Si un extraterrestre observara la Tierra, tendría la impresión de que está llena de locos de atar y ambiciosos en extremo, que están arrasando con todo. Él repetiría las acertadas palabras del predicador: Vanidad de vanidades, todo es vanidad;pues la gente vanagloriosa ha convertido al mundo en algo comparable a un hormiguero en el que […]
Si un extraterrestre observara la Tierra, tendría la impresión de que está llena de locos de atar y ambiciosos en extremo, que están arrasando con todo. Él repetiría las acertadas palabras del predicador: Vanidad de vanidades, todo es vanidad;pues la gente vanagloriosa ha convertido al mundo en algo comparable a un hormiguero en el que las hormigas corren sin orden, destruyendo a su paso lo que encuentran. Desde el infinito cielo vería a la gente explorando las entrañas de las selvas, los
desiertos y las montañas en busca de sus ocultas riquezas, construyendo complejos para explotarlas, fábricas para transformarlas y grandes industrias produciendo medios de transporte para trasladar a los trabajadores que laboran en este intrincado ingenio.
Percibiría a la gente siguiendo el rastro de un metal amarillo; después lo vería, convertido en lingotes, vuelto a enterrar en las grandes bóvedas de los bancos. Descubriría que los Estados Unidos es dueño de una gigantesca imprenta que genera pedazos de papel verde para intercambiarlos por este metal. Se asombraría de ver que parte del mismo es desenterrado, fundido y exhibido en joyerías, después de ser unido a unas piedras de brillantes colores. Allá vería llegar a unos señores y
adquirir estos objetos para unas damas, que de nuevo los guardan en los bancos para impedir que alguien se los arrebate. Luego las vería usar bisuterías, copias exactas a los que atesoran, en unas reuniones donde comen y beben como descosidos.
En la contraparte, el extraterrestre vería una multitud de rostros famélicos y desaliñados, que vive en tugurios enferma de males que no puede remediar por falta de medios económicos, vagar por el mundo en busca de un mendrugo de pan para sus hambrientos hijos y descubriría -¡qué absurdo!- que ellos son los indiscutibles productores de esas riquezas. Se daría cuenta de que a otro sector de la sociedad se le enseña a asesinar a sus semejantes, para lo cual se le proporciona artefactos costosos y sofisticados; también lo vería imponer gobiernos marionetas para defender los intereses espúreos de los aprovechadores de todas las riquezas.
Asimismo percibiría la existencia de personas laborando en los medios de comunicación de cualquier índole, que intentan justificar racionalmente esta inmensa irracionalidad. Vería que hay instituciones cuyos funcionarios viajan por el mundo repartiendo unas migajas para tranquilizar la conciencia de los explotadores y con los salarios de los cuales se podría alimentar a millones de hambrientos. Y por último, para completar este manicomio, encontraría a la gente talentosa esforzándose por complacer a los dueños del metal amarillo; sentiría asco de verlos enriquecerse a costa de la miseria humana, vendiendo caro los cuadros en que pintan la pobreza, los libros que describen el hambre, las canciones que enaltecen al indigente y los poemas que evocan la diaria gesta del explotado. Esto es lo que, lastimosamente, observaría y que nadie quiere ver. ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!, viejas y sabias palabras que muchos apetecen olvidar.
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