En cierta ocasión, alguna de sus diversas benefactoras escribió refiriéndose a Jean de La Fontaine: «Hoy estoy sola. Despedí a todos mis sirvientes y me quedé con mis animalitos y mi pequeño La Fontaine». No obstante, hoy, casi cuatrocientos años después, todos recordamos al gran poeta y fabulista francés y quizás no exista nadie que […]
En cierta ocasión, alguna de sus diversas benefactoras escribió refiriéndose a Jean de La Fontaine: «Hoy estoy sola. Despedí a todos mis sirvientes y me quedé con mis animalitos y mi pequeño La Fontaine». No obstante, hoy, casi cuatrocientos años después, todos recordamos al gran poeta y fabulista francés y quizás no exista nadie que sepa ni del nombre ni de la vida de aquella insolente mujer que sólo es registrada en la historia por este cruel desliz. Igualmente, sabemos de las escollos iniciales que tuvo el uruguayo Mario Benedetti para acceder a la publicación de sus libros al inicio de su brillante carrera, llevándolo a cometer como él mismo dice, audaces »operaciones bancarias de mi sueldo» para editar y dar a conocer sus primeros siete títulos.
Y traigo a cuento este par de anécdotas porque no hace mucho la periodista y escritora española Rosa Montero publicaba en el conspicuo Babelia (Suplemento cultural del diario El País de Madrid), un artículo que dio en llamar «Escribir es resistir». Al toparnos con él, sólo atinamos a pensar si ella imaginaba con tamaño título de insurrecto contenido lo que de inmediato podíamos presumir nosotros y tantos otros escritores motivados en alto grado por el hábito de la política. Y es que al rompe se alcanzaba a intuir de aquella provocadora sentencia una propuesta llena de implicaciones sociales que nos hizo volver alegremente la mirada a Sartre y a la otrora polémica prédica suya de la responsabilidad política del escritor («He visto niños morirse de hambre. Frente a un niño moribundo, «La náusea» no tiene peso»).
Pero no. Apenas iniciada la lectura descubrimos que su preocupación era diametralmente opuesta a lo que hubiésemos querido que ella tratara. Sin embargo, estos planteamientos suyos de ahora, que como tantos otros gozan de una muy buena factura lingüística y de una honradez conceptual evidente, acometen, por suerte, una muy seria y penosa situación personal que le es común a todos y cada uno de los escritores y que ella resume invocando el título de esa reciente columna con estas palabras: «Por eso digo que escribir novelas es resistir».
Y entonces, allí sí, para ser explícita sobre este tema del escritor y sus apuros y obstáculos, nuestra Rosa Montero comienza esbozando la idea de que si para vivir el hombre enfrenta la necesidad de la resistencia, para escribir no le queda más remedio que echar mano de la tenacidad, superior ésta -según ella y con lo que inevitablemente estamos de acuerdo-, al recurrente «talento» de los creadores. Valen más que el talento, la constancia y los esfuerzos, enfatiza. Y a renglón seguido se explaya en ese drama en el que se desenvuelven los escritores de aquí y de allá y de cuyas vicisitudes y angustias sólo ellos, en cuanto víctimas, pueden dar fe o ser testigos. ¿A quién más podría importarle el tránsito tantas veces infernal entre la hoja en blanco y la olorosa impresión en el periódico, el libro o la revista?
«… soportar el desdén de los editores, los adelantos a menudo miserables, las cifras de ventas muchas veces ridículas, las críticas que pueden ser feroces, la destrucción de la edición porque no se vende, la falta total de eco en la prensa, el desinterés general engullendo y sepultando tu libro como una colada de achicharrante lava. El alegre chisporroteo del mercado y la caída de ojos de Paul Auster han hecho creer a la gente que esto de ser novelista es un oficio glamuroso, pero en la vida real la inmensa mayoría de los escritores han de sobrellevar una infinidad de humillaciones. Y cuando son autores de raza, cuando de verdad les mueve la pasión por la literatura, ¡con qué impavidez se dejan maltratar por el bien de su obra!»
Y es que el desgaste emocional y sicológico -y hasta gástrico- del escritor por publicar no tiene límites. Hay que verles pisoteados sus sueños aquí en Colombia a centenares y tal vez miles de jóvenes y viejos. Unos pocos «afortunados», recibiendo respuestas evasivas de las editoriales o de los medios de comunicación impresos o en línea con secciones culturales supuestamente a «su servicio». El resto -¡y qué resto!-, casi todos, percibiendo como única retribución a sus desvelos la más degradante y perversa de las «gratificaciones»: el silencio.
Cuánta razón le cabe a la reclamación de uno de ellos: «Eran famosos los llamados «colchones editoriales» que dormían el sueño de los justos durante años y años. El camino más corto para la publicación -definitivamente- eran los premios.»
Así, pues, dada la magnitud de las dificultades por las que atraviesa un escritor, una eventual indemnización futura a toda esta agonía tendrá algún día que reconocérsela, aceptando como una especie de «plusvalía» el fruto, exitoso o no, de su trabajo con la palabra.
Porque es que en ellos no pudo haberse inspirado Mahatma Gandhi cuando afirmaba que «nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado».
Ojalá que con el exceso de las utilidades del gran capital se pueda crear un pequeño fondo que sirva y estimule la vida y la obra de tantos escritores anónimos que penan por ahí su incomprensión.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.