El estilo de Paul Rusesabagina «Soy un tonto… Me dijeron que era uno de ellos, y yo me… Los vinos, los dulces, los puros, el estilo, y yo me lo tragué, me lo tragué, me lo tragué todo, y solo me dieron su mierda. No tengo historia, no tengo memoria, soy un tonto». El rwandés […]
El estilo de Paul Rusesabagina
«Soy un tonto… Me dijeron que era uno de ellos, y yo me… Los vinos, los dulces, los puros, el estilo, y yo me lo tragué, me lo tragué, me lo tragué todo, y solo me dieron su mierda. No tengo historia, no tengo memoria, soy un tonto».
El rwandés Paul Rusesabagina, subordinado y gerente sobrevenido del hotel «Mille Collines» -propiedad de la multinacional de aerolíneas Sabena en Kigali-, descubre, mientras los Cascos Azules abandonan Ruanda durante la matanza de Tutsis de 1994, después de que el delegado de la corporación belga le entregue las llaves de lo que horas después será un semiclandestino campo de refugiados, que su vida no vale nada, y sobre todo, que su rápida carrera estética de africano a europeo incipiente, tarda unas horas en deshacerse bajo el telón de guerra y olvido.
Rusesabagina, se había asignado un lugar en el mundo bajo una seña de identidad y un imaginario en torno al buen hacer, el bien vestir, el saber decir, una estética y una actitud que tendrían que equipararlo a sus jefes belgas, una especie de atajo por el que las diferencias de clase, historia, residencia y origen, se salvan y se disuelven en los modales y la educación. Tiene además, un privilegio. Vive en lo que durante algunos meses fue la enésima versión de la anomalía africana, pero puede salir y entrar a su antojo en la normalidad occidental del hotel. Esa libertad para entrar y salir de occidente, entrar y salir de África, como sí en vez de nacionalidad rwandesa poseyera pasaporte diplomático, le permite sostener lo que él llama «el estilo» como la virtud que lo salva y lo diferencia de la barbarie en general y de los bárbaros en particular. Es un hombre para el que el infierno está puertas afuera, y que espera paciente y con una sonrisa el día en que su país sea un lugar homologable dentro de la «comunidad internacional».
Lo que descubre ese hombre orgulloso de sus amigos blancos, apolítico y pueril cuando observa desde una rendija que el ejército arresta a uno solo de sus vecinos, posicionado y corajudo a la fuerza cuando la guerra se cuela en la casa, en la esposa, en los hijos y en el refugio de normalidad del «Mille Collines», es que el margen que lo separa de entre los muertos es tan pequeño como el tiempo de vida de una noticia-mercancia o los cálculos políticos, diplomáticos o meramente presupuestarios al otro lado del Atlántico y el Mediterráneo. Efectivamente, tiene el privilegio de su posición económica y social, de algunas deudas y favores sembrados en el camino, de un tramposo carisma y de algunos contactos. Pero, en realidad, aunque aquello será lo que le permita vivir hoy un exilio europeo, tal y como le dice el coronel Oliver -otro belga, responsable de las fuerzas de la ONU en el país- en aquel momento ni ese escalón por encima puede salvarle de la historia y el racismo inscritos en su pasaporte:
– Una mierda, para nosotros sois una mierda
– ¿Quién son nosotros?
– Occidente, todas las superpotencias, todo aquello en lo que crees, Paul, os consideran basura, insignificantes, no valéis nada.
– No entiendo de lo que me está hablando, señor
– Anda ya, no me vengas con gilipolleces, eres el más espabilado que hay aquí, los tienes a todos en la palma de la mano, podrías ser el dueño de este puto hotel si no fuera por una cosa: no eres blanco. No sólo eres negro, eres africano…
Hay un momento de Hotel Rwanda (Terry George, 2004), que relata los hechos de 1994 tal y como los cuenta el Paul Rusesabagina real, en que este es incapaz de ponerse una corbata, prácticamente ha olvidado como se hace el nudo, minutos después de contemplar cientos de cuerpos amontonados en la carretera, a la orilla del río Kagera, tener estilo no solo es una banalidad insoportable y una estupidez mezquina sino algo físicamente imposible.
Cuando dice Rusesabagina «no tengo historia, no tengo memoria», está realmente recuperando el sentido de realidad perdido en la ilusión de dejar de ser quién es. La realidad africana marcada a fuego por la mezcla de devastación colonial y neocolonial y olvido, la realidad según la cual esa relación impide que un europeo se piense amigo de un africano sin ruborizarse, y que un africano se piense amigo de un europeo sin sentirse, a la larga, estúpido o engañado.
El estilo de Bud Fox
¿En que puede parecerse entonces la vida de un africano llamado Paul Rusesabagina a la del joven broker blanco de Wall Street (Oliver Stone, 1987), de nombre Bud Fox?. Viven a uno y otro lado del Imperio, quizás sea difícil imaginar dos realidades tan opuestas: la ciudad de Kigali de 1994 en plena guerra y genocidio, y el New York de 1987 en el cenit de la especulación financiera y la cultura yuppie.
Bud Fox es hijo de un mecánico de aviación, de un sindicalista al que quiere en la superficie y en el fondo desprecia, o quizás al revés o puede que las dos cosas a la vez, quizás no puede dejar de quererle y no puede dejar de despreciarle. Bud Fox es «agente de cambio y bolsa», «un vendedor» según su padre, y está dispuesto a ser a-vasallado (ser hecho vasallo) por el especulador de moda, Gordon Gekko, a cambio de un lugar en la esfera restringida de los grandes negocios. Arremolinado en el camino del éxito, se piensa llamado a un destino mayor, él mismo dice que a «ganarle la partida al mundo». Aprende los códigos de la competitividad, el nihilismo, el fetichismo del dinero, y por supuesto, la mística del estilo, y eso es lo que lo une a Rusesabagina: «Tengo que vestir bien, 400 dólares el traje, yo tengo que vivir en Manhattan para mi trabajo, ya no hay nobleza en ser pobre, papá».
Fox concibe todo lo tocante a su vida como una inversión. Su forma de hablar, su padre e incluso la mujer a la que dice amar, pueden ser un valor de futuro o un valor en alza en la coyuntura adecuada. Ser el hijo del hombre fuerte del sindicato ayuda a persuadir a Gekko de un buen negocio. Para conseguir el estilo, vale por ejemplo que una mujer llamada Darien tenga el valor de un traje o un cuadro, una mujer como un capital a plazo fijo e interés variable. El joven emprendedor no escoge a alguien por conocer, con siete defectos, tres virtudes, y once maneras de temer, sino a una joven decoradora, bien relacionada, muy kitchs y ajustada al estereotipo de ten woman, una abstracción, pero la abstracción adecuada. Y aunque en este caso también la joven decoradora escoge al joven emprendedor como un activo en alza, no deja de manifestarse esa relación de sidecar, de relleno, de un hombre y su mujer en el espacio público. Así se lo dice Gekko: «Voy a hacerte rico, Bud Fox, para que puedas permitirte una mujer como Darien»
Y lo consigue, disfruta de unos meses «entre los grandes», lo que no son mas que unos minutos en los despachos de la última planta. Pero en ese hombre que acaba de alzarse diez escalones de una sola vez, hay una forma de pleitesia y hay una forma de ingenuidad, y cualquiera de las dos es un camino de humillación, y de un camino de humillación solo puede crecer alguien sin escrúpulos, un perro fiel, o ambas cosas a la vez.
En su persecución a Gordon Gekko, hace Bud Fox tantas inclinaciones que termina las cerca de dos horas de metraje realmente jorobado. Se produce ese proceso de a-vasallamiento del que hablamos. Al final el estilo no es mas que la carcasa bajo la que se inclina la conciencia del esclavo, el esclavo que quiere ser amo, el esclavo que niega la dignidad de la lucha deslumbrado por la indignidad audaz y manipuladora del poder, el sujeto perfecto para convertirse en hombre de paja, en la cabeza de puente para quebrar la empresa donde trabaja su propio padre.
Pero esa condición de hombre de paja, es posible gracias a esa forma de ingenuidad del esclavo que tiene tanta fe en el enriquecimiento como camino de redención, como en su propia bondad y en la compatibilidad de los negocios con la amistad y la filantropía. Si Gekko el amo puede destruir una pequeña empresa de aviación, es porque Fox el esclavo cree que puede salvarla de la quiebra gracias al amigo Gekko. Y no son compatibles, ni el enriquecimiento y la explotación con la bondad ni la filantropía, ni la amistad con la relación entre el amo y el esclavo. Así se lo dice Gekko: «Eres un ciego que anda por el mundo sin bastón. Un tonto y su dinero no andan durante mucho tiempo juntos».
Aparte de las buenas intenciones del co-guionista Stanley Weiser o de ese lado tan dickensiano de Oliver Stone, es justo la ingenuidad la que le frena en ese recorrido a la mezquindad. El choque entre las buenas inteciones y la realidad de los actos y sus consecuencias, solo puede abrir el trance de una reflexión o de la degradación absoluta. Es la otra cosa que une a Fox con Rusesabagina, el momento en que de una presunta relación cómplice se desprende el abismo geométrico entre encima y debajo, entre explotador y explotado, cuando la contradicción insalvable queda abierta porque quizás al perdedor le queda todavía un atisbo de lucidez, pero sobre todo porque nuestro amigo estaba jugando a las grandes finanzas pero trabajando a destajo y por cuenta ajena.
Antes de que el suelo se abra bajo sus pies, cuando dos inspectores de la bolsa de Nueva York lo esperan en su oficina para conducirlo ante la autoridad competente por actividades especulativas -en el templo de la especulación financiera-, un viejo agente de bolsa le dice: «Un hombre mira hacia el vacío. En ese momento sabe lo que es, y eso es lo que le salva». Entonces le queda únicamente el lastre que había tratado de abandonar: la historia y el lugar de donde viene, la ética de la resistencia del padre, quizás arcaica y poco estilizada, pero la única conocida en kilómetros a la redonda.
La voluntad individualizada y la imagen de la felicidad
El dogma del éxito individual, un canon que mas allá del juicio que nos merezcan por separado, en el imaginario colectivo se aplica igual a un director de cine independiente como a un especulador en bolsa, ha provocado una sobrevaloración de la voluntad individualizada, lo que se ha llamado en los mitos y los relatos «el hombre hecho a sí mismo». Este axioma, alimenta tiempo ha un desdén y un profundo desconocimiento de los derechos sociales y por los frutos de las luchas colectivas en general, por su sentido histórico y su valor social y también individual, además de contribuir a la pelea entre iguales y a la apatía y la insensibilidad de clase o meramente ética y social.
Se sobredimensiona la voluntad individual, pero paradójicamente no se refleja en una valoración del esfuerzo o de la duración de los procesos, una y otra cosa se consideran una especie de maldición bíblica que nos alejaría de un bienestar absoluto. La clientela de ING Direct y las jóvenes simpatiquísimas que conducen con soltura y desenfado un Wolswagen Golf, no trabajan ni hacen las cuentas, no corren nunca el riesgo de un deshaucio ni un embargo, y sin embargo, son la imagen, no ya de la felicidad sino de la normalidad, y la quintaesencia del estilo de vida, que es la alternativa a las identidades comunes del imperativo categórico postmoderno. Esos iconos de anuncio y teleserie, representan un mundo de posibilidades ilimitadas, elecciones sencillas y transiciones fáciles, que cuando se refleja en la realidad y en las derrotas, lo que duele de estas no es su verdadera dimensión personal o colectiva, el conflicto vital que tiene lugar, sino el desgarramiento que supone no poder hacer un zapping con tu vida.
También el principio de placer o el mas banal disfrute de los objetos de consumo, ha desaparecido bajo una mezcla de ansiedad y aplacamiento, bajo el hambre desatada y la dosis de olvido cotidiana. Tampoco cabe un planteamiento ético y político ni un proyecto de resistencia vital, y buena parte, quizás la mayoría de las afinidades personales, se construyen desde un utilitarismo temporal y eliminando la exposición a dolor ajeno, y en lo posible al dolor propio.
Estamos ante una población que, viviendo en una interminable foto finish económica, social y emocional, mas que vivir una vida buena o una vida feliz reproduce la imagen social de la felicidad hasta donde puede, a través de los objetos y las poses. Como indica Enrique González Duro, «un futuro así ya no se fundamenta en el pasado, sino que es un futuro de potencialidades huecas, en el que «todo es posible»; es el futuro de unos deseos y anhelos ilimitados, sin obstáculos ni restricciones y ambiciosamente optimista. Su traducción espacial es la expansión ilimitada, brillante, radiante, y su expresión cósmica es el paisaje, el cielo, el aire, el éter, el mundo etéreo… Pero cuando ese mundo sin contornos sustituye al mundo real de la acción práctica, tarde o temprano la base histórico-vital de la existencia hace acto de presencia, como llamada al pasado, como la conciencia de que hay que volver a la tierra. Puede ocurrir que el autoproyecto para la construcción del yo quede sustituido por el pasado a secas -sin relación con el futuro-, para andar a la deriva y sin rumbo fijo. Ese ir a la deriva se expresa a través de la melancolía o la depresión«1
Hay una pérdida del sentido de realidad, en la forma de mirar y de mirarse, de sentir y de sentirse, de ver y de ser visto, y también en las formas que adquieren la esperanza y la desesperación.
El destino mejor de las clases medías
Si pudiéramos hablar de una condición global de las clases medías, quizás uno de sus rasgos sería esa confianza, a prueba de todo tipo de pruebas en contra, en un destino mejor, que cuando se trunca se revuelve melancolía o depresión como indica Gonzalez Duro. Hay que aclarar que sí hablamos de clases medías, no nos referimos a un lugar neutro, sociológico e inmutable que se encuentra entre la máxima explotación y el enriquecimiento extremo. Hablamos de población generalmente trabajadora, que temporal o generacionalmente se convierte en pequeño empresariado y propietario, y se reconvierte a su vez en gente asalariada dependiendo de las circunstancias y los ciclos económicos, y que entre destello y destello de euforia desarrollista, suele vivir en el límite de sus posibilidades, con numerosas dificultades y no raramente pisando la línea de pobreza.
En el estado español, según el informe FUNCAS (Fundación de Cajas de Ahorro) de marzo de 2006, sólo un 21% de la población es optimista respecto al futuro económico en general, y por tanto prácticamente cuatro de cada cinco son relativa o radicalmente pesimistas. El informe, citado literalmente, señala que por cada «optimista radical» -la economía mejora y seguirá mejorando-, aparecen tres «pesimistas radicales». Un pesimismo poco melancólico y mas que razonable cuando el 66% de las familias no consigue ahorrar y el 57% tiene dificultades para llegar a fin de mes, según el Banco de España. A eso hay que añadirle que, mientras las generaciones intermedias (entre 40 y 65 años) han consolidado cierta estabilidad económica, la situación de la población anciana como de la juventud, indican dos curvas claramente destructoras del nivel de vida. Los 5.147.257 de jubilados que no superan los 583 euros mensuales, los 4.649.655 de precarios que apenas alcanzan los 400, y el 57% de jóvenes entre 16 y 30 años sometidos a la contratación temporal sistemática, son la punta del iceberg de una realidad que, con sus variables, solo ofrece indicios de empeoramiento.
En cambio, el mismo informe FUNCAS señala que la deuda financiera total de las familias, 674.410 millones de euros, es el equivalente al 76% del Producto Interior Bruto. El crédito al consumo (electrodomésticos, viajes, automoviles…), ocupa hoy un 7% del PIB, y proporcionó solo en los primeros ocho meses del 2005 31.000 millones de euros a las entidades financieras y de crédito. Además, estamos ante algo diferente a lo que con ligereza se denomina «crecimiento del nivel de vida», si pensamos en el esfuerzo, un 60% de los ingresos familiares y de las deudas acumuladas, dedicado al bien básico mas cotizado hoy: la vivienda.
Lo que llama la atención es el elevado nivel de endeudamento, gasto y consumo, en una sociedad de «pesimistas radicales», de gente que no llega a fin de mes pero aplica el tope de su capacidad de deuda, algo que solo se explica por la confianza que tienen los pesimistas en estar libres de un destino pésimo. Es una confianza paradójica porque con ella aumenta el consumo de desconfianza, de dispositivos de seguridad como alarmas, seguros de vida…, o no tanto, porque de lo que estamos seguros es de que seguiremos dentro mientras los otros, algunos, nunca nosotros, quebrarán su tabla de salvación y se quedarán fuera.
La posibilidad de una pequeña acumulación de propiedades y objetos de consumo, que en Kigali o Gaza es una suerte, y que en Madrid, Londres o Los Ángeles, se vive como una especie de derecho natural, en cualquiera de los casos conforma una superstición cotidiana, en la que la televisión, el coche o el apartamento en la playa, son signos de prosperidad que adquieren un sentido protección. Es verdad que unos ahorros o una segunda propiedad ofrecen cierta garantía material frente a los avatares del futuro, pero en estos y el resto de objetos de consumo -que se desechan y se renuevan constantemente- se deposita una confianza simbólica, ellos significan, de alguna manera, que se está en y del lado bueno.
A la vez, las cosas nos protegen porque justifican y le dan sentido -triste pero efectivo- a la soledad y el aislamiento. Las cosas son el entretenimiento que permite vivir en un infinito aplazamiento del malestar y establecer una distancia frente a un mundo exterior («Bienvenido a la república independiente de tu casa»).
«En un interesante estudio europeo (SARTRE 3) una amplia mayoría de los conductores decían conducir a la velocidad del resto. Sin embargo, a la pregunta por la velocidad de los otros conductores, el 73% de los encuestados opinaba que los demás sobrepasaban los límites de velocidad frecuentemente, muy frecuentemente o siempre… Paradójicamente, las mejoras en el vehículo, encaminadas en muchos casos a la seguridad del conductor, consiguen que éste deje de ser consciente de la velocidad a la que circula y los peligros que ello conlleva»2
En este párrafo, donde es imposible discernir la realidad de la metáfora, comprobamos que la confianza en una salvación individual, se desdobla en insolidaridad e irresponsabilidad. Existe la sensación, a pesar de nuestra invulnerabilidad aprendida, de que hay un riesgo cierto en la marcha de las cosas, pero la mayoría tiene -tenemos- la íntima maldad y la esperanza manifiesta, de ver como otros caen y esquivar la malasombra jugando bien las propias cartas.
Capital y moral de la imagen
La química entre el dogma individualista y el peso de la imagen en el sistema de relaciones sociales y económicas, ha dado el fruto de una especie delirio cotidiano que, por otra parte, no deja moverse dentro de un viejo conflicto entre el ser, el poder ser y el querer ser. Aunque el licenciado Verdugo de la novela de Paco Ignacio Taibo II «Sombra de la sombra» (Txalaparta 1996) supera en su vida y con creces esa diseminación vital, quizás este fragmento sirva para definir bastante bien la melancolía asociada al modelo de vida postmoderno: «El personaje que se ha inventado, que se llama como él, que se pone sus trajes, usa su sombrero y luce su herida, no le acaba de gustar».
Hoy, la personalidad, el carisma como esa mezcla de poder y magnetismo sobre los demás, y lo que aquí llamamos el estilo para referirnos a una ambición subjetiva, estética y superficial, se han convertido en determinantes para la existencia misma, para las motivaciones y los comportamientos individuales y colectivos. Es algo especialmente visible en espacios como el de lo alternativo, en la academía y el submundo o supramundo artístico, pero en general, la imagen ha adquirido un valor transversal, un sentido marcadamente económico, moral y social. Si en otros tiempos insultos como «judío» representaban la traición o la usura a través del arraigado antijudaismo español, hoy uno de los peores insultos que se le pueden escupir a nadie a la cara es «no tienes personalidad», y al contrario, para consolar la timidez, las fealdades o las rarezas fuera de los cánones, a los chavales se les reafirma con aquello de «tienes mucha personalidad». Expresiones que determinan una especie de defecto congénito o falla educativa, y donde se refleja lo que podemos llamar un racismo carismático dominante.
Dar la talla significa hoy menos que nunca estar a la altura ética y personal de las circunstancias propias y ajenas, y significa cada vez mas tener percha, concebirse como un maniquí flexible capaz de vestir los trajes adecuados para cada situación. González Duro lo define así cuando habla del «estilo de vida» como la identidad postmoderna: «un conjunto de prácticas sucesivas que satisfacen las necesidades utilitarias y dan forma concreta a la identidad del yo. Son prácticas rutinarias, presentes en los hábitos de vestir, el comer, los modos de actuar y los medios de encontrarse con los demás, y que están reflejamente abiertas al cambio. La noción de estilo de vida suele referirse al área de consumo y al tiempo de ocio, porque el mundo del trabajo está dominado por la compulsión económica y la disciplina laboral. Aunque el trabajo en absoluto está separado del territorio de las elecciones plurales y la elección del trabajo y del medio del trabajo son básicas en la orientación del estilo de vida»3.
De ahí se deriva un capital de imagen. Lo que Santiago Alba ha definido como el prestigio para referirse estrictamente «al fetichismo de la mercancía en el terreno de la circulación mediática»4, es en realidad una capitalización de la imagen que se extiende a través de todo lo que sea existir y trabajar. Ya sea como parte del esperpento rosa de la Duquesa de Alba o Carlos de Inglaterra ya como el derecho de copia sobre Ronaldinho o las gemelas Whilliams, los derechos de imagen habituales hoy en el contrato de un futbolista, una tenista, un príncipe o una aristócrata, son la exageración de una exigencia que por ejemplo, en el caso de la imposición anoréxica a las vendedoras de Zara o en la labor de inquisidor y filtrador de fuerza de trabajo de un psicólogo de la ETT Adecco, no figura en nómina pero se requiere, se explota y proporciona ingentes servicios y beneficios. Es difícil medir su valor pero bastante fácil sacarle provecho, y a la vez es el salvoconducto, un mínimo a poseer o simular, una condición previa para formar parte del mercado laboral. Labores que no necesariamente tienen una función cara al público, como una basurera o un cocinero, se someten a test de imagen que miden los rasgos del carácter hasta encontrar el ser flexible y competitivo en el que se resumen los deseos de la empresa. Por tanto, no estamos hablando del estilo como una especie de excentricidad contemporánea sino como una exigencia estructural.
Naturalmente en ese juego de seducciones, engaños y autoengaños, la madeja crece conforme avanza la vida, y la dificultad para distinguir lo verdadero de lo falso y lo necesario de lo superfluo, crece sin posibilidad de pararse a reconocer que son inercias y que son elecciones. Sobre esto, la omnipotencia mediática y tecnológica, ha multiplicado el poder estratégico y material para la socialización de estereotipos humanos, de modelos de comportamiento y de mensajes ideológicos, que se materializa en una exigencia social y en un imperativo moral, una moral de la imagen.
Considerando que para bien o para mal, como una falsa conciencia o como una conciencia material y ética respecto a la realidad, como una imposición social y tradicional o como una elección y una opción personal, la moral es aquello provoca una tranquilidad personal o colectiva o un íntimo o público malestar por lo bien hecho o lo mal hecho, hoy, la consecución, la frustración o el miedo a tener o no tener el estilo, el carisma, la personalidad necesarios para tener éxito, es un rasgo típico de ese malestar o bienestar en la cultura de nuestro tiempo. ¿De que hablan y a que le temen si no las pacientes anoréxicas, cuando se refieren a un sentimiento de culpabilidad en el simple ejercicio de comer? ¿Y que son los anuncios de Corporación Dermoestética, Danone, Sunsilk o Vive-Soy sino una forma de atiborramiento moral inseparable de sus fines comerciales?. Es una paradoja grotesca ese purismo y puritanismo de la vida sana en un mundo que se ensaña con todo lo que se refiere a la salud, enviando además sus mensajes a partir de una legión inacabable de objetos de consumo.
Entre los anunciantes -solo por citar uno de los agentes principales del mensaje- y el público, existe una relación doctrinal, y el uso cada vez mayor de pseudoespecialistas, de famosos con prestigio, del lenguaje y la pseudodivulgación científica o del lenguaje poético, son una radicalización de ese tipo de relación. Ese adoctrinamiento es además, en cierto modo, indiscutible, precisamente por su ausencia de contenidos. ¿Quién puede debatir, refrendar o combatir «el placer de conducir»?, no podríamos hacerlo sin estar hablando sobre una tontería, mientras somos explotados, agredidas o mientras hay muertos en Iraq o «ejecuciones extrajuiciales» en Palestina.
Los viejos dogmas religiosos, el nacionalcatolicismo, el stalinismo, el sionismo, el socialismo, el anarquismo, el liberalismo, o el nazismo… tienen un contenido y por tanto la duda incrustada a su existencia, mientras que en este caso nos obligan a una pelea contra el vacío, y esa es quizás la peculiaridad y la, por ahora, victoria de la vida artificial sobre nuestras vidas. En ese adoctrinamiento mediático, el capitalismo y la ideología neoliberal hacen «como si no existieran». El debate de contenidos está reservado a las elites políticas, empresariales y financieras, mientras que respecto a la población, la propaganda neoliberal no necesita de la política, ni de la propaganda siquiera, ya que la estructura general de los medios de comunicación y la columna vertebral del mercado publicitario, es suficiente para que el modelo de sabiduría neoliberal se propague y se reproduzca de manera indiscutible.
La destrucción «cool» de lo social
Ese carácter indiscutible se refleja también en lo que podemos llamar la banalidad personal e intransferible de los «estilos de vida». ¿Quién va a discutir sobre la virtud o lo contrarío de ser freak informatico, siniestro kitchs o ágil emprendedor?. Pongamos como ejemplo un reciente titular del diario Granada Hoy: «Una de cada cinco emprendedoras granadinas ha conseguido montar una empresa» (25/04/06). ¿Que significado y que identificación tiene aquí un término como «emprendedora»?. La noticia se refiere a mujeres que solicitaron subvenciones de la Junta de Andalucía para un proyecto de empresa, y por tanto se caracterizan mucho menos por lo que son que por lo que «quieren ser». De cualquier manera, el concepto no habla de mujeres trabajadoras ni de mujeres empresarias, y desde luego no están incluidas las que hacen exclusivamente el trabajo familiar de cuidados. El término, entonces, no se refiere ni a ninguna actividad, ni a ninguna condición económica concreta, ni a una determinada relación de poder con el género masculino. La mujer emprendedora es un estilo que probablemente solo podría explicarse con un publireportaje, pero nunca con un concepto referido a la realidad cotidiana o a una práctica o una posición social.
El estilo ha destituido las identidades de clase, género, étnicas y nacionales, y ha consagrado «la destrucción «cool» de lo social»5. Cada uno de estos planos de identidad, han necesitado, necesitan y necesitarán una profunda crítica y autocrítica, porque precisamente es en ellos donde se han pensado, entendido y combatido las relaciones de poder y explotación. Su expulsión no de la realidad pero si del diccionario de términos y definiciones aceptables, su relegación al limbo de lo retrógrado, no ha hecho desaparecer ni las identidades ni las relaciones de poder, pero sí ha hecho desaparecer el lugar donde se produce el debate, la crítica y la pelea, ofreciendo como alternativa variadas formas de la nada.
Se ha instaurado un nuevo positivismo, el se tu mismo, un ser-en-el-mundo que se basa tanto en la búsqueda de alguna desconocida esencia personal que estaría contaminada por las influencias externas, como en la construcción de un ego -la autoestima, la autoayuda- de donde provienen todos los problemas y de cuya composición o recomposición depende el sentirse bien. A la vez la velocidad de las modas -hombres metrosexuales, jóvenes JASP, mujeres Briget Jones…-, da lugar a un ser-en-el-tiempo que no deja espacio a la reflexión, creando un mercado de identidades basura que, en realidad, ofrecen a un vacío posterior donde quepa el traje nuevo de la nueva imagen del éxito. En un contexto de sobredosis de subjetividad, el paso por las edades de la vida se convierte en un proceso involutivo, en una especie de angustia metafísica por un yo puro inalcanzable.
Esa destitución de las identidades en nombre del estilo de vida también ha hecho desaparecer el terreno donde es posible la solidaridad. Esta, que cuando se le ofrece al que está debajo es caridad, y cuando se le regala al que está encima es vasallaje, solo es posible entre iguales relativos. Cuando, por ejemplo, un hombre renuncia, de diferentes maneras, a los privilegios que le corresponden por ser hombre, no está siendo solidario en el acto, sino sentando las bases para que la solidaridad sea posible en adelante. En esta línea y recogiendo el ejemplo anterior, a cinco mujeres a las que un periódico llama «emprendedoras» pero que probablemente están separadas por su condición económica puede unirlas una agresión patriarcal, pero nunca un estilo de vida.
Así, la destrucción de las identidades comunes no es, de ninguna de las maneras, un recorrido hacía la libertad individual, sino al contrarío, la construcción de una individualidad y una subjetividad frágil con apariencia fuerte, débil con el poder político y económico y agresiva con los iguales, impecable en la superficie y empantanada en el fondo de los sentimientos y las emociones. De la misma manera, ha sido la desaparición virtual del campo de batalla político y de los espacios de crítica y organización social.
La reconstrucción de un proyecto de resistencia individual y colectivo, y la posibilidad de que algún día deje de ser defensivo para ser -en todos los sentidos- ofensivo, depende de reencontrar esas identidades comunes, no como un esencialismo o como la base de nuevos productos o subproductos ideológicos. Sino como los espacios donde reconocer el conflicto y las relaciones de poder cotidianas, donde cambiar la convivencia en el entorno inmediato, y donde poder identificar las necesidades políticas y organizativas.
—Notas
[1] Enrique González Duro, «Tiempo y narcisismo patológico», fanzine fotocopiado. Luna negra ediciones-Murcia.
2 Isidro Jiménez, «Mi tarjeta de crédito se hace de 0 a 100 en 10 segundos», ConsumeHastaMorir
3 Enrique González Duro, op.cit.
4 Santiago Alba Rico, «Los intelectuales y la política: de vuelta a la realidad», en la revista Archipiélago, reproducido www.rebelion.org 22-07-2005
5 Enrique González Duro, op.cit.