Que la educación es ante todo política, o más exactamente, una faceta consustancial a toda política, queda claramente trazado desde Platón en La República. El gobernante, el príncipe, debe tener en sus manos la educación. Siempre ha sido así en la historia de Occidente. La iglesia en el medievo, con escuelas y universidades. El estado […]
Que la educación es ante todo política, o más exactamente, una faceta consustancial a toda política, queda claramente trazado desde Platón en La República. El gobernante, el príncipe, debe tener en sus manos la educación. Siempre ha sido así en la historia de Occidente. La iglesia en el medievo, con escuelas y universidades. El estado moderno, con las universidades laicas y las escuelas politécnicas. Para Gramsci, el estado era un aparato y una expresión de la dominación de las clases poderosas. Siempre hay, en una sociedad dividida en clases asimétricamente vinculadas entre sí, una clase o (modernamente) una coalición de clases que controlan la ideología, la «cultura», y pugnan porque esa ideología o esa cultura suyas prevalezcan sobre otras alternativas. Ese predominio, esa extensión creciente de una ideología frente a otras, se llama hegemonía. Y un sistema capitalista es más homogéneo, más difícilmente combatible si se dan estrechas interpenetraciones entre el dominio ideológico y el control económico. Creemos que no es ese el caso del capitalismo actual y, especialmente, en los capitalismos «degenerados» (el ejemplo español). Precisamente en las fisuras de una estructura tambaleante, «pegada con cola», sujetada a duras penas con un cemento de tipo propagandístico y jurídico, es posible preparar una sucesión de acciones que podemos llamar –con todo vigor, con toda legitimidad– revolucionarias. La crítica de las ideologías imperantes, legal en la Academia, y tolerada en un régimen formalmente democrático, es un norte que nunca se debiera perder de vista. Allí, en la Universidad, pero también en los institutos y escuelas, habita una población numerosa de «intelectuales» (en el amplio sentido que Gramsci da a este término), más o menos «proletarizados» y zarandeados por una cicatera administración y una no menos roma comunidad. Los educadores viven más o menos «subvalorados», más o menos conformes con el papel incómodo que el sistema les asigna. Un papel que ellos, a cambio de su sueldo, deben asimilar. Por encima de los «especialismos» tecnocráticos –haciendo del profesor una especie de ingeniero, un aplicador de reglas–por encima de los humanismos trasnochados — el profesor sigue representándose como un «perfeccionador» de potencialidades humanas; pero para cambiar las cosas más allá de toda la ideología recibida desde cátedras de Teoría de la Educación o Ciencia Pedagógica, más allá de todo eso, el profesor ha de sentirse, un revolucionario. No hacerlo implicará la ruina definitiva de la sociedad tal y como la conocemos. El fracaso de las técnicas humanísticas de dominación, que tan certeramente destaca P. Sloterdijk , se hace patente al generalizar a todos, por vía de ley, unas posibilidades de instrucción y desarrollo personal que estaban pensadas para apenas una porción social cada día más exigua. El iluminismo «por decreto», la ilustración obligatoria y garantizada ha venido a España (y a otros países occidentales) demasiado tarde. Hoy por hoy el humanismo de nuestros legisladores y pedagogos sólo está creando violencia creciente en las aulas y alienación profesoral. Una muchedumbre de adolescentes incultos e indisciplinados es el primer paso seguro para nuevas oleadas de barbarie. La emancipación forzada se revela, ahora más que nunca, como la contradicción patente de nuestra sociedad, reproducida hoy en escala contenida dentro de las aulas, y a la espera de generalizarse a la sociedad toda.