Desde que en 1992 Francis Fukuyama escribiera la obra titulada «El fin de la historia y el último hombre», mucho ha llovido sobre nuestras cabezas. Pero efectivamente, Fukuyama tenía razón. La lucha entre las ideologías acabó, venció el diálogo y la resolución política y diplomática de los conflictos en el mundo. Bajo el buen gobierno […]
Desde que en 1992 Francis Fukuyama escribiera la obra titulada «El fin de la historia y el último hombre», mucho ha llovido sobre nuestras cabezas.
Pero efectivamente, Fukuyama tenía razón. La lucha entre las ideologías acabó, venció el diálogo y la resolución política y diplomática de los conflictos en el mundo.
Bajo el buen gobierno del modelo triunfador ya no habría eventos históricos catastróficos, revoluciones, guerras ideológicas… bajo el buen gobierno del modelo que inevitablemente ganó por ser el mejor, el más eficiente, bajo ese modelo, ya no habría más historia que contar.
Y en efecto. La historia de Europa desde finales de la Segunda Guerra Mundial lo atestigua. Con la caída del Muro de Berlín cayó también todo el anacronismo de un dogma estancado en su pasado glorioso. Con la caída del Muro de Berlín ya no habría que temer el retroceso de los intolerantes, de esos pobres desgraciados que no se daban cuenta de que otro mundo, libre, conectado, rico, desarrollado, era posible.
Ahí está, traspasándonos como individuos. El fin de la historia no es algo externo. Es algo muy nuestro. Dentro de cada cabeza y cada sentimiento. Dentro de cada valor y cada decisión.
Bajo el prisma inconsciente y colectivo de esta macabra filosofía, hemos desarrollado generaciones de ciudadanos y ciudadanas, modelos y formas de vida, industrias culturales, partidos políticos, (in)cultura política.
Bajo este prisma inconsciente somos sociedades perfectamente receptivas a las coyunturas económico-político-ideológicas del exterior.
Porque cualquier tiempo pasado fue peor, la realidad nunca había sido más histórica que ahora.
El alcance de los procesos políticos y económicos llevados a cabo en Europa durante estos últimos años se nos escapa (en una mezcla de no querer pensar y no llegar a imaginar), precisamente porque en nuestra mente está tan imbricada y tan profundamente asentada la idea de «Europa» de «progreso» de «ciudadanía», que no somos conscientes de que ya sabemos como acaba esto, porque ya ha pasado.
La historia es cíclica, y el poder tiende a concentrarse. Europa está viviendo su inevitable etapa de «Ajustes Estructurales». No es nada nuevo, lo aplaudíamos cuando no era en nuestra región del mundo.
América Latina y África ya sufrieron este inevitable devenir en los años 80.
Recordemos cómo eran esas regiones antes de esto y cómo han quedado después, pero… espera, ¿puedes recordar cómo eran antes? ¿Cuántas referencias tenemos sobre estos países que no se relacionen con: pobreza, subdesarrollo, turismo y guerras?
Hacernos sentir que la realidad es producto de su propio contexto en lugar de entender cuáles son los procesos históricos, económicos y culturales que generan esa realidad es otra de las estrategias de «El Fin de la Historia».
Sin comprender su verdadero alcance, ciudadanos y ciudadanas de toda Europa se quejan y lamentan por la situación. Muchos y muchas ya lo están sintiendo muy en sus carnes, muy en la boca, muy en sus hijos e hijas.
Despertar de un letargo tan largo es complicado. Despertar de nuestros espejismos de riqueza y desarrollo es confuso. Darnos cuenta del verdadero alcance de nuestro momento histórico es todo un reto.
Las protestas, las manifestaciones, las revueltas, todas son una lucha interna, dentro de cada persona, una lucha entre la normalidad y el caos.
Yo quiero permanecer dentro. Quiero permanecer en mi realidad en la que las revoluciones son cosas de las películas (curiosamente si quieres un Goya tiene que hablar de la Guerra Civil), de los libros de historia, son recuerdos de los abuelos.
Pero no es cuestión de querer, es cuestión de ser.
Nuestra conformación como sujetos políticos es patológica, anacrónica, cobarde. Nuestra conformación como sujetos políticos nos inserta en el marco irreal de la democracia, la libertad, el bienestar económico y físico. Pero esa conformación no es real. Es dual.
¿Cuál es el coste de oportunidad de la movilización?
¿Qué nos jugamos realmente en las manifestaciones?
¿Cuál es nuestra estrategia? ¿Tenemos una?
Despertar no es suficiente. Se necesita articulación, constancia, planificación.
El poder es un instrumento que debemos aprender a manejar.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.