La dialéctica siempre ha tratado a la América nuestra con cierto prejuicio. A Hegel le parecía una región sin historia propia, obligada a caminar a partir de un mestizaje que obstruyó las emanaciones positivas de la conquista europea. Para el filósofo alemán, la historia humana era patrimonio exclusivo de los conquistadores. Semejante prejuicio encontramos también […]
La dialéctica siempre ha tratado a la América nuestra con cierto prejuicio. A Hegel le parecía una región sin historia propia, obligada a caminar a partir de un mestizaje que obstruyó las emanaciones positivas de la conquista europea. Para el filósofo alemán, la historia humana era patrimonio exclusivo de los conquistadores.
Semejante prejuicio encontramos también en Carlos Marx cuando enjuicia la gesta independentista bolivariana. Según éste, Bolívar «como la mayoría de sus compatriotas» es incapaz de todo esfuerzo de alcance histórico. Los éxitos militares bolivarianos eran atribuibles fundamentalmente a un puñado de oficiales británicos. Para Marx, Bolívar era el «canalla más cobarde, brutal y miserable», un aristócrata bonapartista advenido en dictator oportunista y demagogo que existía en función de su dominio de las mañas propias de la «viveza criolla». Vivía del mito sobre su figura creado por la imaginación popular. Precisamente fue dicho mito popular lo que le convenció de que la independencia de América del Sur era obra de «pueblos sin historia», en el sentido hegeliano, es decir, procesos de cambio caóticos e irracionales sin significación histórica alguna.
La Doctrina Monroe enunciada en 1823 por los Estados Unidos mediante la cual se decretó que la América toda, incluyendo la del Sur, era exclusivamente de los Americanos, leáse los estadounidenses, pretendió igualmente negarle a los pueblos de Nuestra América la posibilidad de una historia propia. En este caso, a Estados Unidos Hegel le otorgaba un mejor futuro para salir de la «prehistoria», habiendo la colonización europea eliminado, para todos los fines prácticos, a los pueblos indígenas autóctonos de dicho territorio.
Conforme a ello, Washington se opuso tenazmente a los objetivos del Congreso Anfictiónico de Panamá, de 1824, para organizar una unión o confederación de las nuevas repúblicas independientes y extender la agenda liberadora bolivariana a través de toda la América nuestra, incluyendo Cuba y Puerto Rico.Ya para 1898, a partir de su resonante victoria en la guerra hispano-cubano-estadounidense, Estados Unidos completa su proyecto de expansión imperial y alcanza apuntalar definitivamente su hegemonía sobre las Américas, lo que para entonces considera su «destino manifiesto».
¿Pueblos sin historia?
Desde entonces se nos ha condenado a vivir a merced de los designios imperiales como pueblos incapaces de gobernarse a sí mismos. Si tenía algún sentido hablar de que vivíamos en la «prehistoria», era en todo caso a partir de nuestra resignación a dejarnos construir nuestra «subjetividad» por el Otro. Como «pueblos sin historia», se nos pretendió reducir a pura naturaleza, es decir, fuerza de trabajo barata en territorios cuya única importancia son los abundantes recursos naturales que anidan en éstos. Puras fuerzas de producción para alimentar el desarrollo y el progreso de nuestros conquistadores, sean europeos o estadounidenses.
En lo político, el bloqueo y las continuas agresiones, desde 1962, contra la Revolución cubana y el golpe militar que auspició en Chile, en 1973, pretendieron poner fin a cualquier ilusión de que efectivamente la América nuestra podría construir un destino propio ajeno al impuesto desde el Norte. El llamado Consenso de Washington de los años noventa del siglo pasado, mediante el cual se pretendió imponerle a la América nuestra unas políticas de normalización financiera y económica neoliberal con el fin de una eventual integración nuestra a un Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Mediante éste se pretendía consumar la absorción permanente de nuestras fuerzas productivas, particularmente con la articulación de un sólo mercado bajo la hegemonía plena de Estados Unidos.
Sin embargo, la nueva era de expansión imperial pronto convocó, como era de esperarse, nuevas resistencias y construcciones de lo común. En 1982, se produjo la primera rebelión civil contra los efectos devastadores del modelo neoliberal: el Caracazo, protagonizado mayormente por los marginados de las barriadas populares de la capital venezolana. En 1994, insurgen los zapatistas en Chiapas, como expresión del despertar definitivo de los pueblos indígenas como sujetos políticos y la denuncia de ese arreglo de integración neocolonial del que se hacia México parte: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
A través de la América nuestra se fueron fraguando una serie de luchas populares que no parecían estar a la altura del duro juicio de la dialéctica europea o la pragmática estadounidense, pero que irá madurando poco a poco hasta tomar por sorpresa a nuestros descalificadores tradicionales con un giro político a la izquierda que dará al traste con los planes imperiales. Hugo Chávez en Venezuela, Luiz Inácio Lula Da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, serán la primera cosecha del nuevo siglo XXI. Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Tabaré Vázquez en Uruguay, Daniel Ortega en Nicaragua, Michelle Bachelet en Chile, Fernando Lugo en Paraguay, René Preval en Haití y Alvaro Colom en Guatemala, serán los frutos siguientes cosechados a partir de la nueva agricultura política emancipadora. Durante esta nueva era, sólo Colombia (Uribe), México ( Fox y Calderón) y El Salvador (Saca) eligieron presidentes abiertamente estadounidenses. Ya para el 2005. Washington aceptaba a regañadientes la muerte de su proyecto imperial del ALCA.
El movimiento real de los de abajo
De repente, desatendiendo todos los juicios prepotentes de la dialéctica, los «de abajo», ese nuevo rostro del proletariado histórico en nuestras ciudades y campos, centros laborales y comunidades, empezaron a hacer su propia historia a partir de sí mismos y su conciencia rebelde tal vez aún en ciernes pero armada a partir de una experiencia de vida que vale por mil tratados políticos. Desde otras latitudes podrán algunos tildarlo de «realismo mágico» u otros de «populismo de izquierda», pero para nosotros representa el más auténtico proceso histórico de cambio, el que en última instancia tiene que reflejar no un ideal prefabricado con escasa relación a la realidad, sino que el «movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual», como bien admitían los propios Marx y Engels. Este «movimiento real» es la verdadera fuente de toda idea o teoría que valga en su pretensión de describir y entender la realidad nuestra. Nuestros pueblos han aprendido, a partir de lo vivido y sufrido en carne propia, que sólo en el transcurso de los hechos es que se puede ver si se transita finalmente en dirección a la construcción de una historia propia o si se sigue reproduciendo parámetros históricos que nos son ajenos.
El 11 de abril de 2002, los sectores populares derrotaron fulminantemente el golpe de Estado que Estados Unidos, bajo la presidencia de George W. Bush, consiguió armar contra Chávez, en complicidad con la oposición interna. Ya el 11 de septiembre del presente año, precisamente 35 años después del golpe contra el presidente chileno Salvador Allende en Chile, el gobierno de Bolivia expulsó de su país al embajador de Estados Unidos por estar conspirando para desestabilizar su gobierno. Venezuela hizo lo propio, tanto en apoyo a su aliado como en denuncia de la permamente conspiración estadounidense para desestabilizar al gobierno bolivariano. Al día siguiente, el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, se solidarizó igualmente con Bolivia, negándose a recibir las credenciales del nuevo embajador de Washington en Tegucigalpa.
Precisamente en esa coyuntura y ante las denuncias de intervención estadounidense en Bolivia en apoyo a un movimiento secesionista concentrado en los departamentos que integran la llamada «media luna», la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, convocó a una reunión de emergencia de los jefes de Estado y de gobierno de la recién constituida Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR). Concientes de dolorosas experiencias históricas pasadas, en las que la resignación había sido la orden del día, el cónclave, celebrado simbólicamente en el Palacio de la Moneda en Santiago de Chile, expresó su pleno respaldo al presidente constitucional de Bolivia, Evo Morales, y advirtió que los estados miembros no tolerarán una ruptura contra el orden democrático y constitucional en dicho país. Producto de dicho encuentro, se ha potenciado la iniciativa para la creación de un Consejo de Defensa Sudamericano, como parte de una comunidad política y económica regional que aspira a constituirse en un bloque de poder con voz propia en el ámbito internacional.
Otro signo de estos nuevos tiempos: el gobierno de Zelaya en Honduras decidió, durante el presente año, incorporar a su país al Petrocaribe y a la Alternativa Bolivariana de los Pueblos (ALBA). Este último es el proyecto de integración regional promovido por Chávez y que contaba, hasta ese momento, con Cuba, Bolivia y Nicaragua como miembros plenos. La decisión de Honduras fue el resultado de gestiones infructuosas para obtener una serie de ayudas económicas de parte del gobierno de Estados Unidos y del Banco Mundial. Zelaya no tuvo reparos en caracterizar la decisión de la incorporación de Honduras al ALBA como una de significación histórica para su país, ya que representaba la apuesta definitiva por la construcción de un futuro independiente para la América nuestra, fuera de toda dependencia de los polos imperiales tradicionales de Estados Unidos y Europa.
Por otra parte, el presidente de Costa Rica Oscar Arias, levantó al avíspero cuando reconoció públicamente a Venezuela como el país de la región que más estaba contribuyendo con ayudas económicas a sus vecinos. Incluso, su gobierno decidió convertirse en el miembro décimonoveno de Petrocaribe, esa otra iniciativa de integración y cooperación regional promovida activamente por Chavez. A pesar de la protesta del embajador estadounidense en San José, Arias sólo declaraba lo evidente. Bajo la presidencia de George W. Bush, Estados Unidos incurrió en un abandono significativo de sus relaciones con la América al sur del Río Bravo. Ello no sólo se reflejó en una reducción drástica de sus ayudas económicas para el desarrollo de la región -las únicas ayudas que esencialmente se mantuvieron fueron las militares- sino que además presidió sobre una de las administraciones gubernamentales estadounidenses más represivas de la emigración latinoamericana a dicho país, llegándose al punto de la escandalosa construcción de un muro en la frontera con México.
Una nueva era posestadounidense
Durante el año que concluye presenciamos el fin de ese «paréntesis de locura» que constituyó el neoliberalismo, a juicio de estudiosos sociales de la talla de Giovanni Arrighi e Immanuel Wallerstein. Asimismo, vemos el crepúsculo de la dominación financiera de Estados Unidos y sus instituciones más representativas como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM). No es sólo cuestión de la crisis destatada por Wall Street, el debilitamiento continuo del dólar y la recesión a la que Washington ha arrastrado a la economía mundial, sino que paralelamente hemos presenciado la multiplicación de nuevos focos de poder, sobre todo desde una América nuestra que, aprovechándose de este relativo debilitamiento de la otrora incontestada hegemonía estadounidense, han emprendido un desarrollo económico propio. Los casos más prominentes son Venezuela y Brasil. Éste último, a través de su incorporación al llamado Grupo de los 20, le ha dado a la América Latina una voz de peso en las negociaciones incipientes para la reestructuración del orden financiero y económico internacional.
Hay quienes dicen que estamos recién entrando en «una nueva era posestadounidense y poseuropea». Así, por ejemplo, lo reconoce el gobierno francés en el llamado Libro Blanco sobre la defensa y la seguridad nacional, que se dio a la publicidad el verano pasado. La crisis económica desatada por Estados Unidos durante los últimos meses ha servido para atestiguar la incapacidad de dicho país para realmente regentar los asuntos mundiales. Consiguientemente, se plantea la urgencia de reconocer de hecho el fin del hasta aquí papel hegemónico de Estados Unidos, en dirección a la constitución de un nuevo orden mundial multipolar que democratice efectivamente las relaciones políticas y económicas, así como los procesos de producción y distribución de riqueza.
«Se acabó eso de que el mercado lo puede todo…Se terminó una América Latina sin voz propia», declaró Lula a raíz de la crisis de Wall Street. Para éste además resulta totalmente inaceptable la doble vara que Estados Unidos y Europa mantienen en su relación económica con los países del Sur. Mientras exigen la apertura de los mercados de los demás y la supresión de todo tipo de subsidio estatal de sectores de la economía, son incapaces de regirse por la misma norma y mantienen políticas proteccionistas como, por ejemplo, de la agricultura, sin hablar de los más recientes subsidios a las grandes corporaciones financieras e, incluso, a la industria automotiz. Es decir, rechazan políticas de intervención estatal en la economía excepto cuando se trata de adelantar sus propios intereses económicos. Luego de su reticencia inicial, el mandatario brasileño abrazó finalmente la creación del Banco del Sur, propuesta por Chávez a modo de institución financiera alternativa que permita utilizar las reservas de los países de la región en función de sus propios intereses económicos y así romper definitivamente con toda dependencia en el FMI o el BM.
El pasado 16 de diciembre culminó exitosamente una histórica I Cumbre de América Latina y el Caribe, efectuada en la Costa de Sauípe, Brasil, con un llamado de Lula al resto de los presidentes de la región a romper con el servilismo hacia Estados Unidos y la Unión Europea. Precisamente, como muestra de esa determinación a romper con el servilismo, se decidió unánimemente, en el marco de la Cumbre, integrar a Cuba al mecanismo de concertación política regional conocido como el Grupo de Río. Con ello, se marcó el inicio definitivo de la reintegración política plena de Cuba a los organismos de integración regional ajenos a la Organización de Estados Americanos (OEA). «Para nosotros es un momento trascendental de nuestra historia», puntualizó el presidente cubano Raúl Castro Ruz al dirigirse al cónclave, del cual fue el gran invitado. Y añadió seguidamente que ante los nuevos desarrollos integradores en la América nuestra, la OEA «es una sigla que debe desaparecer». Hasta el mandatario mexicano Felipe Calderón dio la bienvenida a la reintegración de Cuba en un momento en que la integración de lo que llamó «nuestra América» se hace imperativo para hacer frente a los retos planteados por la globalización.
«Nadie quiere dejar de hacer negocios con la Unión Europea, con Estados Unidos, ni Chávez, pero queremos hacerlo en condiciones legítimas, adecuadas», insistió Lula. «Si no se hace así -abundó- «nunca creceremos como naciones, quedaremos siempre pobres como países de la periferia». Por su parte, Chávez subrayó la necesidad de hablar con «voz propia», sobre todo en estos momentos en que Barack Obama llega a la presidencia de Estados Unidos. «La América Latina está iniciando una andadura sin la hegemonía y el protectorado de imperio alguno», insistió el líder bolivariano.
Según Norman Bailey, presidente del Institute for Global Economic Growth y profesor del Institute of World Politics, el estado de las relaciones entre Estados Unidos y la América nuestra es el peor desde la Segunda Guerra Mundial. «Lo que es verdad es que Latinoamérica no ha sido nunca una prioridad para EEUU desde el 11-S», expresó Bailey, quien ve «muy poco probable» que eso cambie con el próximo gobierno de Barack Obama. Según el analista, el nuevo presidente no parece inclinado a darle una mayor prioridad a la América Latina que el dado por Bush, en gran medida debido a la crisis económica y las dos guerras -Irak y Afganistán- que hereda.
Por su parte, el sociólogo argentino Atilio Borón opina que la América nuestra «tiene que darse cuenta que no debe esperar nada de afuera, y mucho menos de un gobernante de Estados Unidos, porque éste va a estar siempre fuertemente condicionado por los factores permanentes de poder que son independientes de los resultados electorales y que son los que determinan los grandes lineamientos de la política exterior de Washington hacia todo el mundo y en particular hacia América Latina».
» El imperio tiene una lógica que prescinde mucho de las características de los emperadores de turno, de manera tal que me parece que lo mejor que podemos hacer en la región es plantearnos seriamente nuestra propia estrategia de desarrollo, nuestra propia estrategia de profundización democrática, de avance en las grandes reformas sociales que necesita este continente, para no hablar de la revolución que necesita», puntualizó Boron. 1
Por otro lado, a raíz de las críticas procedentes de Estados Unidos a los recientes ejercicios navales conjuntos ruso-venezolanos, el presidente ecuatoriano Rafael Correa señaló: «¡No entiendo! Si la IV Flota de Estados Unidos puede llegar a América Latina, ¿porqué no una flota rusa?»
Más allá de la compra de armamento ruso por parte de Venezuela para modernizar la capacidad defensiva de sus Fuerzas Armadas ante cualquier posible aventura militar de Washington en contra de la soberanía del país suramericano, también Brasil anda haciendo lo mismo mediante la construcción de varios submarinos convencionales y otro a propulsión nuclear, con la ayuda de tecnología francesa. Tanto Venezuela como Brasil entienden que no basta con marcar una nueva situación estratégica de fuerzas entre Estados Unidos y la América nuestra. Dado el caso, como bien nos ha enseñado el ejemplo de Cuba durante ya medio siglo, hay que estar dispuesto a defenderla. Incluso, al concluir la reciente Megacumbre de Sauípe, la UNASUR aprobó la creación del Consejo Suramericano de Defensa.
En fin, en el 2008 la balanza política parece haber continuado su oscilación de regreso a favor de la refundación de Nuestra América por unos pueblos que son progresivamente sujetos protagonistas de su propia historia.
El autor es Doctor en Derecho, Catedrático de la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez y miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño Claridad.
1 Véase la entrevista hecha a Atilio Boron por Marcelo Colussi, Argenpress, 5 de diciembre de 2008.