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Evolución y diseño inteligente

El error de Thomas Bell

Fuentes: EL ESCÉPTICO DIGITAL nº 13

Burlington House, en el área de Piccadilly, Londres. Es mayo de 1859, y hace un día nublado y desapacible. De vez en cuando una llovizna fría moja el patio empedrado que da acceso al impresionante edificio. La Linnean Society tiene su sede en el ala oeste. Thomas Bell, el presidente, se dispone a impartir su […]

Burlington House, en el área de Piccadilly, Londres. Es mayo de 1859, y hace un día nublado y desapacible. De vez en cuando una llovizna fría moja el patio empedrado que da acceso al impresionante edificio.

La Linnean Society tiene su sede en el ala oeste. Thomas Bell, el presidente, se dispone a impartir su conferencia anual, en la que pasa revista a lo más destacado que ha tenido lugar durante el año. La luz que se cuela por las altas ventanas de la sala es gris y mortecina, y los miembros de la sociedad, adormilados, dan suaves cabezadas o piensan con nostalgia en una buena taza de té.

La verdad es que Thomas Bell no consigue transmitir mucho entusiasmo con su discurso: «El año que acaba de pasar no ha estado, en verdad, marcado por ninguno de esos descubrimientos espectaculares que revolucionan, por así decir, el ámbito de la ciencia en el que se encuentran «. Los presentes, taxónomos de renombre en su mayoría, no mueven una ceja.

Por la mente de Bell no pasa en ningún momento la sesión del 1 de julio del año anterior, en la que se presentaron dos artículos y el extracto de una carta bajo el plúmbeo título de Sobre la tendencia de las especies a formar variedades; y sobre la perpetuación de variedades y especies por medios de selección naturales. La presentación agrupaba un artículo de un tal Alfred Wallace, un extracto de un trabajo de inminente publicación sobre el origen de las especies, de un tal Charles Darwin, y un extracto de una carta del mismo Darwin a Asa Gray, un importante botánico estadounidense. Bell, que al parecer no estaba de acuerdo con las ideas expuestas en la presentación, no las consideró de suficiente envergadura para, diez meses después, eliminar de su discurso la frase del párrafo anterior.

Ha llovido bastante desde entonces. Hoy, recordando aquella escena desde del siglo XXI, inmerso por completo en las consecuencias del descubrimiento de Darwin, esto parece tan asombroso como si, respecto a la llegada del hombre a la luna, alguien dijera que el 20 de julio de 1969 «no pasó nada de importancia en el mundo». Pero aquí la palabra clave es parece. Que la presentación de Darwin y Wallace «no revolucionara, por así decir, el ámbito de la ciencia en el que se encuentra» se debe a la inercia de cualquier grupo organizado, que siempre tarda en absorber y asimilar ideas nuevas, y también al tamaño de la idea presentada, tan grande que englobaba al mundo entero, como el aire; nadie pudo darse cuenta enseguida de lo revolucionaria que era. Thomas Bell tampoco.

Pero poco a poco la idea se fue abriendo camino y socavando los frágiles cimientos de los modelos que hasta entonces intentaban explicar la diversidad de los seres vivos. El modelo de Darwin (y Wallace) lo logró por completo. Fue sometido a la crítica más feroz posible, por supuesto, y fue cambiando a medida que se descubrían cosas nuevas. Pero en su esencia, el modelo aguanta. Finalmente toda la comunidad académica digna de tal nombre aceptó la idea y se lanzó con entusiasmo a explorarla hasta el fondo, abriendo nuevos territorios y descubriendo cómo ramas científicas que parecían dispares empezaban a solaparse con suma elegancia cuando se las estudiaba a la luz de la teoría de evolución de las especies.

Sí, claro, hubo burlas. Y hubo caricaturas y ataques feroces y parodias y malas interpretaciones y malos usos. Pero los hechos seguían allí, tercos, para todo el que quisiera verlos, y poco a poco la teoría pasó a ser la mejor explicación disponible para la diversidad de seres vivos. Y lo sigue siendo.

Hoy día, la llamada Teoría Sintética de la Evolución es el resultado de los descubrimientos de Darwin más todas las modificaciones, correcciones y ampliaciones que han aportado la genética, la bioquímica, la paleontología, y muchas otras ramas científicas. El resultado es una de las teorías mejor probadas de todo el saber humano.

Pero esto no lo sabía Thomas Bell cuando en su discurso de 1859 olvidó mencionar el descubrimiento más revolucionario de toda la historia de la biología. Se le puede disculpar: la teoría estaba en sus inicios, y aunque el corpus de datos era excelente (el propio Bell se encargaría de demostrar que las tortugas de las Galápagos eran autóctonas, y no llevadas por bucaneros), era difícil darse cuenta de todas las implicaciones de las ideas de Darwin y Wallace. Era demasiado pronto.

Hoy ya no es demasiado pronto. La Teoría Sintética, que en esencia es la idea de Darwin, inevitablemente modificada por los años, se ha ido robusteciendo. Su influencia va más allá de la biología; se extiende también a la paleontología, la medicina, la ecología, incluso la física. Entender toda su complejidad requiere años de estudio, pero el concepto es relativamente sencillo. Existe abundante literatura que explica la teoría, en todos sus niveles, a cualquier sector del público que lo desee. Los datos que la respaldan (que son legión) se obtienen muy fácilmente en cualquier biblioteca científica o a través de internet.

Dicho brevemente: quien no entiende al menos la base de la Teoría Sintética de la Evolución es porque no quiere.

Y lo sorprendente es el número de gente que no quiere. Gente cegada por la religión, que se pone la Biblia por orejeras y es capaz de aceptar sin problemas la existencia de serpientes que hablan, pero no de la selección natural. Gente que lleva a extremos ridículos el argumento de incredulidad personal , lo llama «Diseño Inteligente», y desperdicia la vida buscando rebuscados ejemplos con los que espera, ingenuamente, derribar toda la Teoría Sintética, con el inútil entusiasmo de niños queriendo echar abajo una montaña a escupitajos. Gente que neecesita, por algún mecanismo mental que se me escapa, que la Teoría Sintética incluya alguna cláusula que deje claro que nosotros somos especiales, somos diferentes, somos mejores que el resto de especies; que en algún punto de nuestra evolución se nos insufló el consabido hálito divino, o cualquier otra invención destinada a separarnos del resto de criaturas con las que compartimos los ancestros comunes cuyas huellas están por todas partes.

Recientemente, como se ha comentado en otros artículos de este mismo número, en España hemos asistido a una iniciativa de los proponentes del Diseño Inteligente para introducir sus ideas en ámbitos académicos. Dejando aparte el melodrama ocasionado por la inexistente censura de la que acusaban a algunas universidades públicas, no deja de ser curiosa la tenacidad de quienes se empeñan en vendernos básicamente, por mucho que lo quieran disimular, humo.

Decía antes que el Diseño Inteligente es la expresión extrema del llamado argumento de incredulidad personal. En este caso, se podría resumir como: «No entiendo el mecanismo de la evolución, o no me creo que el proceso funcione como me dicen, y por tanto la evolución debe ser falsa». Su máximo exponente , Michael Behe, ha dedicado un libro entero a buscar y rebuscar ejemplos de órganos que muestren lo que él denominó «complejidad irreducible»: estructuras que para ser funcionales necesitan de todas sus partes funcionando perfectamente, de modo que si una de ellas falla todo el sistema falla.

El Diseño Inteligente no merece siquiera el nombre de «teoría», porque no es más que un intento bastante burdo de refutar la Teoría Sintética de la Evolución, sin proponer ningún mecanismo alternativo más allá de la existencia de un convenientemente indeterminado «Diseñador Inteligente». Los varios ejemplos elegidos por Behe (el flagelo bacteriano, el ojo) han sido consistente y contundentemente desmontados con los años. En un toque irónico, el deseo de probar que el flagelo bacteriano no exige «complejidad irreducible» ha llevado a encontrar una elegante ruta evolutiva que explica su aparición.

No es este el lugar para hablar más del Diseño Inteligente ni de su refutación; hay excelentes libros que tratan esta cuestión y no menos excelentes recursos en internet para quien esté interesado en profundizar en este peculiar y fascinante ejemplo de pereza intelectual vestida de palabrería pseudocientífica.

Pero este fenómeno, que nació como un desesperado intento del movimiento creacionista por colar a Dios en el temario de ciencias, es muy sintomática de la actitud actual frente a la teoría de Darwin.

Ha pasado siglo y medio y la distancia recorrida desde la publicación de El Origen de las Especies ha sido enorme. Entender el origen común de toda la vida ha abierto campos entonces insospechados y ha posibilitado avances científicos y médicos que nadie hubiera podido imaginar aquella mañana de mayo de 1859. Pocos descubrimientos han revolucionado nuestras vidas de tal modo, y el de Darwin es, además, uno de los más hermosos.

Y aun así, siglo y medio después, la resistencia al descubrimiento más importante de las ciencias de la vida es mayor (y más incomprensible) que en el momento de su publicación. Cada 12 de febrero, unos pocos celebramos el aniversario de Charles Darwin y rendimos homenaje al hombre que nos brindó una nueva visión de la vida y de nuestro lugar en ella. Y cada año, ese aniversario nos encuentra peleándonos contra creacionistas de todo tipo y pelaje, que no sólo no quieren entender a Darwin, sino que pretenden que nadie quiera. Gente dispuesta a poner orejeras mentales a toda una generación de alumnos, porque la idea de que hemos evolucionado, igual que el resto de especies del planeta, les resulta molesta.

Cada año, celebrar el Día de Darwin se hace un poco más deprimente, un poco más triste, un poco más descorazonador, al ver la increíble cantidad de tonterías que se dicen con voz campanuda, desdeñando los hechos a favor de argumentos emocionales, falaces y manipuladores. Cada año parece que disminuye el sentido común y las ganas de informarse antes de opinar, y que la tendencia general es a defender acríticamente cualquier idea que esté de acuerdo con los propios prejuicios, independientemente de su validez científica.

Por eso el 12 de febrero es cada vez más importante y merece cada vez más atención. Cada 12 de febrero hay que enmendar el error de Thomas Bell y decir, bien alto y claro, que el año 1859 «ha estado, en verdad, marcado por uno de esos descubrimientos espectaculares que revolucionan, por así decir, el ámbito de la ciencia en el que se encuentran».

El descubrimiento fue la teoría de evolución de las especies por selección natural. El descubridor fue Charles Darwin, junto a Alfred Wallace. El ámbito de la biología quedó totalmente revolucionado. Y hoy, más que nunca, es importante que se sepa, y que se entienda, y que los numerosos intentos de ofrecer pseudociencia en vez de ciencia queden desenmascarados como lo que son. Todos ganaremos con ello.

Feliz Día de Darwin.