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El fin de la democracia burguesa

Fuentes: Rebelión

Todo ciudadano occidental consciente se ve dominado desde hace tiempo por la sensación de sentirse inmerso en una corriente de cambios significativos que afectan al diseño de la estructura política, cambios que anuncian una regresión en los llamados sistemas democráticos de los países capitalistas. ¿Cuándo empezó esta corriente, en qué consiste y cuáles son sus […]

Todo ciudadano occidental consciente se ve dominado desde hace tiempo por la sensación de sentirse inmerso en una corriente de cambios significativos que afectan al diseño de la estructura política, cambios que anuncian una regresión en los llamados sistemas democráticos de los países capitalistas. ¿Cuándo empezó esta corriente, en qué consiste y cuáles son sus causas?

Algunos afirman, no sin cierto tino, que nació en septiembre de 2001, con los ataques a las torres gemelas neoyorquinas. A partir de estos, no sólo el «statu quo» internacional se vio alterado por la voluntad de responder a ellos por parte de los EE.UU., sino que las necesidades de defensa del sistema político de este país impulsaron a los diferentes gobiernos yanquis a proclamar una serie de leyes extraordinarias que recortaban los derechos de los ciudadanos. Estas iniciativas, como todo lo que proviene de la metrópoli, crearon una tendencia, impulsada por los atentados que años después se vivieron en Europa occidental.

Otros creen más bien que esos señalados acontecimientos fueron sólo un pretexto para una ofensiva previa y largamente deseada, cuyo diseño se guardaba celosamente en un cajón. Ofensiva además que acompaña y se liga a otras transformaciones que interesan al modelo de relaciones sociales y laborales y al equilibrio estratégico mundial y que respondían, en definitiva, a unas tensiones más profundas cuyo origen es bastante anterior. Este texto se coloca más cerca de esta segunda opinión.

Desde este punto de vista la verdadera mudanza habría tenido su origen, y su causa, en el hundimiento de la Unión Soviética, consecuencia a su vez del agotamiento del ciclo revolucionario mundial protagonizado por el movimiento obrero, nacido por cierto a la par de las revoluciones burguesas que asentaron el poder de esta clase y el sistema capitalista. Me atrevería a decir también que el crepúsculo de este ciclo histórico, de esta derrota en definitiva, supuso la muerte (o al menos la catalepsia) de la propia clase trabajadora como sujeto histórico planetario, máxime si tenemos en cuenta que, como sostuvo Marx, no hay clase sin conciencia, siendo que la conciencia de sí de esta clase ha sido arrasada como fruto precisamente de su derrota.

Siguiendo esta lógica alguien puede afirmar, y yo no seré quien lo rebata, que el origen remoto se sitúa quizá cuando las potencias del centro capitalista fueron percibiendo que era la Unión Soviética, y no ellas (como las calificó Mao) el verdadero tigre de papel, o simplemente un gigante con los pies de barro, allá a finales de los años setenta y principios de los ochenta, en un momento en que los países socialistas europeos, principalmente su centro, la URSS, se iban deslizando hacia una crisis sistémica y organizativa de hondo calado; o cuando en 1979 el gigante ruso picó el anzuelo de Afganistán, por donde fue desangrándose poco a poco tanto militar como moralmente; o quizá cuando constataron que las luchas internas de poder en la China post Mao se decantaban no precisamente hacia la profundización del socialismo1. Sea como fuera, estos fenómenos no dejan de ser síntomas de la pérdida de pulso de ese ciclo revolucionario proletario y campesino2.

Fue en esta coyuntura cuando la intuición de algunos líderes burgueses llegó a la conclusión de que podían contribuir a que ese impulso revolucionario ya a medio gas colapsara si se jugaban bien las cartas, dando inicio así a la contraofensiva feroz del capital. Había llegado pues el momento de contraatacar, de recuperar el terreno perdido durante tantas décadas frente a una mano de obra indisciplinada y rebelde, cuyo relativo bienestar, en los países del centro capitalista, era en último término garantizado por la potencia militar soviética, y por un movimiento revolucionario planetario e intersolidario. Pues, a pesar de todos sus defectos, los países socialistas eran vistos como un referente libertador por una gran parte de la clase obrera mundial, incluida aquella que sostenía a los partidos mal llamados socialdemócratas. Y eso ocurría por supuesto también en todo Occidente.

A partir de la primera revolución triunfante de 1917, los éxitos del socialismo no hicieron más que multiplicarse. Después de la soviética estallarían otras. Victoriosas unas, otras no, todas espantaban al burgués: Alemania, Hungría, Mongolia, Baviera, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua… La burguesía occidental, que había dominado el planeta durante buena parte del siglo XVIII y todo el XIX, se batía en retirada. La bomba atómica les insufló confianza… durante cuatro años solamente. La URSS se hizo con ella en 1949; China un poco más tarde. En toda la Europa del Este los gobiernos comunistas, a veces en coalición con otros partidos, expropian los latifundios y reparten la tierra entre los campesinos, nacionalizan la banca y las grandes empresas capitalistas, reducen las jornadas laborales, favorecen la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral, social, cultural, etc., impulsando políticas feministas nunca vistas hasta entonces, implantan las vacaciones pagadas, el acceso a la educación, a la cultura y a la sanidad para toda la población. Los partidos comunistas occidentales, por su parte, después de la Segunda Guerra Mundial, consiguen resultados electorales excelentes en las democracias burguesas y logran articular poderosos movimientos de masas. La burguesía siente el acoso de manera asfixiante3.

La clase obrera occidental, a pesar de la omnipresente propaganda anticomunista, era consciente de estos cambios revolucionarios y de su capacidad de presión. La burguesía también4, y reaccionó, entre otros, en tres frentes: social, militar y político. En primer lugar calmó a sus clases trabajadoras empobrecidas desarrollando una decidida política social y llevando a cabo un plan de nacionalizaciones. En el terreno militar, no sólo creó la alianza más mortífera de la historia de la humanidad, la OTAN, sino que diseñó un «ejército de reserva» ilegal, oculto a la opinión pública y a las propias instituciones parlamentarias y judiciales (la «Red Gladio»), liderado por los EE.UU., constituido por una coalición endiabladamente poco presentable en sociedad, que abarcaba desde restos paramilitares nazis hasta democristianos «escrupulosamente democráticos», pasando por las policías militarizadas de cada país (gendarmería, carabineros, etc.) dispuesto a hacer frente por las armas a una victoria comunista en las urnas o fuera de ellas5. En cuanto al flanco político, se desplegó una doble ruta: mientras que, por un lado, se muñían equilibrios parlamentarios dignos del más espectacular de los circos, forzando las más ridículas e igualmente endemoniadas coaliciones, con el único objeto de que los partidos comunistas no controlaran el poder legislativo y/o ejecutivo, por otro se flexibilizaron hasta cotas nunca vistas los mecanismos del sistema político, intentando refutar así uno de los fundamentos básicos del discurso marxista: que la democracia capitalista no es una verdadera democracia6.

Conforme pasaba la década de los cincuenta y las políticas de apaciguamiento obrero daban sus frutos, en Occidente la clase trabajadora, o al menos la mayor parte de ella, se fue acomodando a este juego en el que parecía no irle tan mal, liderada en buena parte por una «socialdemocracia» que cumplía, y sigue cumpliendo, el papel de domesticación y encuadramiento de esta clase social dentro del orden burgués, y por unas organizaciones sindicales que adaptaron en general la misma estrategia. La «socialdemocracia», atacando sin tregua las experiencias soviética y china, y en general cualquier movimiento socialista revolucionario que alcanzara el poder, se autoproclamó responsable feliz de los logros en el bienestar de la clase obrera occidental, queriendo mostrar así que el capitalismo y su parlamentarismo, vigilado y corregido convenientemente (por la socialdemocracia, se entiende) era el menos malo de los sistemas. No obstante, esta flexibilidad tenía sus límites. Y el principal era la incuestionabilidad del propio sistema capitalista, que vale tanto como decir de la propia dominación burguesa7.

El discurso se mantiene incólume. Y si bien estas gestiones socialdemócratas se dieron, el razonamiento olvida que quienes aplicaron por lo general este tipo de políticas fueron tanto los partidos socialdemócratas como los conservadores y/o democristianos, lo que demuestra que satisfacía una necesidad burguesa cuyo fin era, entre otros, atraerse a las masas obreras ante la amenaza del ejemplo de los países socialistas, y no a la iniciativa supuestamente combatiente de la «socialdemocracia». Innecesario es decir que la tendencia de la burguesía a «corregir» los excesos del capitalismo es anterior a la revolución soviética, inclinación que respondía a vectores de signo diferente: por supuesto, la presión del movimiento obrero en todas sus innumerables tendencias, desde la anarquista hasta la nacionalista; la necesidad de la burguesía de recabar cierto consenso en su proyecto imperial (lo que se conoció en el Reino Unido como yingoísmo), y la evidencia de que unas ciertas regulación e intervención estatal podrían ser más beneficiosas, y a veces más baratas, que la represión salvaje o que la feroz libre concurrencia8. Las tendencias correctoras de una parte de la burguesía se reforzaron durante la crisis de los años treinta del siglo XX, que no afectó a la URSS, y cristalizaron ante la demostración de potencia militar del Ejército Rojo durante y después de la Segunda Guerra Mundial, y como respuesta a las transformaciones revolucionarias del campo socialista y a la postura revolucionaria y prosoviética de los partidos comunistas occidentales.

El éxito estratégico de la burguesía trajo consigo un bienestar creciente de la clase trabajadora occidental, lo que, unido a la eficacia del discurso socialdemócrata anticomunista y antisoviético, fue dejando poco a poco sin base social a los partidos comunistas. Por supuesto en esta labor de zapa hay que añadir los errores de las propias revoluciones, el desprestigio que generaron las sangrientas luchas internas de poder (inherentes, por otra parte, a toda, o a casi toda, revolución que se precie), y una fina, constante y eficacísima campaña de propaganda llevada a cabo por la industria informativa-cultural que logró forjar un leyenda negra anticomunista que se ha interiorizado en el imaginario occidental y que encuentra cultivadores y seguidores en casi todo el espectro político9.

Y en pocos años todo cambió. En 1991 la burguesía occidental se frotaba los ojos: su mayor, enconado y duradero enemigo caía como un castillo de naipes. No sólo se derrumbaba el poder socialista, sino que la misma Unión de Repúblicas se disolvía como un azucarillo y los países de la órbita soviética de Europa oriental se colocaban como bien podían en el nuevo puzle capitalista. Además, en China las cosas tomaban un rumbo no tan disímil. El Partido, tras la desaparición de Mao, dio un viraje importante e inició su larga marcha hacia el capital.

En pocos años apareció un nuevo mundo, un nuevo orden gobernado totalmente, salvo pequeñas excepciones en resistencia o retirada, por la burguesía en diferentes grados de crudeza. Ésta se ha quedado sin enemigos dignos de tal nombre. Su dominio es completo, su fuerza incontestada, sus ansias de recuperar el terreno perdido crecidas. Comienza por tanto la reconquista. O, si se prefiere, se acelera. El neoliberalismo atroz (que no es más que el liberalismo económico de siempre adaptado al mundo contemporáneo y refinado de escrúpulos políticos), ya ensayado no sólo en alguna dictadura militar de la periferia capitalista, sino también en casa (EE.UU. y Reino Unido en plena era gorbachoviana), despliega ahora todas sus potencias. Es el momento en que todos los partidos (que tienen permitido gobernar, se entiende), incluidos los socialdemócratas, abrazan el credo neoliberal y extienden el ataque contra la clase trabajadora a todos los ámbitos de la vida socioeconómica: desmantelamiento del aparato productivo estatal, reducción de los derechos laborales, privatización y debilitamiento de la sanidad y de la educación públicas, militarización de conflictos sindicales, destrucción de las relaciones laborales basadas en el pacto colectivo, vaciamiento del derecho de huelga, restricciones de la actividad sindical, endurecimiento de los códigos penales, presión brutal sobre los salarios, regresión fiscal acelerada, fraccionamiento de la clase obrera políticas racistas mediante, etc. Por otro lado, a la burguesía le empieza a resultar ya incómodo incluso el propio aparato institucional que organizó en torno al mito de la democracia, es decir del poder del pueblo, máxime cuando su ofensiva socio-económica provoca reacciones sociales difíciles de manejar con las leyes y principios que ella misma promulgó. Y es así que decide que las reglas del juego han de cambiar y emprende el desmontaje de la forma de organización política que ella misma había moldeado, en muy buena parte por la presión del movimiento obrero internacional: leyes patriotas, atropello al derecho de presunción de inocencia, detenciones gubernamentales sin garantía judicial, restricción al acceso a la administración de justicia, detenciones y cárceles secretas, reformas restrictivas de leyes electorales, extensión de la modalidad del decreto gubernamental como mecanismo legislativo, detenciones por faltas administrativas, recrudecimiento de la impunidad de los cuerpos de seguridad del estado, generalización de fichas policiales ilegales, tráficos de datos personales de los ciudadanos entre diferentes estados, imposición a los parlamentos (teórica fuente de legitimidad democrática) del dictado de instituciones subordinadas políticamente o ajenas al sistema electivo (bancos centrales, instituciones internacionales de financiación, especuladores de deuda pública…10), etc. Parecería por tanto que a una burguesía a la que ya no le preocupa un movimiento revolucionario derrotado se le hace cada vez más fastidioso, por un lado, el corsé de los sistemas parlamentarios11, y por otro, los de protección socio-laboral, sanidad o educación, estructuras de las que ahora puede desembarazarse sin tener en frente una fuerza que la atemorice.

En conclusión, quizá estemos atravesando el umbral hacia un segundo reinado absoluto del burgués, destruido o minimizado el aparataje, más o menos flexible, de relaciones políticas y de los sistemas de protección social, producto de una época histórica periclitada de luchas y revoluciones obreras y campesinas, que molestaban o entorpecían su pleno dominio y que ya apenas considera justificados, vencido y desarmado su principal enemigo: la clase trabajadora.

Notas:

1 Recientemente Graham Allison ha revelado en la revista Foreign Affairs que J. F. Kennedy durante la crisis de los misiles declaró una situación de alerta nuclear de alto nivel que autorizaba a aviones de la OTAN a bombardear Moscú. La URSS, que se sepa, nunca estuvo dispuesta a dar una orden de este tipo contra Washington. Fue en este momento cuando EE.UU., es decir, la fracción dirigente de la burguesía mundial, descubrió que la URSS no tenía estómago para llevar hasta las últimas consecuencias (la guerra nuclear) un enfrentamiento armado contra ella, es decir, que no iba a utilizar su potencial atómico. ¿Sería ésta la primera señal que recibió la burguesía yanqui de una cierta «debilidad» soviética? Sobre el artículo del politólogo norteamericano ver Chomski, Noam: «En la sombra de Hiroshima»; Gara, 8 de agosto de 2012.

2 No es casual que, por otro lado, sean estas fechas las del abandono del leninismo y de la fidelidad a la Unión Soviética de los principales partidos comunistas occidentales, que descubrían de golpe las bondades ocultas a ellos por tantos años de la socialdemocracia (y por ende del capitalismo), merced a lo que se conoció como eurocomunismo.

3 Incluso, como es bien sabido, el Reino Unido llegó a tener copado, y hasta casi comandado, su servicio de inteligencia por comunistas leales a la Unión Soviética.

4 Decía Otto Brenner, dirigente de la poderosa central sindical alemana occidental IG-Metall, que por los años de la guerra fría tenía la sensación de que durante las conversaciones con la patronal siempre había un socio invisible pero perceptible: la República Democrática Alemana. Ver Lerouge, Herwig: «La contribución de la Revolución de Octubre y de la Unión Soviética al movimiento obrero en la Europa Occidental y, más particularmente, en Bélgica», en Revista Comunista Internacional, nº 2, Madrid, diciembre de 2011, p. 18.

5 Ver Genser, Daniel: Los ejércitos secretos de la OTAN. La Operación Gladio y el terrorismo en la Europa Occidental. El viejo topo, Barcelona, 2005.

6 Una táctica más grosera, pero no por ello menos eficaz, de la burguesía comandante estadounidense fue el famoso Plan Marshall, es decir el libramiento de cantidades ingentes de dinero para aliviar la pobreza de los países occidentales y con ella el descontento popular y la presión de los comunistas.

7 Había otra raya, ésta de segunda categoría, pero en principio inviolable, constituida precisamente por los límites territoriales del estado, por sus fronteras; es decir, por el respeto a la porción de la geografía de la que había sido capaz de apropiarse o conservar cada burguesía «nacional». Así, el estado no tuvo reparos, cuando lo creyó necesario, en asesinar activistas o simpatizantes de diferentes movimientos independentistas (la inmensa mayoría revolucionarios, por demás), en lugares tan asépticamente democráticos como Francia o Reino Unido, y en otros sitios menos presentables, como el Estado español (por no hablar de la represión violenta del gobierno de los Estados Unidos contra cualquiera que se moviera, por ejemplo, en Puerto Rico, en las reservas indias o en los guetos negros). El espectáculo de ver pasar cadáveres por la superficie del Sena, por ejemplo, no supuso, al parecer, en el otoño de 1961, una especial conmoción para las bases morales de la democracia. Para refrescar la memoria del lector, el 17 de octubre de ese año la policía francesa, comandada por Maurice Papon, quien se dedicara, entre otras cosas, a deportar ciudadanos franceses de origen hebreo a los campos de exterminio nazis durante la Segunda Guerra Mundial, asesinó en París a varias decenas de personas, casi todas de origen argelino, tras una manifestación a favor del movimiento independentista. Durante las jornadas posteriores el sistema autoproclamado democrático, en su particular caza al argelino, acabaría con la vida de varios cientos de seres humanos. Las cifras varían según el investigador. Claro que estas jornadas son sólo un pálido reflejo de las colosales matanzas en la propia Argelia, considerada a la sazón tan territorio nacional como lo pudiera ser Marsella o Lyon, e integrada, por ello, en la estructura departamental del estado. La carnicería más reseñable quizá deba ser la de Sétif (mayo de 1945), que arrojó un balance de al menos 2.000 asesinados (el gobierno argelino eleva esta cifra hasta 45.000).

8 Al hilo de esto, un fenómeno curioso de observar es cómo en los actuales EE. UU., una parte minoritaria de la burguesía ha llegado a la conclusión de que la sanidad pública es mucho menos costosa (para ellos) y más eficiente que una sanidad privada. Igualmente conviene recordar el reciente movimiento de un puñado de millonarios que pedían (más bien parecían suplicar) que se les cobrara más impuestos. Sin descartar el rasgo cívico individual, esta fracción de la burguesía yanqui no llega a estas conclusiones por motivos filantrópicos, sino tras echar bien las cuentas, e inferir que una gestión centralizada es más eficaz y sobre todo económica que una que no lo es, y que no hay mayor centralización que la del Estado. Por otro lado, es consciente de que la clase trabajadora yanqui no puede financiar sola estas funciones centralizadas.

9 La propaganda no sólo se centró en la industria cultural de masas sino que también consideró necesario dirigirse a las élites intelectuales. Una de las labores más notables de los servicios de inteligencia de los EE.UU. fue atraer a posturas antisoviéticas y anticomunistas en general a buena parte de los escritores y artistas occidentales de izquierdas. Para ello giró colosales cifras de dinero, convenientemente utilizadas en revistas, exposiciones, fundaciones, conciertos, etc. tanto para sobornar como para enredar a numerosos miembros de este influyente grupo social. Imprescindible es para conocer estas campañas secretas de la CIA en el ámbito cultural la lectura del libro de Stonor Saunders, Frances: La CIA y la guerra fría cultural. Debate, Barcelona, 2006.

10 La identidad de los misteriosos especuladores de deuda ha sido declarada, al menos en el Estado español, «materia reservada». Esta peculiar declaración fue hecha recientemente por la mesa del Congreso a raíz de que el diputado de Amaiur Sabino Cuadra solicitara en dos ocasiones tramitar una pregunta al gobierno español en la que se interesaba por las cincuenta entidades que poseen un mayor nivel de deuda pública del Estado.

11 Al hilo de esto vienen que ni que pintadas las recientes declaraciones de una de las representantes más conspicuas de la fracción tradicionalista de la burguesía vasca, Yolanda Barcina, presidenta de la Comunidad Foral de Navarra, que expresaron mejor que nada el engorro que le supone el sistema parlamentario: «El Parlamento es algo decimonónico. Las estructuras de hace doscientos años no son operativas en el mundo digitalizado del siglo XXI«. La representante de Unión del Pueblo Navarro (que ha gobernado en este territorio junto con el Partido Socialista de Navarra hasta hace pocas fechas), es de los que piensan que el actual diseño del sistema representativo «redunda en el descrédito que sufre la actividad noble que es la política». Ver Gara, 25 de julio de 2012, p. 25.

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