocupación contrastando los movimiento sociales basados en la identidad, que trivializa, a los movimientos nacionalistas y religiosos, cuya importancia remarca, quizás porque los primeros son portadores de una lucha por los derechos de una comunidad y los segundos son la afirmación de un sistema de poder. Volveremos a esta cuestión del papel de los movimientos por los derechos civiles, feministas y otros, pero por el momento analicemos esta fragmentación de identidades conflictivas que son la expresión de tensiones políticas.
El análisis de Fukuyama retoma algunos de los temas abordados hace decenios por otros analistas como Manuel Castells, un sociólogo catalán profesor en la universidad de California. En su momento exiliados y joven profesor en Nanterre, Castells participó en el Mayo 68 de Paris y estos últimos decenios se ha consagrado al estudio de los movimientos sociales. Su contribución a la discusión que nos interesa en este libro comenzó hace 20 años con una trilogía sobre «la era de la información», en la que afirma que la globalización no ha puesto fin, sino más bien reforzado, las identidades religiosas, étnicas y nacionales. «En el último cuarto de siglo, hemos experimentado una marejada de vigorosas expresiones de identidad colectiva que desafían la globalización y el cosmopolitismo en nombre de la singularidad cultural y del control de la gente sobre sus vidas y entornos», dice a propósito de un mundo caracterizado por el conflicto entre globalización e identidad. Pero describiendo estas identidades, Castells resalta ante todo que las mismas están basadas en «categorías fundamentales de la existencia milenaria» o en «códigos eternos e indestructibles» como Dios, nación, etnia, familia y territorio 5/.
Si es así, esta «existencia milenaria» haría pagar un elevado precio a las sociedades modernas y, peor aún, tendría una presencia inevitable. Reconozco que los códigos son antiguos y pesados (y marcan la historia presente) pero reafirmo que todas estas categorías están condicionadas espacial y temporalmente, siendo producidas por la vida social en determinadas condiciones históricas. En consecuencia, evolucionan. Esta evolución puede ser lenta o a veces más rápida, pero evolucionan. La construcción del sentido y la identidad es un proceso permanente que tiene ganadores y perdedores y donde nadie tiene la última palabra.
Al contrario de las tesis de Bannon, las identidades no se pueden concebir de forma que se justifiquen como un hecho natural, que daría la prevalencia a que lo que la gente es y no a lo que hace o la forma en que unos y otros establecen sus relaciones sociales. Existe un vínculo entre este concepto esencialista de permanencia de la identidad y la visión de la sociedad como una suma de individualidades, la quimera preferida de la derecha, que describe un mundo en el que los sujetos ideales definen su autenticidad a través de sus propias proyecciones y traumatismos. En ese mundo, la persona no es más que un sujeto, un conjunto de instintos.
Sin embargo, si la identidad manifiesta un reconocimiento a través de un conjunto de características de la persona o del grupo, también evoluciona y se transforma siempre a lo largo de la vida. El pensamiento racionalista siempre ha subrayado esta permanencia que define la identidad, al menos desde Aristóteles, pero su estabilidad es una ilusión; nunca nos bañamos dos veces en las mismas aguas. La identidad no se puede enunciar mas que en un mundo de diferencias y no de repeticiones.
Tres formas de la identidad social
Continuemos con Castells. En el libro de referencia que he citado más arriba, El poder de la identidad, escribe que hay tres formas de afirmar la identidad social:
· la primera sería la legitimidad (es el proceso de formación de la sociedad civil, el conjunto de las instituciones y de los movimientos que expresan la ciudadanía al margen del Estado);
· el segundo, la formación de una identidad de resistencia (que daría nacimiento a las comunidades);
· finalmente, la tercera, la identidad del proyecto (que formaría los sujetos).
En una sociedad capitalista desarrollada, o una sociedad en red como la denomina él, la identificación que aporta la legitimidad estaría agotada, escribe Castells, y las otras dos formas serían las predominantes 6/.
Nancy Fraser, filósofa socialista y feminista americana que enseña en la New School for Social Research de Nueva York, desarrolló -al mismo tiempo que Castells preparaba su libro- una teoría sobre las identidades de los movimientos sociales, que es fundamental para la discusión sugerida por este artículo. Fraser critica el discurso que hace más de veinte años afirmaba que la identidad de grupo suplantó la identidad de clase como instrumento político de movilización, suponiendo que la dominación cultural suplantaría la explotación en tanto que injusticia matricial, conduciendo así a la izquierda y a los movimiento a un falta de coherencia programática, debido a su descentralización o del desprecio a la lucha de clases 7/. En términos contemporáneos, como lo hemos visto, es del supuesto éxito de este relato y de su práctica en la «política identitaria» de la que se vanagloria Steve Bannon, porque fue de ese modo como se habría encaminado la campaña de Trump.
Analizando la economía moderna en tanto que multiplicador del patriarcado o del racismo -incluso si ella no está en su origen, porque existían antes de este modo de producción- Fraser sostiene que hoy en día estas formas de discriminación no pueden existir sin el sistema capitalista de producción y reproducción. El capitalismo es patriarcal y racista. Así, las formas de injusticia cultural o simbólica, de no reconocimiento o de no respecto a las diferencia deben combatirse a través de la exigencia de reconocimiento, pero también necesitan otro remedio, el de la redistribución (se le puede llamar socialización), que debe destruir el régimen de explotación y que, en cierto modo, englobe a todas las comunidades de la clase obrera. No obstante, si el reconocimiento tiende a estimular la diferenciación de cada grupo y si, contradictoriamente, la redistribución tiene a atenuar esta diferenciación en nombre de objetivos comunes, los dos remedios se combinan de forma tensa. Es un dilema. Pero Fraser no se resigna, y para abordar esta dificultad utiliza el ejemplo de la opresión sexual y racial 8/: «Tanto el género como la raza son colectividades paradigmáticas, ambivalentes. Si bien cada una tiene sus propias características, que la otra no comparte, las dos incluyen dimensiones políticas, económicas y culturales. El género y la raza implican pues, a la vez, redistribución y reconocimiento». Pero, ¿cómo? La cuestión es «¿cómo las feministas pueden luchar simultáneamente a favor de la abolición de la diferencia entre sexos y a favor de la valorización de la especificidad del género? O ¿cómo las antirracistas pueden luchas simultáneamente a favor de la abolición de la raza y en defensa de la valorización de la especificidad de los grupos racializados?» Se trata del dilema «redistribución-reconocimiento». Para Fraser, la solución está en distinguir entre las perspectivas de «la afirmación» y las de la «transformación» 9/. La primera necesita un Estado de bienestar, de políticas públicas, la afirmación del multiculturalismo; la segunda, exige una transformación, una ruptura con la matriz capitalista, es decir, el socialismo. Si los movimientos se limitan a la «afirmación», se mantendrá el dilema; si se comprometen en la «transformación», se encontrarán en torno a objetivos anticapitalistas comunes.
El nacionalismo imperial de Trump
Frente al empobrecimiento de la vida económica y a la percepción de una amenaza a la diversidad cultural y étnica, la respuesta conservadora -como la del nacionalismo imperial de Trump (pero también de otros)- promete una homogeneidad o una normalización que la globalización ya ha quebrado. Es precisamente a causa de esta tensión entre la realidad y la nostalgia del pasado que «la era de la globalización es también la del resurgimiento nacionalista», escribe Castells 10/. Porque aún cuando la idea de una nación asociada a un Estado no se hizo hegemónica hasta el siglo XIX, ella tiene raíces ancestrales y, por ello, renace en cada período de crisis mundial. Algunos consideran que se trata de una idealización o incluso de que las naciones serían «comunidades imaginadas» 11/, pero con el tiempo, su fuerza identitaria ha demostrado ser una poderosa palanca.
En relación a ello y para contradecir las confusiones simplistas, Jose Manuel Sobral señala la diferencia entre nacionalismo cívico y nacionalismo binario 12/, y hace referencia a la fragilidad del cosmopolitismo en tanto que alternativa al nacionalismo. Si la globalización -que tiene una matriz financiera y que, teniendo en cuenta las gigantescas multinacionales que lo impulsan, no es influenciable por la opinión pasiva de las poblaciones- destruye elementos fundamentales de referencia y si, al mismo tiempo, anula los espacios en los que se podría evocar un poder mediador y protector, entonces el nacionalismo cívico se convierte en una alternativa al nacionalismo binario, porque la identificación nacional se interpreta y se apoya en una política popular. Allí donde no se ha producido esto, la derecha ha logrado hegemonizar de forma duradera la vida pública, y el ascenso de Trump, Bolsonaro o Salvini dan testimonio de este movimiento. Una de las consecuencias de la pérdida de las identidades sociales y colectivas en el contexto de la globalización es la emergencia de referencias disonantes, religiosas o étnicas, que llenan el vacío. Castells remarca que «para aquellos actores sociales excluidos de la individualización, o que se resisten a ella, de la identidad unida a la vida en las redes globales de poder y riqueza, las comunas culturales de base religiosa, nacional o territorial parecen proporcionar la principal alternativa para la construcción de sentido en nuestra sociedad». La pertenencia étnica se refuerza a menudo con una identidad religiosa o nacional: «Sostengo que aunque la raza tiene importancia, probablemente más que nunca, como fuente de opresión y discriminación, la etnicidad se está fragmentando como fuente de sentido y de identidad, no para fundirse con otras identidades, sino bajo principios más amplios de autodefinición cultural, como la religión o el género» 13/. La creación de comunidades o lo que se denomina «la identificación de la resistencia» puede estar fuertemente motivada por la religión, con consecuencias muy variadas, a menudo incluso conservadoras.
¿Para qué sirve la identidad?
Volvamos a Fukuyama y a su preocupación en relación a las políticas identitarias que serían «una de las principales amenazas» para la democracia. ¿Pero que políticas y por qué constituyen una amenaza? La primera familia de estas políticas comprende la constelación de nacionalismos así como otras formas de expresión cultural, como las religiones, a las que me referiré después.
La segunda familia está compuesta por algunas de las grandes luchas de la historia de Estados Unidos a las que se refieren los politólogos: la luchas contra el esclavismo y después a favor de los derechos civiles, laborales, de las mujeres y, en general, por la expansión de la esfera de la igualdad 14/. Últimamente, han emergido movimientos como Black Lives mater tras las protestas contra la violencia policial -en Fergurson, Missouri, Baltimore y Nueva York- o #MeToo -tras la revelación de abusos sexuales de personalidades hollywoodenses-. Estos movimientos han emergido y se han desarrollado porque eran socialmente necesarios y no porque respondían a una estrategia política. Exigen el reconocimiento y combaten el racismo y el sexismo y si eran necesarios es porque estos problemas no estaban resueltas. Fukuyama sostiene que la particularidad de estos movimientos es un proceso de identificación basado en la experiencia vivida por quienes los componen y que no podía ser de otro modo. Incluso reconoce que son bienvenidos 15/. Si esta experiencia vivida diferencia a estos grupos de otras partes de la sociedad que no han sufrido estas formas de opresión, esto también es evidente. Ahora bien, tomando nota de estos hechos, parece evidente que estos movimientos identitarios son fundamentales para el reconocimiento y la representación, que son una primera respuesta a los problemas sociales y no constituyen ninguna amenaza, incluso aunque corran el riesgo de dejarse atrapar en un discurso individualista, concibiendo el trauma de cada experiencia vivida como el fundamento de la autoridad de su discurso. El todo no es la suma de las partes, y el movimiento no puede limitarse a ser un espejo de la imagen de los sufrimientos.
En todo caso, la existencia de movimientos sociales es una respuesta y una reivindicación de dignidad. Ahora bien, no se pueden oponer los dos conceptos de la dignidad: el que se basa en las libertades y los derechos individuales, y el que está determinado por identidades colectivas (en tanto que clase, comunidad, nación o religión). La democracia exige el pleno reconocimiento de la dignidad. La crítica de Fukuyama se refiere entonces a una cuestión de identidad de la identidad; es decir, que critica lo que piensa que es la estrategia de la izquierda a partir de sus necesidades: «En los últimos decenios del siglo XX, la disminución de la ambición por reformas socioeconómicas a gran escala convergió con la adopción por la izquierda de políticas identitarias y del multiculturalismo». Así pues, la izquierda habría pasado de la lucha por la igualdad a la defensa de sectores marginalizados. Y añade: «El programa de la izquierda se ha preocupado de la cultura: lo que hay que deshacer ya no es el orden político actual que explota a la clase obrera, sino la hegemonía cultural y los valores occidentales que reprimen a las minorías locales y a los países en desarrollo» 16/. Es una caricatura, pero como toda buena caricatura, conserva rasgos del modelo definido, señalando al menos correctamente el retroceso de la ambición por la transformación social por parte de sectores importantes de la izquierda, agravado por el paso al centro (socialdemocracia europea) o incluso a la derecha (en los países del Este) de importantes sectores del centro o de la izquierda tradicional (la socialdemocracia danesa que retoma el discurso anti-refugiados de la extrema derecha, es el último ejemplo). Descubre incluso una ruptura entre el marxismo clásico, la ilustración y el racionalismo y una nueva izquierda, de hecho ya un poco ajada, que se inspiraba en Nietzsche y los nihilistas relativistas. Ahora bien, si algunas izquierdas, incluso algunas de origen marxista, han perdido energía revolucionaria y un programa transformador, esto no se puede confundir ni justificar con un retroceso en la lucha por la convergencia de las identidades amplias en la lucha popular, que los movimientos feministas de la nueva ola han llamado alianza interseccional. De todos modos, la izquierda falla al no presentar una alternativa anticapitalista clara y esto tiene sus consecuencias.
Pero lo que abrió la puerta a Trump fue «la ausencia de una auténtica izquierda» responde Nancy Fraser. Para ella, la alianza de Silicon Valley y el capitalismo financiero con la familia Clinton les dio la victoria en 1992 y la presidencia durante ocho años. Pero la ilusión de que iban a promover una política progresista se hundió cuando la Casa Blanca promovió el desmantelamiento de la reglamentación bancaria, heredada de las medidas de Roosevelt sesenta años antes. A raíz de la era Reagan, oponiéndose a las propuestas emancipadora y a las políticas sociales, fue esta política la que favoreció el culto al individualismo y no los movimientos que buscaban forma de lucha y de autoafirmación 17/. Fue el poder quien triunfó, no la contestación.
Los ecos de las izquierdas
Hace vente años, Nancy Fraser ya señaló que «los problemas del reconocimiento sirven menos para complementar, complicar y enriquecer las luchas por la redistribución que para marginalizarlas, eclipsarlas y desplazarlas», hablando así del riesgo del desplazamiento. Evidentemente, este riesgo es más grande si las luchas por la redistribución económica y del poder, contra la explotación, son escasas, si carecen de expresión política, o si los movimientos sociales no están relacionados entre ellos. Por ejemplo, la identidad puede acentuar la injusticia distributiva, las religiones pueden agravar el peso del patriarcado, otros movimientos pueden reforzar el racismo. Una mujer negra puede ser maltratada en su familia porque es mujer, incluso si el resto de los miembros de la familia comparten la misma discriminación racial. El reconocimiento debe ser tan múltiple como la opresión. Además, en lugar de acentuar la interacción y de abrir contextos multiculturales, las formas de comunicación intensa aceleran los flujos de mediatización, lo que contribuye a la absolutización de las identidades de grupo. Fraser llama a esto el peligro de la reificación 18/, y otros autores hablan de «modo de identidad Facebook«.
La constatación de estos dos peligros ha recibido una respuesta errónea: oponiendo la clase y el género o a través del economismo; es decir, la afirmación de un pretendido privilegio de la lucha redistributiva abandonando el reconocimiento de las diferencias. Fraser sugiere, por el contrario, que estos problemas de desplazamiento y de reificación de las identidades se pueden afrontar reconsiderando el reconocimiento.
El punto de vista tradicional del proceso de reconocimiento es lo que se podría llamar un modelo de identidad, basado en Hegel, como lo recordó Fukuyama, que lo apoya. Esta identidad se concibe como construida en un proceso de progresivo reconocimiento mutuo del otro, a través de la interacción con otros sujetos. La amargura o la cólera de las familias de los trabajadores pobres de Estados Unidos que votaron a Trump, se inscribe en este «modelo de identidad», en el que el no-reconocimiento se trata como un prejuicio cultural o como la expresión forzada de jerarquías culturales que subyuga la identidad vivida. Además, «la mercantilización ha invadido todas las sociedades en cierta medida, separando al menos parcialmente los mecanismo económicos de distribución de los modelos culturales de valor y de prestigio», lo que refuerza los riesgos de desplazamiento y de reificación. Al igual que las interacciones humanas, tradicionalmente subordinadas a las jerarquías, están impregnadas de redes sociales en la modernidad, las oportunidades de reconocimiento nacen en un mundo paralelo, que acelera la fragmentación o la reificación. Por esta razón, este modelo de identidad puede constituir un peligro: puede crear un reconocimiento ilusorio y también puede generar una exclusión que ignore la complejidad de las vidas (recordemos el ejemplo precedente de las identidades religiosas que refuerzan la opresión patriarcal) 19/.
¿Qué alternativa? Si las dos formas de dignidad son inseparables y deben ser reconocidas, entonces «lo que necesita un reconocimiento no es la identidad específica del grupo sino el estatus de sus miembros individuales como parte integrante de la interacción social». Dicho de otro modo, se trata de combatir la subordinación social institucionalizada, no solamente criticar el símbolo cultural de esta diferencia. Así, la política ha de ser reorientada «no a valorizar la identidad de grupo sino a superar la subordinación» y ese «modelo de estatus» se opone igualmente al «modelo de identidad», defendiendo el principio de «reconocimiento universalista y deconstructivo» 20/.
La experiencia de los grandes movimientos identitarios confirma este «modelo de estatus»: en el momento decisivo del movimiento a favor de los derechos civiles, la Marcha a Washington a favor del Trabajo y la Libertad, en 1963, donde destacó Martin Luther King, las principales reivindicaciones, como lo evoca el lema de la movilización, fueron la libertad, la justicia y el rechazo a la discriminación, pero también el pleno empleo y el aumento del salario mínimo. Su fuerza estuvo en la identidad del movimiento negro y la convergencia con los movimientos populares. Este es el ejemplo que debe inspirar a la izquierda anticapitalista y anticonservadora.
Notas
1/ Citado por Timothy Egan, «What if Steve Bannon is Right?», New York Times, 25 août 2017.
2/ Francis Fukuyama, Identidades – A Exigência da Dignidade e a Política do Ressentimento, D. Quixote, Lisboa 2018, p.18. Traducción portuguesa del libro Identity – The Demand for Dignity and the Politics of Resentment,Macmillan, New York 2018.
3/ . Fukuyama, ibid., pp. 24-25.
4/ Ibid, p. 97.
5/ Manuel Castells, The Power of Identity, vol. 2 de The Information Age: Economy, Society and Culture, Blackwell, Oxford 1997, pp.2, 65-6.
6/ Castells, ibid., pp. 8-10, 335.
7/ Nancy Fraser (1995), «From Redistribution to Recognition? Dilemmas of Justice in a «Post-Socialist» Age», New Left Review n° 212, pp. 68-93.
8/ A lo largo de este escrito, rechazo la idea de que existen varias razas porque sólo existe la raza humana. En consecuencia, cuando tengo que referirme a los prejuicios comunes que diferencian a la gente por el color de la piel, utilizo raza en cursiva.
9/ Fraser, Ibid., pp. 78, 80-82.
10/ Castells, ibid., p. 27.
11/ Benedict Anderson (1983), Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Verso, Londres 1983.
12/ José Manuel Sobral (2018), «Nacionalismo e Desigualdade na Conjuntura Presente», in Gomes, Silvia et al. (orgs.), Desigualdades Sociais e Políticas Públicas, Húmus, Famalicão 2018, pp. 83-105, 85.
13/ Castells, ibid., pp. 65, 53.
14/ Fukuyama, ibid., p. 41.
15/ Black Lives Matter y otros movimientos aportaron «cambios bienvenidos que han favorecido a muchas personas» y «no hay nada malo en la política identitaria en tanto que tal; es una reacción natural e inevitable ante la injusticia» (Fukuyama, ibid., pp. 133 et 139). El autor reconoce además que no se puede abandonar la idea de la identidad, pero que es necesario buscar identidades amplias.(p. 147).
16/ Ibid., p. 137.
17/ Nancy Fraser (2017), «Neoliberalismo Progressista versus Populismo Reacionário: Uma Escolha de Hobson», en Heinrich Geiselberger (ed.), O Grande Retrocesso – Um Debate Internacional sobre as Grandes Questões do Nosso Tempo, Objectiva, Lisboa 2017, pp. 83-95, p. 88.
18/ Nancy Fraser, «Rethinking Recognition» New Left Review n° 3, May-June 2000, pp. 112, 108.
19/ Ibid., pp. 109, 111-112.
20/ Ibid., pp. 113-114, 116.
Artículo publicado en Inprecor n 664/665
Francisco Louçã, miembro dela IV Internacional desde el instituto, es economista y profesor de universidad. Dirigente del Partido socialista revolucionario (sección portuguesa de la IV Inernacional), fue uno de los miembros fundadores del Bloco de Esquerda y su coordinador nacional de 2005 a 2012, diputado en varias legislaturas antes de ser elegido al Consejo de Estado por la Asamblea de la República en 2015.
Traducción: Viento Sur