Codirector de la revista de historia L’Avenç entre 1993 y 1999, director del Arxiu d’Història del Socialisme de la Fundació Rafael Campanals y catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona, José Luis Martín Ramos se ha especializado en la historia del movimiento obrero, centrando su investigación en los movimientos socialista y comunista […]
Codirector de la revista de historia L’Avenç entre 1993 y 1999, director del Arxiu d’Història del Socialisme de la Fundació Rafael Campanals y catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona, José Luis Martín Ramos se ha especializado en la historia del movimiento obrero, centrando su investigación en los movimientos socialista y comunista del siglo XX en Cataluña y España. Coordinó una Historia del socialismo español dirigida por el inolvidable historiador Manuel Tuñón de Lara (redactó el volumen cuarto) y publicó igualmente una Historia de la Unión General de los Trabajadores (1998 y 2008).
Sobre la historia del PSUC ha publicado hasta el momento, además del libro comentado en esta entrevista, Los orígenes del PSUC en Cataluña, 1930-1936 (1977) y Rojos contra Franco. Historia del PSUC, 1939-1947 (2002).
Su publicación más reciente, de 2011, es Ordre públic i violència a Catalunya (1936-1937).
Nuestra conversación, como se señaló, se centra básicamente en su última publicación: La reraguarda en guerra. Catalunya, 1936-1937 , La retaguardia en guerra , casi 500 páginas de densa prosa publicadas por la editorial L’Avenç, Barcelona, 2012.
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Estábamos en los asuntos controvertidos de la guerra civil. Uno lo es especialmente: la violencia en la retaguardia republicana en los primeros momentos de la guerra. ¿Fueron muy violentos? ¿Quiénes? ¿De dónde surgía esa violencia?
La violencia fue importante. Fue también muy diversa: represión política, venganza social, ajustes de cuentas, confrontación entre facciones, enmascaramiento de violencia «criminal» como violencia política, etc. ¿De dónde surge? En primer lugar hay que considerar que la sociedad catalana de los años treinta no era Arcadia. Había una violencia de fondo, implícita y explícita. En segundo lugar, desde los años veinte la patronal, fundamentalmente ella, había situado a la violencia como un elemento clave del conflicto social, incluso del conflicto laboral; su respuesta a la demanda de negociación colectiva que le hicieron los sindicatos fue, en vez de asumirla y aceptar un nuevo marco de relaciones laborales como entonces se hacía en Europa occidental, responder con la confrontación y el pistolerismo. Ahí se inició un ciclo que debilitó el sindicalismo de masas y potenció el activismo armado. Una gran parte de los protagonistas de la violencia en los inicios de la guerra civil son los adolescentes y los jóvenes de los años veinte. En tercer lugar, la sublevación desestabilizó gravemente al estado republicano y su capacidad de control social; más que perder, quedó impugnado su teórico monopolio del ejercicio de la violencia legítima. Y en cuarto, los primeros gobiernos de guerra, el de Giral al frente de la República, los de Companys y Casanovas al frente del de la Generalitat, fueron gobiernos políticamente muy débiles que, de la misma manera que no estuvieron en condiciones de hacer la guerra tampoco lo estuvieron para acabar con la violencia. Es significativo que la constitución de los gobiernos unitarios encabezados por Largo Caballero y Tarradellas, inició ya el cambio de tendencia; aunque habrá que esperar a comienzos de 1937 para que ese cambio sea definitivo. Estoy hablando, claro está, de la violencia irregular, no de la que en si misma supone el hecho de guerra, e incluyo en esta última el ejercicio de la justicia institucional excepcional en tiempos de guerra, que es la que seguirá existiendo después de mayo de 1937. ¿Quienes fueron los violentos? En un principio, todos. Lo que luego diferenciaría a unos y otros fue la reflexión sobre la violencia y las propuestas de unos de limitarla a la justicia de excepción, institucional – lo que defendieron Esquerra Republicana,el PSUC, algunos sectores anarquistas como el que representaba Peiró o el mismísimo García Oliver – o de mantener una autodenominada «justicia revolucionaria» ejercida por patrullas y comités, que defendieron la mayoría de sectores anarquistas y el POUM y también algún elemento republicano.
¿ Y qué razones daban estos últimos sectores -sectores anarquistas, la mayoría de ellos, el POUM, elementos republicanos- para defender la «justicia revolucionaria»?
Había en la época una idea muy extendida, y muy católica, de la revolución como depuración social. Un autor reciente, Agustí Guillamón, ha llegado a escribir, negro sobre blanco, que la revolución era la violencia. Yo creo que eso es coger el rábano por las hojas. Volviendo a la cuestión de las ideas sobre el «fuego purificador», te daré un ejemplo: en Lleida, el comité juzgaba por la tarde y la noche y ejecutaba al amanecer, cuando se le planteó por ese procedimiento tan sumario respondieron que era para no hacer sufrir al condenado, pero no consideraron que obrando así lo dejaban sin ninguna garantía de defensa, ni que sus sentencias pudieran estar equivocadas. También había un planteamiento muy simplista: solo los revolucionarios podían hacer justicia, ergo lo que hacían los patrulleros no podía ser otra cosa.
Usted, antes hablaba de ello, ha historiado el papel del PSUC en otros períodos. ¿Qué papel jugó el partido unificado en el período narrado? ¿Fueron ellos los que defendieron una política más razonable, más ajustada a la realidad, como defiende Ángel Viñas hablando del Partido Comunista de España?
Coincido en muchas cosas con Ángel Viñas y creo que su aportación reciente a la historia de la guerra civil ha sido fundamental. Hay un antes y un después, para mí, en la historia de la guerra civil a partir de la trilogía de Viñas. Como ya lo había hecho muchos antes con la cuestión de la transferencia del oro del Banco de España a la URSS. Y sí, también coincido en líneas generales en esa interpretación. Incluso, como expondré en el segundo volumen, cuando el PSUC, en plena coherencia con su concepción frentepopulista, defienda una política diferente a la mantenida por el Gobierno Negrín en la política de precios agrarios o en las formas de movilización social frente a la guerra. Lo que no me impide señalar también algunos errores tácticos importantes del PSUC, algunos imputables a la línea que le impone la Internacional Comunista y otros a su propia cosecha; por ejemplo dos: la exclusión del POUM del gobierno de unidad, impuesta por la IC, o la negativa de Comorera a que la CNT se reincorporara en 1938 al Gobierno de la Generalitat, del que había salido por propia decisión en junio de 1937, que es de cosecha propia. La línea de la revolución popular y de la resistencia fue una respuesta más adecuada a la realidad que las de la revolución proletaria o la del retorno al perfil liberal-democrático del régimen y la búsqueda de un fin negociado con los rebeldes y sus padrinos internacionales.
Más sobre el PSUC: ¿siguió al pie de la letra los dictados de la Internacional Comunista? ¿Fue el típico partido estalinista de aquellos años?
Fue un partido que no nació exactamente comunista, pero que fue integrándose plenamente en el movimiento comunista. En ese proceso hubo fricciones con la IC, y mucho más todavía con el PCE. La IC acusó al PSUC en septiembre de 1937 de haber sido el valedor de la incorporación del POUM al Gobierno de la Generalitat y a finales de la guerra de tener una posición «nacionalista». El PSUC mantuvo relaciones difíciles con la mayor parte de delegados del Comité Ejecutivo de la IC en España, con Codovila, con Stepanov, con Togliatti; solo tuvo una buena sintonía con Gerö. Durante la guerra no fue lo que entenderíamos como un «partido estalinista», aunque compartió el encumbramiento de la figura de Stalin. La «estalinización» se impulsará, como ya lo explicó Miquel Caminal en su biografía de Comorera, después de la admisión del PSUC como sección catalana de la IC, en el verano de 1939. Las relaciones fueron más complicadas que la mera emisión de un «dictado» y su cumplimiento. Por otra parte, yo no utilizaría la palabra «dictado» para identificar el ejercicio de la dirección política por parte de un organismo que se consideraba «partido mundial», y se lo consideraba desde su máximo dirigente hasta la militancia y desde los grupos dominantes hasta los heterodoxos. En cualquier caso las orientaciones e instrucciones de esa dirección no siempre fueron cerradas – por ejemplo sus dudas sobre la fundación misma del partido unificado – y a pesar de que la IC fuera un partido mundial siempre hubo un margen de «autonomía» en sus secciones nacionales importantes. Me temo que la respuesta a esta pregunta desbordaría el marco de esta entrevista.
De acuerdo, retiro la palabra «dictado». Cuando se habla de la política del frente popular en aquellos años, ¿de qué política se está hablando exactamente?
Hay una importante confusión en torno a la política del frente popular. Señalaré dos falacias frecuentes, de signo ideológico muy distinto: la de Bollotten o más recientemente Beevor o Ranzatto, que consideran el frente popular como una operación de engaño, de caballo de Troya, del movimiento comunista para hacerse con el poder y que además de partir de una caricatura anticomunista absoluto supone considerar idiotas a los republicanos y a los socialistas.
¿Y cuál es la segunda falacia?
La otra es la crítica, de matriz trotskista, de que el Frente Popular era una propuesta de alianza de clases en la que se le otorgaba la hegemonía a la pequeña burguesía, a las clases medias. No es cierto, ni en las intenciones ni en los resultados. En las intenciones porque la propuesta del FP se basaba, al mismo tiempo, en la defensa de la hegemonía de las clases trabajadoras; en la defensa de la unidad obrera para garantizar la orientación del Frente Popular. En los resultados, por que no hay que ver más que la historia de los conflictos internos del Frente Popular y la obsesión de una parte de los republicanos, o en Francia gran parte de los radicales, por contrarrestar el avance social y político de las clases trabajadoras en el contexto del Frente Popular. El problema para esas clases se producirá cuando se rompa el Frente Popular y en Francia Daladier inicie la reacción con la derogación de la jornada de 40 horas y otras conquistas sociales, o en España se desencadenen las maniobras para desplazar a Negrín del gobierno y sustituirlo por otro, integrado solo por republicanos y una parte de los socialistas, para pretender una ilusoria negociación con Franco y sus padrinos internacionales.
De las experiencias económicas de aquellos años de carácter socialista o cooperativista, ¿cree usted que hay alguna de especial relevancia?
Tanto las colectivizaciones, que en realidad son ocupaciones sindicales, como el movimiento cooperativista son materia relevante. Me costaría señalar algún caso concreto. Lo que ha merecido, hasta ahora, más estudios ha sido el sector de las Industrias de Guerra; pero, en realidad, conocemos poco de su funcionamiento concreto, de sus flujos de producción y distribución, de sus formas de financiación y aprovisionamiento de materias primas, del régimen de trabajo y de salario en sus fábricas y talleres, etc. Tu pregunta es una invitación a más estudios. Como que es todavía menos conocido sugiero prestar más atención a la expansión del cooperativismo como sistema de distribución en una economía de guerra.
Leyéndole uno puede pensar que, en su opinión, la política del POUM fue en general, y si me permite la simplificación, un desastre, que no se enteraban, que no tocaban realidad ni incluso en las fiestas (laicas) de guardar. Y que, además, no eran muchos. ¿No tocaban suelo? ¿Eran unos pocos soñadores irresponsables?
No eran unos iluminados. No era un problema de «soñar». Tampoco eran pocos, aunque no eran tantos como frecuentemente se dice o escribe. Empiezo por esto último. El POUM heredó inicialmente la fuerza del Bloc Obrer i Camperol, que no era grupuscular pero si minoritaria, y su implantación sindical, que era apreciable. Eso fue antes de la guerra. A partir del verano de 1936 su crecimiento se detuvo y su fuerza sindical se diluyó al integrarse sus sindicatos en la UGT. Una evidencia del estancamiento militante del POUM fue el porcentaje que se le atribuyó en el seno de las patrullas de control de Barcelona, el 6%, en las que además no se le concedió ninguna jefatura de distrito. No eran iluminados pero, en mi opinión, entraron en declive político en parte por su dogmatismo, que les llevó a defender un proyecto revolucionario fundamentalmente proletario, y en parte por su oportunismo «de izquierdas» que los presentó frecuentemente como activistas del doble juego: participando en el Gobierno de unidad, pero combatiendo su política en «La Batalla». Es ese declive político el que los mantuvo siempre aislados y siempre a contrapié: militando en UGT pero llamando constantemente a la puerta de la CNT, para que esta se convirtiera en la base de masas, que ellos no tenían, de su revolución proletaria. Creo, simplificando, que no tuvieron suficiente capacidad política; y, pero esto es una argumentación contrafáctica, no le hizo ningún bien perder a Maurín, la capacidad política de Nin y ya no digamos de Andrade y Gorkín estuvieron siempre bastante por debajo. Precisamente por eso su declive; no hay que buscar tres pies al gato. En los meses de mayor efervescencia de los discursos revolucionarios fue el grupo que menos creció, en todos los sentidos. Precisamente por eso se convirtió, injustamente, en chivo expiatorio en diciembre de 1936 y en mayo de 1937. Era más fácil, menos costoso, darle a él que a ningún sector anarquista.
¿ Qué motivó, como señala usted en el capítulo duodécimo que un bien tan preciado y necesario como la unidad antifascista se rompiera? ¿Estaban todos locos de atar?
La unidad de la izquierda ha sido siempre una empresa muy difícil; más que la de la derecha. La izquierda, en general, ha de superar las divisiones de proyectos, mientras que en la derecha – y soy conciente de que simplifico- la división se sitúa sobre todo en el terreno de los intereses materiales, mucho más conciliables que las confrontaciones de ideas. La unidad antifascista en la España de la guerra civil era una unidad de izquierda popular, con algunos intereses materiales contradictorios; había confrontación de proyectos y había conflictos entre los intereses materiales de los trabajadores urbanos y los campesinos, entre los jornaleros campesinos y los pequeños propietarios campesinos; entre los trabajadores urbanos industriales y la menestralia, los pequeños comerciantes… Por eso pienso que la propuesta de frente popular y de revolución popular era la más justa y la más eficiente en aquella situación. Sin embargo, no todos la compartieron; ni siquiera muchos de los que invocaban al frente popular. Se dio la peor combinación de conflicto ideológico y conflicto político. Por otra parte, el curso de la guerra, que nunca llegó a ser positivo – lo máximo que alcanzó el bando republicarse fue a aprender a defenderse – incidió de manera muy negativa sobre la unidad. Con más armas y con más pan la unidad habría sido más fácil; pero de eso no estuvo nunca sobrado el bando antifascista. Y en las relaciones del bando antifascista también intervinieron, por acción y por omisión, las potencias; no sólo la URSS, la única que se cita, sino y sobre todo Francia y Gran Bretaña. Este último es un tema clave del segundo volumen. Con ser importantes las divisiones de los primeros diez meses, las más graves fueron las que se produjeron a partir del verano de 1937, cuando lo que se empezó a poner en cuestión era si tenía sentido o no seguir haciendo la guerra. Y por último, no quiero olvidar el factor humano, el factor del liderazgo; más allá de que todos fueran, por principio, unitario, no todos dieron la talla a la hora de concebir las complejidades del momento y saber ser, de manera práctica, unitarios.
¿Los hechos de mayo de 1937 fueron para usted un ejemplo de contrarrevolución estalinista? ¿Qué fueron si no?
No fueron de ninguna manera una contrarrevolución estalinista. En primer lugar, no fueron una contrarrevolución. En segundo lugar, no se produjeron por ninguna instrucción de Stalin y, ni siquiera, por la iniciativa comunista. Fueron, en el plazo medio, el desenlace final del conflicto abierto en el seno del campo antifascista, de la incapacidad de los protagonistas por resolverlo por medios políticos; y en el plazo corto una rebelión anarquista, no exactamente una rebelión de la CNT, si una rebelión de sectores anarquistas diversos, que nunca llegaron a tener un mando compartido, lo que también explica su desarrollo y su desenlace. Y la precipitación final de ese plazo corto no empezó en el intento gubernamental de intervención en la Telefónica, sino en los sucesos de Puigcerdá-Bellver y el asesinato de Roldán Cortada. Esta interpretación que no es la que, lamentablemente, domina hay que desarrollarla y argumentarla con detalle; es lo que hago en el libro y, de una manera más resumida, en textos como el de mi aportación al libro editado recientemente por Ángel Viñas, «El combate por la historia», que es, en parte, una réplica a algunas de las falsedades del Diccionario de la Academia de la Historia, en lo que se refiere a la historia de la República y la Dictadura franquista.
Estoy tentado de preguntarle por un contrafáctico para seguir la conversación.
Los contrafácticos no suelen muy aconsejables pero adelante con él. El riesgo es suyo.
Nota edición:
[*] La primera parte de esta entrevista ha sido publicada en http://www.rebelion.org/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.