Dicen que en cierta ocasión le preguntaron a Gandhi cuál era su opinión sobre la civilización occidental, a lo que el líder indio respondió: «creo que sería una buena idea». Hay veces en que determinadas expresiones entran en nuestro lenguaje con tanta fuerza que no nos paramos a analizar la profundidad de su significado, incluyendo […]
Dicen que en cierta ocasión le preguntaron a Gandhi cuál era su opinión sobre la civilización occidental, a lo que el líder indio respondió: «creo que sería una buena idea». Hay veces en que determinadas expresiones entran en nuestro lenguaje con tanta fuerza que no nos paramos a analizar la profundidad de su significado, incluyendo lo que se afirma implícitamente, y las usamos con naturalidad sin reparar en su falta de neutralidad. En los últimos tiempos se ha empezado a definir el nuevo ciclo político como un tiempo de paz y se ha atribuido el inicio de esta nueva etapa a la llegada del final de la violencia. Sin embargo en Euskal Herria el final de la violencia, más que una realidad presente sería, sin lugar a dudas, una buena idea.
Es obvio que las cosas han cambiado mucho en los últimos meses y que el mayor cambio ha venido propiciado por la nueva estrategia de la izquierda abertzale, cuya manifestación más evidente ha sido el final de la lucha armada anunciado por ETA. Pero esto no nos sitúa en un escenario de paz, ya que la situación en Euskal Herria continúa marcada por la imposición política y la violencia. Un país sujeto a unas leyes extranjeras que no han sido refrendadas por su población, cuyo principal representante institucional usurpa su cargo merced a unas elecciones fraudulentas, en el que setecientas personas están en prisión por causas políticas; un país en el que fuerzas policiales y militares campan a sus anchas disparando pelotas de goma a la cabeza de la población o conmemorando con alardes militares las victorias franquistas; un país amordazado en el que expresarse con libertad imprudente puede llevarte a la cárcel y en el que una de las principales opciones políticas está ilegalizada, entre otros muchos factores de anormalidad democrática, no es un país en el que la violencia ha finalizado, sino un país violentado por aquellos que niegan su existencia y sus derechos e imponen por la fuerza su proyecto político.
Dejaremos aquí al margen el análisis de la violencia socioeconómica que provoca el sistema capitalista, que es el mayor generador de violencia en Euskal Herria y en todo el mundo, y nos centraremos en las circunstancias específicas del llamado conflicto vasco. Este conflicto es, en su última etapa, una situación de confrontación política en la que se ha empleado la violencia a tres niveles. En primer lugar nos encontramos con la violencia estructural a la que se somete a Euskal Herria por parte de los estados español y francés al negarle su derecho a la existencia como nación. Cuando se priva a los ciudadanos de un país de los instrumentos para organizar su sociedad de forma acorde con su voluntad se está aplicando la violencia. Esta violencia es más sutil que la violencia física, y también provoca de forma directa un sufrimiento menor, pero no deja por ello de ser un acto de agresión y una permanente recreación de los momentos en los que esa dominación se ha impuesto mediante la fuerza, la guerra y la conquista. Frente a esta imposición surgió una reacción violenta de la mano principalmente de ETA, destinada a conseguir el reconocimiento de la nación vasca y de sus derechos. Finalmente, los estados han desplegado toda una serie de medidas represivas para combatir la acción armada de ETA y las bases sociales de las que consideraban se alimentaba esa repuesta.
La decisión unilateral de ETA de cesar en su actividad armada sólo ha desactivado uno de estos niveles, sin que los estados hayan cejado en su acción represiva, más allá del descenso lógico de operaciones contra una organización que ya no está en activo, ni mucho menos hayan dado la menor muestra de intentar afrontar la desactivación de la violencia originaria contra Euskal Herria. Por ello, el camino hacia el final de la violencia pasa inevitablemente por la puesta en marcha de forma multilateral de los mecanismos de desactivación ordenada del ciclo de confrontación armada y la implicación colectiva en un programa resolutivo que pudiera abordar las siguientes cuestiones:
Identificación de todas las víctimas del conflicto, reconocimiento del daño causado y reparación material y moral de dicho daño. Liberación paulatina de todos los presos políticos y vuelta de exiliados, comenzando por la repatriación de todos los prisioneros y la puesta en libertad de aquellos que cumplen las condiciones legales. Legalización de todos los partidos políticos. Redefinición del modelo policial, que incluya una adaptación del número de cuerpos y efectivos y de sus tácticas a la nueva realidad social. Inicio de un dialogo político multipartito destinado a fijar democráticamente el estatus político de Euskal Herria.
A pesar de lo estrictamente democrático de un planteamiento como este, o quizás precisamente por eso, en el Estado hay poderosas fuerzas, hoy por hoy dominantes, que se oponen a la activación de un proceso de estas características. Ahí es donde se ha establecido la nueva línea de confrontación entre las fuerzas democráticas vascas y el Estado español (y, en otro plano, el francés). La decisión unilateral de ETA de renunciar a la actividad armada ha dejado al Estado como el único actor que emplea la violencia y lo hace además a un doble nivel: por un lado continúa aplicando la violencia estructural que es el origen del conflicto y por otro no ha desactivado sus mecanismos de violencia represiva. En este nuevo terreno, la posición ideológica de la parte vasca es mucho más fuerte y, utilizando esta fortaleza como palanca para activar los resortes de la movilización social y la presión de la comunidad internacional, hemos de ser capaces de vencer el inmovilismo actual del Estado y de poner en marcha un programa para la paz y la democracia.
No es casualidad que el PP haya oficializado en la misma semana su aceptación definitiva de que nos encontramos en un nuevo tiempo político (declaración del Kursaal) y la decisión de dar pasos en el terreno penitenciario. Saben que su pasividad les está empezando a pasar factura y que en Euskal Herria caminan hacia la marginalidad política. En los sectores de la comunidad internacional conocedores de los entresijos de la política vasca, la actitud del Estado español está provocando sensaciones que van desde el asombro hasta una a duras penas disimulada indignación. Esto no significa que las cosas estén resueltas. En el Estado no está interiorizada la necesidad de resolver democráticamente el conflicto. Aun tratan más de aparentar que hacen que de hacer realmente, pero tendrán que moverse más, la sociedad vasca se lo va a exigir con creciente firmeza.
En este camino habrá avances y momentos de bloqueo, pero a diferencia de otros tiempos, el bloqueo político no va a ser un muro contra el que nos estrellemos una y otra vez, sino un escenario en el que podemos y sabemos trabajar. Si el Estado no da pasos hacia la resolución del conflicto, la izquierda abertzale seguirá acumulando fuerzas electoral y socialmente y fortaleciéndose como alternativa política al actual sistema de partidos. Si el Estado da esos pasos iremos conquistando logros democráticos que nos acercarán a la paz y la libertad que tanto anhelamos.
Se terminaron los disparos y las bombas. Ahora han de terminar los pelotazos y los controles, la represión, los presos y la Audiencia Nacional. Se han ido los escoltas y el miedo para una parte de la población que puede defender sin ningún tipo de presión sus ideas. Ahora es necesario que todos podamos hacer lo mismo, que finalice el espionaje político y la ilegalización. ETA ha dejado las armas sin plantear ninguna exigencia; es ahora la sociedad vasca quien de forma mayoritaria reclama que se aborde el diálogo sobre su futuro y que se le permita construirlo en entera libertad. No hay ningún argumento racional ni democrático para negarse a ello, salvo el intento de imponer por la fuerza de los hechos consumados un proyecto concreto, el unionista.
Cuando nos pregunten por nuestra opinión sobre el final de la violencia en Euskal Herria, respondamos como Ghandhi que «sería una buena idea»; no permitamos que se instale en nuestra sociedad la falsa sensación de que una vez desaparecida la acción armada de ETA la paz ha llegado a nuestro pueblo. Cuando Euskal Herria, al margen de presión o amenaza alguna pueda determinar de manera democrática su estatus político y definir libremente su organización interna y su modelo de relación con los estados español y francés, así como con el resto de la comunidad internacional, nuestro país habrá dejado atrás definitivamente la etapa de la violencia y habremos llegado a un escenario de paz y libertad. Por eso, el final de la violencia sería una buena idea en cuya materialización debemos implicarnos todos y todas.
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20120429/337633/es/El-final-violencia