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El fiasco

Fuentes: Quilombo

Todos esperaban un resultado decepcionante, y así fue. En lugar de un tratado sobre el clima, jurídicamente vinculante, que sustituyera al Protocolo de Kioto, o al menos un acuerdo político consensuado por todos los países participantes en la decimoquinta Cumbre de Copenhague, unas pocas potencias (Estados Unidos, China, Brasil, India y Sudáfrica) acabaron negociando, al […]

Todos esperaban un resultado decepcionante, y así fue. En lugar de un tratado sobre el clima, jurídicamente vinculante, que sustituyera al Protocolo de Kioto, o al menos un acuerdo político consensuado por todos los países participantes en la decimoquinta Cumbre de Copenhague, unas pocas potencias (Estados Unidos, China, Brasil, India y Sudáfrica) acabaron negociando, al margen de Naciones Unidas, una carta de intención a la que luego se adhirieron a regañadientes el resto, con algunas excepciones como Venezuela, Bolivia, Cuba, Nicaragua y Sudán. Finalmente, la ONU se limitó a «tomar nota» de un acuerdo que expresa la necesidad de que la temperatura global no suba más de dos grados centígrados, y donde se promete un paquete financiero que ayude a los países en desarrollo a adaptarse al calentamiento global y que evite la deforestación.

Aunque ahora todos buscan culpables con los que salvar la cara, lo cierto es que quienes se han irritado más son los europeos, que hablan abiertamente de fracaso. La diferencia de tono entre la prensa corporativa europea y la de otras regiones es notoria: en Japón (país que ha tenido un protagonismo reducido) o Estados Unidos valoran el hecho de que se haya obtenido algún tipo de acuerdo que incluya a los principales países contaminantes. El enfado del Reino Unido, Francia y otros países europeos se explica, por un lado, por la presión de los grupos y partidos ecologistas; y, por otro, por las esperanzas puestas por su sector financiero, que esperaba reglas que aclarasen el futuro del mercado de derechos de emisión. En este proceso la Unión Europea ha sido la gran ausente, a pesar de que Dinamarca era el país huésped de la Cumbre, y a pesar de que la presidencia sueca había situado Copenhague como una de sus prioridades. La UE había mostrado sus cartas muy pronto, había confiado en el marco de Naciones Unidas y había hecho depender su posición de lo que hicieran los demás, especialmente Estados Unidos y China, que acabaron negociando por su cuenta. A lo cual no ayudó el que países como Dinamarca o Francia hayan ido un poco por libre.

En realidad, la desconfianza que han mostrado todos con su estrategia del «tú primero» se explica por el arraigo de la idea de que el recorte de emisiones de gases de efecto invernadero afecta negativamente a la economía y a la competitividad, en lugar de pensar la economía de otra manera. Por más que se intenten internalizar los costes de la producción industrial por medio de las finanzas, si se mantiene la distinción conceptual entre economía y política (ecológica), los gobiernos continuarán asumiendo que una menor contaminación de la atmósfera necesariamente implica un «mal necesario» o una penosa «concesión» que hay que justificar luego internamente.

Como ya pusiera de manifiesto el crack financiero y la recesión mundial, la crisis es ante todo una crisis del control biopolítico, de «governance«. La Unión Europea y Rusia son las dos grandes entidades políticas -ambas europeas- de dimensión continental que han quedado al margen de la negociación final del acuerdo de mínimos. A su vez, la ONU ha vuelto a mostrar una vez más la inadecuación de su estructura para las exigencias de la gobernanza global. La proliferación de grupos informales, según los temas de la agenda polítical, entre Estados (G-20) o entre diversos actores de la aristocracia mundial (Davos) parece que seguirá siendo la norma a falta de algo mejor. La década que ahora se cierra ha presenciado tanto el fracaso del unilateralismo (personificado en el desastroso Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense de los republicanos neoconservadores) como el del multilateralismo, con una ONU desde hace tiempo en franca decadencia, una OTAN inoperante en Afganistán y un directorio, el del G8, que ha tenido que ampliarse para legitimar sus decisiones sobre la crisis financiera.

En este contexto, se entiende mejor el Premio Nobel que se ha concedido este año a la profesora Elinor Ostrom por su trabajo sobre los bienes comunes. En una entrevista al semanario Der Spiegel, Ostrom declaró que «no basta con fijar reglas desde arriba», como se hace cuando se regula la propiedad privada o la pública (estatal). «Las comunidades exitosas suelen partir de unos pocos principios comunes (controlar y sancionar a los participantes, por ejemplo).» De esta manera se puede crear la confianza necesaria entre los participantes. Dicho así, parece que estuviera dando la razón al cónclave informal de Copenhague, pero en realidad por participantes se refiere a los ciudadanos y las empresas. Estas declaraciones vienen precedidas de su último estudio, publicado por el Banco Mundial en octubre de este año, en el que propone precisamente un enfoque diferente de las políticas públicas sobre cambio climático. Según Ostrom, difícilmente se podrá generar una acción política colectiva a partir de políticas adoptadas únicamente a escala global, pues nunca podrán obviar el llamado «problema del polizón» (free rider problem). Una acción colectiva podrá realizarse mejor si se trata desde múltiples escalas o niveles, de ahí que proponga un «enfoque policéntrico», expresión que ya desarrollara en su discurso de aceptación del Premio Nobel. Hay que tener en cuenta que este ensayo fue publicado por el Banco Mundial como documento preparatorio del Informe sobre el Desarrollo Mundial de 2010. Por lo visto, el Banco Mundial y otras instituciones, a su manera, también habrían «tomado nota». Podemos imaginarnos con qué propósitos.

Fuente:http://www.javierortiz.net/voz/samuel