Antoñico «El lotero», que tiene un corazón que no le cabe en el pecho, salió a la calle el pasado 30-S para pedir, ondeando orgulloso la bandera «Rojigualda», la unidad de España. Este pequeño gran hombre es, sin duda, la persona más querida de Cartagena, y eso, se lo ha ganado a pulso. No sé […]
Antoñico «El lotero», que tiene un corazón que no le cabe en el pecho, salió a la calle el pasado 30-S para pedir, ondeando orgulloso la bandera «Rojigualda», la unidad de España. Este pequeño gran hombre es, sin duda, la persona más querida de Cartagena, y eso, se lo ha ganado a pulso.
No sé qué sentiría más este pueblo mediterráneo, que desapareciera el teatro romano tras un hundimiento de tierras o que se marchara este legendario personaje dejando un vacío indeleble, pues en Antoñico se palpa el alma de esta ciudad que palpita con todo lo que ocurre en Cataluña. Sin él ya nada será igual, ni las piedras, ni las calles ni los santuarios que fueron morada de divinidades de grandes civilizaciones de la antigüedad.
Antonio García Micol, de apenas un metro de estatura y 70 años de edad, tiene un firme principio moral: Ayudar a los necesitados y consolar a los enfermos graves y terminales. Una vez le preguntaron qué deseas para Cartagena y contestó: «que haya trabajo para todos y que la gente ame al prójimo para que vuelva la alegría y se instale la paz».
Ha realizado diversos trabajos a lo largo de su vida y ha sido lotero (profesión que continúa ejerciendo), lechero y zapatero. Adora el casco viejo de la polis, de arquitectura ecléctica y modernista, y conoce a sus vecinos y vecinas, con los que platica frecuentemente, como la palma de la mano. La ciudad y su gente no tienen secretos para él.
Dicen que vive en un modesto hotelito y que se pasa largas horas en el Hospital de la Caridad acompañando y animando a los que sufren, sobre todo a los enfermos terminales. Como todo el mundo le conoce y anhela su cercanía, los moribundos sonríen cuando le ven y no pueden evitar sentirse mejor cuando Antoñico les anima y comparte sus angustias. Se cuenta que ha llegado a un acuerdo con el hospital para que, cuando él enferme o sienta la llegada de la parca, se hagan cargo de su cuidado como pago al trabajo que realiza gratuitamente en el centro médico.
Conocí a Antoñico hace meses en la vieja peluquería de José Carlos, sita en la calle San Francisco, pues allí suelo ir a cortarme el pelo cuando siento el peso de mis crines, cual aprisionada guedeja del president Puigdemont. Yo estaba sentado esperando mi turno, él de pie ojeando un periódico que había colocado sobre una silla que en aquel momento hacía de mesa. Pasaba las páginas, que a su lado parecían aspas de viento, y de vez en cuando se mojaba un dedo con la lengua para facilitar la tarea.
No me acuerdo quién sacó el tema del cine y José Carlos, que frisa con los 65 años, le preguntó al valiente Antonio, que un día se juró no tirar la toalla, cuál era su película preferida. El lotero, que siempre viste de forma impecable y se mueve con un porte y una dignidad envidiables, no dudó y dijo: «Blancanieves y los siete enanitos». El peluquero sonrió con bondad infinita. Yo sentí un hormigueo en el corazón y, viendo la sinceridad y pureza de aquel valiosísimo ser humano, reconocí la lección que acababa de dar a millones de personas de todo el mundo que se acomplejan y sufren por no encajar en los cánones oficiales de belleza y optan, incluso, por el suicidio.
¡Antonio! Yo también deseo la unidad de España, aunque no me gustan las banderas, sean del color que sean (tal vez las blancas «Sí»), ya que muchas veces por ellas se mata y pocas veces, sobre ellas, se hace el amor.
Si Cataluña se marcha lo sentiré como si me dejase la mujer de la que estoy profundamente enamorado. Y lloraré viendo cómo su silueta desaparece en la lejanía. Primero somos seres humanos, lo demás, ideologías, religiones, etc., son «valores añadidos», «daños colaterales» producto del humus que absorbimos en la tierra en la que nacimos.
(Nota: El día que escribí este artículo, el 5 de octubre de 2017, ví a Antoñico, otra vez, leyendo el periódico de pie en una silla de «Peluqueros José Carlos». Que así conste en los archivos de Rebelión, ya que dentro de unos siglos, cuando el contencioso catalán sea algo del pasado, en Cartagena se seguirá hablando de este Lord Tyrion, pues su huella es comparable a la que dejó en Qart Hadasht [1] la boda que celebraron en el palacio de Asdrúbal el general Aníbal y la princesa íbera Himilce).
Y vuelve a Cantar Quiquiriquí el Noble Gallo Beneventano para decirle a Cataluña, ¡Cataluña no te vayas! Antoñico y millones de españoles de las dos Españas quieren que luchemos juntos por construir un país y un mundo mejor, más allá de los políticos que viven encerrados en su armadura oxidada.
[1] Qart Hadasht, con ese nombre fundaron los cartagineses esta ciudad en el año 227 a.C. Tras su conquista por Escipión el Africano en el 209 a.C. la polis pasó a llamarse Carthago Nova.
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