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El fundamentalismo cristiano y el libro olvidado más influyente del Siglo XX

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

«Hay un libro en las vitrinas de Londres y Nueva York,» dijo Frank Buchman, evangelista de la clase alta, ante una asamblea en el Metropolitan Opera House en noviembre de 1935. «El título es «It Can’t Happen Here» [Eso no puede pasar aquí]*.

Algunos de entre vosotros que habéis leído las importantísimas palabras del Secretario de Estado: ‘nuestro propio país necesita urgentemente un despertar moral y espiritual,’ podríais haber dicho lo mismo: ‘Eso no puede pasar aquí.'»

En 1935, Buchman estaba en la plenitud de sus poderes, un hombre pequeño, bien alimentado y bien vestido sin ninguna distinción natural, quien no obstante anduvo viajando por el mundo en compañía de reyes y reinas y de muchachos inteligentes, jóvenes, sonrosados, de Oxford y Cambridge y Princeton. En verdad, Buchman fue excluido de Princeton, donde como ministro luterano había acechado a estudiantes que consideraba elegibles para «cirugías del alma,» como llegaría a llamar su variación del procedimiento de vuelta a nacer; y la Universidad de Oxford consideraba medidas legales para impedir que utilizara su nombre para su movimiento. Entonces llamaba a sus seguidores el «Grupo de Oxford,» después de descartar el de «Confraternidad Cristiana del Primer Siglo» tal vez por considerarlo jactancioso, por no decir inexacto cuando era aplicado a los cientos de miles de seguidores de Buchman en el Siglo XX.

El nombre de «Rearme Moral,» acuñado por Buchman cuando Europa entraba a la Segunda Guerra Mundial, fue el nombre que terminó por pegar. Sin ser exactamente una organización – no existían cuotas ni listas de miembros – pero menos democrático en espíritu que un movimiento social, Rearme Moral desplegó sus metáforas militares a través de los interminables viajes de propaganda de Buchman, las campañas de propaganda y la guerra espiritual practicada por sus discípulos al servicio de una ideología «ni de izquierdas, ni de derechas, pero recta,» en boca de uno de los hagiógrafos de Buchman. Los objetivos de Rearme Moral eran tan generosamente utópicos como para carecer de sentido, pero en la práctica sirvió claramente propósitos conservadores: la preservación de la casta. «Hay un tremendo poder,» predicó Buchman, «en una minoría guiada por Dios.» En un retrato favorable publicado por The New York World-Telegram, Buchman citó nombres: «Pero pensad en lo que significaría para el mundo si Hitler se rindiera al control de Dios. O Mussolini. O cualquier dictador. Mediante un hombre semejante, Dios podría controlar una nación de un día al otro y solucionar hasta el último problema apabullante.» Pensaba que el proceso ya había comenzado: «Doy gracias a Dios por un hombre como Adolf Hitler, quien edificó una línea de frente de defensa contra el Anticristo del Comunismo,» dijo al periodista.

Antes de la guerra, cuando hombres como Henry Ford y Charles Lindbergh admitieron abiertamente su admiración por Hitler, todavía no se corría riesgo al nombrar el estilo de gobierno al que apuntaban las siguientes palabras: Los problemas humanos, declaró Buchman, requieren «una democracia controlada por Dios, o tal vez debiera decir una teocracia.» Igual de buena, agregó, sería una «dictadura fascista controlada por Dios.»

Buchman había subido al escenario esa tarde de 1935 para decir a los más acaudalados de Manhattan que eso podría pasar aquí, y que así debiera ser. «Pensad en naciones cambiadas,» dijo a su audiencia, instándola a imaginar una «cirugía de almas» a escala nacional, o algo aún más grandioso: «un súper-nacionalismo controlado por Dios.»

Ese sueño sobrevive en la actualidad. No sólo en las ambiciones políticas de políticos de la Derecha Cristiana, que actualmente forman una especie acuciada por problemas, sino aún más en el fundamentalismo de estilo de vida aparentemente optimista predicado por mega-pastores como Joel Osteen (autor de «Become a Better You» [Su mejor vida ahora]), cuyo nombre mismo es una marca registrada, y Rick Warren, autor del libro de ventas gigantescas «Purpose-Driven Life» [Una vida con propósito] – y, desde abril de 2008, patrocinador oficial de Ruanda que se ha sometido bajo su guía a una cirugía de almas a escala nacional para convertirse en la «Primera nación con propósito,» abrazando la mezcla envuelta en frases amables de la teología de Warren basada en la Biblia, de obediencia y capitalismo, como antídoto para el ateísmo, sea en la forma de genocidio o socialismo. Warren, a pesar de su comportamiento cortés – o tal vez debido a éste, no hace distinciones. O estás con Dios, o estás contra Él.

Y no obstante, Rick Warren, Joel Osteen, y el fundamentalismo amigo de los negocios de la era post Derecha Cristiana no provocan alarmas liberales como lo hacen aporreadores de púlpitos del tipo de John Hagee, Pat Robertson, y James Dobson. La ironía es que la agenda de este evangelicalismo del nuevo estilo de vida, va mucho más lejos que la de la Derecha Cristiana tradicional: la Derecha Cristiana quería un sitio en la mesa; el evangelicalismo del estilo de vida quiere construir la mesa. Quiere fijar los términos mismos en los que imaginamos lo que es posible, y con ese fin prescinde de términos que puedan ahuyentar a los liberales. Es un fundamentalismo abarcatodo – todos caben.

Pero los objetivos finales siguen siendo los mismos. Es verdad que Osteen se distancia generalmente del aborto, y Warren, tan opuesto en todo a la homosexualidad como era Jerry Falwell, prefiere hablar de ayuda para el SIDA. Pero los dos – y el nuevo evangelicalismo como movimiento – siguen predicando la fusión entre cristianismo y capitalismo introducida hace tres cuartos de siglo. En apariencia, es autoayuda; si se raspa un poco se revela como una ideología profundamente conservadora que refunde la iglesia y el Estado, las escrituras y la moneda, la fe y las finanzas. Hay un cierto sentido en el que la visión del «Súper-nacionalismo controlado por Dios» de Buchman prospera actualmente con más seguridad de lo que jamás lograra en los años treinta, un período de conmoción económica radical. La diferencia es que hoy lo llamamos globalismo.

Cristo y capital, unidos profundamente en el corazón del imperio mundial más poderoso desde el punto de vista militar de la historia: para muchos liberales e izquierdistas, suena como fascismo rastrero. Pero mirad alrededor: no lo es. No vivimos en una era fascista. El triunfo de la visión de Buchman, la era del imperio con propósito, en estos días de guerra en el exterior y de llegar a ser una persona mejor en el interior, no representa un retorno a las pasiones hitlerianas de los años treinta. Parafraseando el Eclesiastés, podrá no haber nada nuevo bajo el sol, pero es seguro que hay más de un tipo de política reaccionaria. El fundamentalismo estadounidense no reverencia la violencia individual, como lo hizo el fascismo, a pesar de que suministra el fundamento para la violencia imperial en escala masiva. Al fundamentalismo estadounidense le preocupa poco lo de ‘Sangre y Suelo’; sus ambiciones son literalmente universales. El fundamentalismo estadounidense no depende de una Gestapo – bajo el signo de la cruz como símbolo no de sufrimiento sino de poder, cada creyente se convierte en informante sobre sí mismo. La censura se convierte en una función del alma, no del Estado; los pastores no tienen que preocuparse de prohibir lenguaje que nunca es expresado.

Para comprender los ecos incómodos de la ideología más odiada del siglo pasado en el fundamentalismo estadounidense contemporáneo – y por qué la fe conservadora actual es más suave en su retórica y más literalmente totalitaria – tenemos que exhumar un par poco probable de «pensadores»: Buchman, y un publicista llamado Bruce Barton, dos de los charlatanes más influyentes de comienzos del Siglo XX.

* * *

Buchman nunca se preocupó de detalles. Si se hubiera dado la molestia de tomar «Eso no puede pasar aquí,» un libro que consideraba demasiado pesimista, habría descubierto que el «Eso» del título del volumen se refería al fascismo. Cinco años antes, el autor del libro, Sinclair Lewis, se había convertido en el primer estadounidense en obtener el Premio Nobel de Literatura, en reconocimiento por novelas como «Babbit,» «Arrowsmith,» y «Elmer Gantry.» «Eso no puede pasar aquí» no fue la mejor obra de Lewis, pero contenía parte de sus textos más espeluznantes. ¿No puede pasar aquí? La novela de Lewis sostenía que ya había sucedido, en innumerables pequeñas salas en todo el país, en reuniones de rotarios y de Hijas de la Revolución Estadounidense, en acaloradas reuniones en las iglesias y en cines donde pistoleros iban a horcajadas sobre sueños estadounidenses como si fueran Mussolinis con espuelas. Todo lo que faltaba era el hombre decisivo adecuado para que tomara la espada y la cruz y entrara al Despacho Oval. En la novela, ese hombre es el senador Buzz Windrip, un sureño campechano respaldado por un predicador de la radio llamado Bishop Peter Paul Prang [Obispo Pedro Pablo Amedrentado] y su «Liga de hombres olvidados.»

La historia comienza con la «Cena de las damas» del Club Rotary de una pequeña ciudad, y la señora Adelaide Tar Gimmitch, experta en «Cultura infantil,» que sermonea a un grupo de ciudadanos preocupados, en trajes de noche.

Su sermón podría haber sido tomado directamente de Abram: «Os digo, amigos míos, ¡el problema con todo este país es que es tantos son egoístas! Hay ciento veinte millones de personas, y un noventa y cinco por ciento sólo piensan en sí mismas, ¡en lugar de poner manos a la obra y ayudar a los hombres de negocios responsables para que restablezcan la prosperidad! ¡Todos esos sindicatos corruptos y egoístas! ¡Codiciosos! ¡Piensan sólo en cuánto salario pueden extorsionar a sus desafortunados empleadores, con todas las responsabilidades que tiene que soportar!

«‘Lo que este país necesita es Disciplina…'»

La voz de la razón de la novela es el editor del periódico local, un cierto Doremus Jessup, a través de quien Lewis atiborra una densa pero breve narración de la tendencia autoritaria en la historia estadounidense:

«¡Vaya!, no hay otro país en el mundo que se puede volver más histérico – sí, ¡o más obsequioso! – que EE.UU. Mirad como Huey Long llegó a ser monarca absoluto sobre Luisiana, y cómo el Muy Honorable señor Senador Berzelius Windrip es dueño de este Estado. Escuchad al Obispo Prang y al Padre Coughlin en la radio – oráculos divinos para millones. Recordáis con qué ligereza la mayoría de los estadounidenses aceptaron los sobornos de Tammany y las bandas de Chicago y la corrupción de tantas personas designadas por el presidente Harding? ¿Podía ser peor el grupo de Hitler, o el de Windrip? ¿Recordáis el Ku Klux Klan? ¿Recordáis nuestra histeria bélica, cuando llamamos «repollo Libertad» al chucrut y alguien realmente propuso que llamaran la rubéola alemana ‘rubéola Libertad’? ¿Y la censura de periódicos honestos en tiempos de guerra? ¿Igual de malo que Rusia? ¿Recordáis cómo besábamos los – bueno, los pies de Billy Sunday, el evangelista del millón de dólares?… ¿Recordáis cuando legisladores paletos en ciertos Estados, obedeciendo a William Jennings Bryan, quien aprendió su biología de su piadosa abuela anciana, se establecieron como expertos científicos e hicieron que todo el mundo se muriera de la risa al prohibir que se enseñara la evolución?… ¿Recordáis a los night-riders de Kentucky [bandas de matones montados, N. del T.]? ¿Recordáis cómo trenes repletos de gente iban a disfrutar de los linchamientos? ¿No pasa aquí? ¿La Prohibición – matar a gente a tiros sólo porque podría transportar bebidas alcohólicas? ¡No, eso no podría pasar en EE.UU.! ¡Vaya! ¡Cuándo en toda la historia ha habido alguna vez un pueblo tan maduro para una dictadura como el nuestro!»

Y sin embargo, el fruto nunca fue cosechado. EE.UU. no sucumbió entonces – y todavía no lo ha hecho – al fascismo de estilo europeo. Y tampoco, en realidad, abraza siquiera la Derecha Cristiana contemporánea una variedad moderna de «nacional socialismo.» Muchos de los ingredientes están presentes: patriotismo militarista, una identificación borrosa de la iglesia con el Estado, una reverencia por los hombres fuertes, una tendencia a ubicar a tales hombres en la cumbre de jerarquías corporativas, incluso un «otro» odiado (para los fundamentalistas estadounidenses, judíos y católicos cedieron el paso a los comunistas, y ahora el movimiento está dividido respecto a quién satanizar más, a los musulmanes o a los gays).

Pero otros elementos del fascismo al estilo europeo nunca emergieron en EE.UU. A pesar de la participación casi constante de la nación en una u otra guerra durante los últimos sesenta años, nunca ha adoptado una ideología que celebre explícitamente la violencia. Tampoco tenemos una policía secreta interior en la escala de la Gestapo. Y es el propio cristianismo el que ha impedido que los fundamentalistas, la población más autoritaria de EE.UU., adopten el culto de la personalidad alrededor del cual se organizan los Estados fascistas. No importa en qué medida el movimiento pueda reverenciar a Ronald Reagan o a George W. Bush, o al próximo salvador político que se presente, esos hombres siempre aceptarán un segundo puesto después de Jesús – «El Hombre al que Nadie Conoce,» como decía el éxito de ventas de Bruce Barton en 1925, tal vez el libro olvidado más influyente del Siglo XX.

El editor de Barton se jactaba de que el libro podía ser leído en dos horas, pero la mayoría de los lectores podía absorberlo rápidamente en la mitad de ese tiempo. Menos una narrativa que un collage de textos publicitarios «El Hombre al que Nadie Conoce» ofrecía una versión barata de Cristo como «¡el invitado a cenar más popular en Jerusalén!» Los signos de exclamación abundan en la obra de Barton. «¡Un fracaso! comienza el libro – y en este caso hay que leer los signos de exclamación como signos incrédulos de interrogación, una cita de la supuesta visión liberal de Cristo como «débil y enclenque,» un inútil afeminado que murió en la cruz porque no podía hacer nada mejor. Barton responde con la mayor historia jamás contada de la revista Fortune: «Tomó a doce hombres de las filas inferiores de los negocios y los forjó en una organización que conquistó el mundo.»

El propio Barton era un hombre semejante. Conformado como una caja de zapatos, con su cabeza de cara aplastada sobre un cuerpo rectangular pero al mismo tiempo bien parecido, con ese modo de mandíbulas contraídas que hace que algunos hombres parezcan como si hubieran nacido para dirigir a la industria, el nombre de Barton subsiste como un cuarto del gigante de la publicidad Batten, Barton, Durstine y Osborne, pero su delgado volumen sobre Cristo como supremo vendedor existe ahora sólo como curiosidad académica, evidencia para los historiadores de la «secularización» de la religión durante los años veinte. Publicado en el mismo año en el que tuvo lugar el «juicio del mono» contra Scopes, «El hombre a quien nadie conoce» ha parecido a observadores semejantes como prueba de que la preocupación principal del secularismo – los negocios – había subsumido a la teología. Barton convirtió a Jesús en un gurú de la administración y en un profeta derrotado por las ganancias. Incluso en la era de un presidente quien revende como sus calificaciones gemelas un título en administración de empresas y su relación íntima con Jesús, se celebra a «Gran Gatsby» de Fiztgerald y a «Babbitt» de Lewis como los textos definitivos de esa era anterior, las historias que conformaron el curso posterior de la nación.

Y a pesar de ello, «El hombre a quien nadie conoce» aventajó a ambos. Fue el libro leído en los tranvías y sus admiradores jugaban con el título, el volumen era distribuido en masa a amigos y empleados. Así, también, sus temas prosperan ahora, mucho más que la desesperación de Fitzgerald o el desdén de Lewis por el capitalismo. Gatsby y Babbitt podrán seguir siendo discutidos en las salas de clase de inglés en la secundaria, pero el Cristo-empresario de Barton triunfa en una escala más amplia, el «Maestro,» como lo llamó Barton, de los éxitos de venta tales como «God is my CEO: Following God’s Principles in a Bottom-Line World» [Dios, es mi director ejecutivo: siguiendo los principios de Dios en un mundo de balance final] y «Jesus CEO: Using Ancient Wisdom for Visionary Leadership» [Jesús director ejecutivo: utilizando sabiduría antigua para un liderazgo visionario] y, el más influyente, el manual espiritual de gestión de tiempo de Rick Warren «Una Vida con Propósito» – ¡más de 25 millones de ejemplares vendidos desde su publicación en 2002!

En los días de Barton, Frank Buchman declaró que «El hombre a quien nadie conoce» fue una de «las extraordinarias contribuciones a mi vida y obra.» Por cierto, es difícil imaginar el ascenso del actual evangelicalismo amigo de los negocios alzándose de las cenizas de la revuelta populista de del fundamentalismo de los años veinte sin el precedente de la religión del «hombre sobresaliente» establecida por «El hombre a quien nadie conoce.» Pero si el libro adoptó a un Jesús literalmente fundamentalista – un Cristo despojado de todo lo que Barton consideró una acrecencia cultural feminizante – Barton no fue, él mismo, fundamentalista. Estaba menos interesado en las batallas doctrinarias de la religión separatista que en la fuerza de conducción del cristianismo como el mejor medio para la eficiencia nacional. En este sentido, siguió el ejemplo establecido por uno de sus principales asesores teológicos, Harry Emerson Fosdick, incluso cuando se ceñía a una moralidad y política más similar a la de Billy Sunday.

En 1922, Fosdick había predicado un sermón que fijaba las líneas de batalla y que se convirtió en una especie de manifiesto para los cristianos modernistas. «¿Vencerán los fundamentalistas?» intentó probar que no podían lograrlo. Irónicamente, también estableció la visión política y teológica que permitiría que los fundamentalistas más sofisticados como Abram construyeran para el futuro.

«Debemos ser capaces de estudiar detenidamente nuestra vida moderna en términos cristianos, y para lograrlo debemos ser capaces de considerar detenidamente nuestra fe cristiana en términos modernos,» predicó Fosdick desde el púlpito de la Primera Iglesia Presbiteriana de Nueva York. Recordando a su congregación de los adelantos en la ciencia, y aún más peligrosamente, de la erudición bíblica – la «alta crítica» alemana que sostenía que la Biblia podía ser mejor comprendida con un conocimiento de su contexto histórico – declaró que «el nuevo conocimiento y la antigua fe [tienen que] ser mezclados en una nueva combinación.»

Fosdick imaginó que esa combinación sería cosmopolita y literaria, conformada por una comprensión de la metáfora y un desdén benevolente por los literalistas del pasado. No tenía ningún concepto de otros significados que los futuros conservadores cristianos tomarían de su llamado, barajando las partes no al servicio de un liberalismo sabio sino de un fundamentalismo sofisticado alimentado por la ciencia. La visión acomodaticia del modernismo de Fosdick iluminó el camino para una cruzada tradicionalista en la que ulteriores fundamentalistas – influenciados, de un modo no tan indirecto, por Marx, al que algunos leyeron con la idea de utilizar sus ideas con fines conservadores – se dieron cuenta de que podían apoderarse de los medios de producción cultural y política. Podían producir mejor radio que los liberales, mejor propaganda, y ante todo, podían conformar, dirigir y financiar a mejores políticos. No sólo legisladores moralmente superiores, sino mejores cuadros políticos – hombres (y, con el tiempo, mujeres) que tomaran del «modernismo» sólo sus normas, no sus objetivos, y superaran a sus puros campeones en el juego que se imaginaban haber inventado.

Fosdick allanó el camino con su poderosa denuncia de las denominaciones, y se convirtió pronto en una pesadilla para los cristianos que definían su fe por el «hecho» de la guerra espiritual, en la cual existen en última instancia sólo dos lados, el de ellos y el del enemigo: Cristo y Satanás. «Si,» predicó Fosdick, «durante la [Primera Guerra Mundial] cuando las naciones luchaban al borde mismo del infierno y a veces parecían perdidas, daba la casualidad de que se oyera a dos hombres en un altercado sobre algún tema menor de denominacionalismo sectario, ¿se podría atemperar la indignación? Uno decía: «¿Qué podemos hacer con gente semejante que, ante problemas colosales, prueba jueguitos y pecadillos de la religión?»

Desde luego, esos «jueguitos» constituyen la médula intelectual del cristianismo y las convicciones que impiden que sus preceptos más antiguos se mezclen de un modo demasiado fácil con las imprescindibles vulgaridades de la política partidaria. Barton, como Fosdick, no veía motivos para no hacerlo. Al volver a EE.UU. de una gira europea en 1930, se preguntaba: «¿Cómo podemos desarrollar el amor del país, el respeto por los tribunales y la ley, el sentido de la obligación nacional, que Mussolini ha recreado en el alma de Italia?»

Elogió «la eficiencia y el progreso» de Mussolini, y el dominio por Hitler de la ciencia y la psicología del publicista, después de otra visita a Europa en 1934. «Sólo fuertes hombres llenos de magnetismo inspiran gran entusiasmo y construyen grandes organizaciones,» señaló en «El hombre a quien nadie conoce.» No defendía el desdén de los dictadores por los derechos, insistió, pero tenía que admirar la propaganda antisemita de Hitler, tan detallada en su documentación de la influencia judía en Alemania, que uno podía ver fácilmente por qué «no era nada antinatural que tuviera lugar» el ascenso de Hitler. Declarando su «generosa» disposición de ánimo, dijo que prefería a Roosevelt, a quien consideraba un «dictador» contrario a los negocios, a Hitler. A pesar de todo, parecía ver más similitud entre ellos que diferencias. «Todo nuevo trato tiene que tener a alguien a quien culpar cuando no se realizan todas las promesas. Nosotros culpamos a los reaccionarios; Hitler culpa a los judíos.»

Cuatro años después, Barton entró al Congreso como un destacado aislacionista, opuesto no sólo a la guerra contra los poderes del Eje, sino también a la ayuda a los Aliados. Prometió luchar contra el dictador que veía más cercano: Roosevelt. Prometió «Revocar una ley por día.» O, en el argot del fundamentalismo actual: Deja ir, y deja a Dios hacer su parte. El Wall Street Journal pensó que era una idea capital. «No es que un congresista más o menos, especialmente uno nuevo, pueda detener la fuerza destructiva, hasta ahora incontenible,» del gobierno, editorializó el periódico, «sino que la elección [de Barton] puede servir como un faro para alentar a otros hombres razonables, que han demostrado su éxito en la industria… para que actúen contra la red de legislación en la que se debate actualmente la nación.»

Pero Barton no fue un fascista en la misma línea que Henry Ford (a quien citó como una autoridad en negocios cristianos en «El hombre a quien nadie conoce») o incluso de la mente poco clara de Frank Buchman. Era un publicista, un optimista. En un editorial para el Wall Street Journal intitulado «Tiempos duros,» Barton citó al editor del Journal sobre la necesidad de la pobreza: «Lo que tiene lugar en esta Tierra es un gran experimento en el desarrollo del carácter humano. El Creador no está interesado en dinero o mercados, sino en hombres más perdurables… el sufrimiento los desarrolla.» Que los sujetos de ese gran experimento no hayan estado tan interesados en ese desarrollo como los magnates de la industria, desconcertaba ligeramente a Barton, pero no le preocupaba. Se sentía seguro de que podrían terminar por ser persuadidos con una canción publicitaria y un eslogan contagioso, por una paz «más justa.»

Una neolengua semejante representa la autosatisfacción confianzuda de una mente que confunde la eficiencia de frases breves con la profundidad del significado. En «El hombre a quien nadie conoce» Barton relata la historia de un periodista asignado a cubrir en una sola columna un gran tema del día, no identificado. Cuando el periodista protestó que una columna no era suficiente espacio, su editor le dijo que estudiara el Libro de Génesis – toda la creación resumida en 600 palabras bien ordenadas. El continuo trabajo de los teólogos que encuentran en las escrituras por lo menos tantas preguntas como respuestas no era cosa de Barton. Tampoco era un hombre adecuado para las marañas de la teoría política, una limitación que, en vista de sus simpatías declaradas por los hombres fuertes, puede haberlo salvado de un camino más atemorizante. ¿»Mi lucha?» Ese libraco pesaba unas 1.000 páginas. A Barton simplemente le faltaba la paciencia necesaria para el fascismo. Hitler le era demasiado profundo.

Pero también tomaba demasiado en serio una de las premisas centrales del fascismo, como para abrazar la violencia de la ideología: el fascismo, la palabra misma derivada del latín para un manojo de varas atadas en conjunto y por lo tanto irrompibles, prometía unidad. Barton quería eso: unidad. Como publicista, creía que podía ser lograda mediante la persuasión en lugar de la fuerza de las armas. Además, entendía que la mejor manera de vender un producto era no sólo a través del miedo sino el miedo más el deseo: avivar la ansiedad del consumidor de que él o ella carecían de algo, y luego pulsar algún botón en el cerebro que condujera a la convicción de que su adquisición conduciría a la felicidad. El consumo, no el fascismo, constituía el núcleo de su cristianismo, la fe que se desarrolló para convertirse en la «falta de libertad confortable, fácil, razonable, democrática» diagnosticada décadas más tarde como la religión de la Guerra Fría de EE.UU. por Herbert Marcuse, el credo que ganó la guerra para el capitalismo, el corazón del nuevo fundamentalismo del Siglo XXI, igual que el anterior.

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Jeff Sharlet es autor de «The Family: The Secret Fundamentalism at the Heart of American Power» (Harper), que será publicado dentro de poco, del que ha sido adaptado este ensayo.

*Sinclair Lewis, «It Can’t Happen Here» [Eso no puede pasar aquí] (Doubleday, Doran and Co., 1935), p. TK. MGM compró los derechos cinematográficos de la distopía de Lewis, pero a pesar de que su tirano ficticio parecía haber sido modelado a la imagen del demócrata Huey Long, Will H. Hays, presidente de la Asociación Cinematográfica de EE.UU. y autor del censurador Código Hays condenó la historia como demasiado anti-republicana. Años después, NBC sustituyó los extraterrestres en monos rojos por fascistas republicanos y convirtió la novela en una miniserie llamada «V», transmitida durante el auge de la era Reagan.

http://www.counterpunch.org/sharlet06132008.html