La América nuestra tiene hoy un nuevo Estado Libre Asociado, sujeto a los poderes plenarios del imperio estadounidense. Colombia es el novel «socio asociado en sociedad», como describió magistralmente el poeta cubano Nicolás Guillén el funesto artificio jurídico-político implantado originalmente en Puerto Rico. Ya la Isla antillana no está sola como la última colonia en […]
La América nuestra tiene hoy un nuevo Estado Libre Asociado, sujeto a los poderes plenarios del imperio estadounidense. Colombia es el novel «socio asociado en sociedad», como describió magistralmente el poeta cubano Nicolás Guillén el funesto artificio jurídico-político implantado originalmente en Puerto Rico. Ya la Isla antillana no está sola como la última colonia en la región. Álvaro Uribe, el más reciente paladín de los happy colonials, ha embargado la soberanía de los colombianos a los intereses estratégicos de Washington.
Al igual que en Puerto Rico, Colombia está gobernada de facto por una lumpenburguesía que, mediante un Tratado de Libre Comercio, ha decidido atar el destino de su país al mercado de Estados Unidos. Ello se ha hecho en desmedro de los aún frágiles procesos de integración andina y sudamericana. Ahora Colombia se propone, bajo Uribe, dar un nuevo salto en la entrega de la soberanía colombiana: casarse con los intereses estratégicos estadounidenses en la región y convertirse en plataforma militar yanqui en el corazón mismo de la América del Sur.
Mientras el pueblo puertorriqueño hace pocos años se levantó en rebeldía para forzar el cierre de Roosevelt Roads, la más importante base naval estadounidense en el Caribe, y el fin del uso de la isla-municipio de Vieques para sus ejercicios bélicos, Colombia se presta incondicionalmente para que Washington reemplace con siete bases en el país lo perdido en Puerto Rico y más recientemente en Ecuador. Una de las siete bases, la de Palanquero, será suficiente para trastocar por completo el marco de seguridad regional. Ésta le proveerá a Estados Unidos acceso, por la vía aérea, a todo el continente sudamericano, cuyos aviones militares C17 podrían desplazarse libremente sin necesidad de reabastecimiento de combustible.
«Hablar de soberanía colombiana es un chiste», afirmó recientemente desde Caracas Noam Chomsky. No es para menos. Desde la puesta en marcha del Plan Colombia, bajo la administración del presidente William J. Clinton, lo que se ha vivido en el país suramericano es un proceso de intervención expansiva que, bajo el pretexto de la lucha contra el narcotráfico, sólo ha servido para apuntalar al régimen corrupto y represivo que allí le sirve fielmente de aliado. El resultado ha sido miles de ciudadanos colombianos asesinados y otros miles despojados de sus tierras o desplazados. El principal uso dado a las tropas estadounidenses ha sido en función de la lucha de contrainsurgencia que conduce el gobierno colombiano contra los diferentes movimientos guerrilleros que operan hace años en el país. Este y no otro fue siempre el motivo del lobo. Ahora Washington se propone ampliar las bases de apoyo de su estrategia de contrainsurgencia para garantizar su movilidad operativa hacia el resto de la América nuestra.
«Es la estrategia global de dominación de los Estados Unidos. Esa es la razón, es la razón de esto. Es la razón de que se estén instalando esas bases en Colombia», declaró el presidente venezolano Hugo Chávez Frías en Bariloche ante la reciente Cumbre de la Unión Suramericana de Naciones (Unasur) citada para evaluar la crisis regional creada por la unilateral decisión de Bogotá y Washington de proceder con este controvertible acuerdo. Por su parte, el mandatario ecuatoriano Rafael Correa pidió una reunión urgente con el presidente de Estados Unidos Barack Obama para que dé explicaciones sobre las intenciones de su gobierno. No es posible que se nos siga tratando como colonia y patio trasero, puntualizó.
El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, ha insistido también en que el mandatario estadounidense dialogue con sus pares suramericanos sobre esta expansión significativa de la presencia militar de su país en Colombia. Según se informa, un intento inicial suyo en este sentido, transmitido por vía telefónica, no fue bien recibido por Obama. Éste se negó a acceder a un encuentro en septiembre en Nueva York con los mandatarios suramericanos, con motivo de la sesión de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Obama sigue insistiendo en que no hay nada que discutir y que el tema constituye un asunto estrictamente interno entre Colombia y Estados Unidos. Curiosamente, esa es la misma razón que aduce el gobierno de Washington cada vez que se le pide que rinda cuentas ante la comunidad internacional por la soberanía negada al pueblo puertorriqueño bajo el régimen colonial que mantiene en Puerto Rico.
Por ello la importancia que, no obstante no haber incluido medidas de acción más concretas en la declaración final de la Cumbre del Unasur , los mandatarios presentes expresaron inequívocamente su compromiso en impedir «la injerencia en la soberanía de los pueblos latinoamericanos» e indicaron su deseo de fortalecer la región como una zona de paz.
El presidente ecuatoriano denunció ante el cónclave el completo fracaso del mentado Plan Colombia que, pese a las sumas multimillonarias invertidas, ha fracaso en todos sus objetivos declarados. Luego de más de una década de la presencia y la ayuda militar estadounidense, el narcotráfico sigue pujante, la producción va en incremento y los vínculos de los narcotraficantes con el gobierno ya es notorio. Incluso, se habla de la existencia de un nuevo cartel de la droga en Colombia, integrado por cuadros militares y asesores privados estadounidenses que operan al amparo de las protecciones que les cobija bajo el acuerdo actual. En ese sentido, Colombia sigue siendo uno de los principales proveedores de narcóticos para la mayor concentración de sus consumidores, que están precisamente localizados en Estados Unidos. Al igual que en Puerto Rico, donde el gobierno de Estados Unidos controla fronteras, puertos y aeropuertos, y aún así el país constituye uno de los focos de mayor trasiego de drogas ilegales y de paso se consume en medio de una mortífera guerra social que tiene en éste tráfico una de sus principales causas inmediatas.
Y lo que es peor, en el caso de los puertorriqueños Washington pretendió legitimar su engendro «estadolibrista» mediante la celebración de un referendo y la adopción de una Constitución subordinada al orden político-jurídico estadounidense. En el caso de los colombianos, ni siquiera una consulta popular y en cuanto a la Constitución, se ha ignorado olímpicamente sus disposiciones pertinentes.
El Estado Libre Asociado de Colombia se constituye así a modo de un Estado de hecho producto de un acuerdo inconsulto suscrito por su presidente con el gobierno estadounidense. Por ejemplo, la Constitución de 1991 requiere, cuanto menos, que el acuerdo internacional, al que Uribe califica de hecho irreversible, requiere de la aprobación del Congreso y de un proceso de control de constitucionalidad por la Corte Constitucional del país.
Ante ello el opositor Polo Democrático Alternativo emitió una declaración en la que se refiere a la «indigna condición a la que queda sometida la soberanía nacional» producto de la decisión de Uribe y Obama. «Esta aberrante concesión es contraria a la Constitución. Ni los artículos concernientes a estos asuntos, ni las instancias a las cuales deberían consultarse, han sido respetados. Es una de las más flagrantes violaciones que ha cometido este gobierno al Estado Social de Derecho», señala.
Tal vez habría que concluir que tanto en el caso de Colombia como en el de Puerto Rico, vivimos bajo unos Estados de hecho representativos de un orden imperial para el cual la soberanía de los demás sobra ante la pretendida omnipotencia de la suya. En ese caso, habrá que entender que vivimos en un mundo en que la soberanía sólo puede anidar en otra parte: no en nuestros respectivos gobiernos coloniales o neocoloniales, sino en la fuerza potenciadora del pueblo, como poder soberano originario, para reconstituirla a partir de sus propias luchas y aspiraciones.
El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño «Claridad».