Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Hay que pensar en ello como si se le pusiera un barniz dorado al dolor. El año pasado, el presidente de un «hedge fund» [fondo de cobertura], John Paulson, de Paulson & Co. cobró unos hermosos 3.700 millones de de dólares. (¡Sí, lo leíste bien!) Lo hizo sobre todo, según el Wall Street Journal, «apostando en contra de determinados valores respaldados por hipotecas subprime [de alto riesgo] y obligaciones de deuda colateralizadas.» Y no fue el único. El gestor de hedge fund Philip Falcone de Harbinger Capital Partners amasó unos comparativamente miserables 1.700 millones de dólares en 2007, también con apuestas contra hipotecas de alto riesgo [subprime]. Son fortunas que van más allá de lo imaginable, hechas a una velocidad increíble apostando a la pura miseria de otros. Hay que pensar en ellos como en Las Vegas con una tendencia mezquina de un kilómetro de ancho.
En una semana en la que Citibank publicó noticias sobre pérdidas trimestrales de 5.100 millones de dólares y arrolladores recortes de puestos de trabajo, en que disturbios por falta de alimentos salpicaron el planeta, el petróleo llegó a 117 dólares el barril, y los precios de la gasolina promediaron 3,47 dólares el galón en las estaciones de servicio (y es probable que se agreguen otros 50 centavos el próximo mes), la revista Alpha magazine de Institutional Investor publicó su lista de los 50 principales gestores de hedge fund. En 2007 «ganaron» un total de 29.000 millones de dólares. (Incluso para meterte entre los 25 principales tendrías que cobrar por lo menos 360 millones de dólares.) Para ponerlo en perspectiva, Paulson solo ganó 1.600 millones de dólares más que lo que le va a costar a J.P. Morgan Chase recoger al caído Bear Stearns; en una hora, se embolsó 30 veces lo que una familia estadounidense promedio ganó en todo el año pasado. Y un bocadito delicado que va con eso: La desigualdad de ingresos en 2007 estuvo, según Associated Press, «a su más alto nivel desde 1928, el año antes del comienzo de la Gran Depresión.»
Y a pesar de todo, un artículo del New York Times sobre las ganancias de Paulson y su gente describió a los gestores de hedge fund con auténtico sobrecogimiento como «esos amos de un universo financiero secreto, a veces volátil.» Amo del Universo (una etiqueta originalmente atribuida a un personaje súper-musculoso de acción de los años ochenta llamado He-Man) – semejantes descripciones nos han acompañado desde el comienzo de nuestra nueva Edad Dorada y nadie lo sabe mejor que Steve Fraser. Su libro sobre nuestros «amos del universo» financiero desde el Siglo XVIII a la actualidad: «Wall Street: America’s Dream Palace» [Wall Street, el palacio de los sueños de EE.UU.] acaba de ser publicado. Como escribe: «Comenzando con la manía de fusión y adquisición de mediados de los años ochenta, los medios fueron invadidos por descripciones de ‘pistoleros,’ ‘príncipes azules’ y ‘caballeros negros,’abejas asesinas,’ ‘pistoleros a sueldo… y ‘bárbaros ante las puertas,’ apelaciones guerreras emprestadas desordenadamente de la antigüedad, la Edad Media, y el Oeste mitologizado de EE.UU.» El lenguaje utilizado siempre tenía ese tono indispensable de sobrecogimiento, parte de una cultura que equivalía a un culto del Titán. Fraser, cuyo libro es simplemente espléndido (y, en esta era de inundación de información, compasivamente corto); ofrece una breve historia de imágenes clave de personas influyentes de Wall Street – el aristócrata, el timador, el héroe, y el inmoral – y te lleva a un viaje conciso por la relación de amor/odio entre EE.UU. y Wall Street desde la fundación de la república hasta tarde ayer por la noche.
Ahora, cuando la capa de pintura dorada de nuestra era comienza a desprenderse y a descascararse, Fraser vuelve a la última Edad Dorada de fines del Siglo XIX, para formular algunas preguntas aplicables a nuestro momento, especialmente por qué, hoy en día, a diferencia de fines del Siglo XIX, las protestas por los Paulson de nuestro mundo no llegan al cielo. Tom
El gran silencio
Nuestra Edad Dorada y la del pasado
Steve Fraser
Busca en Google «segunda Edad Dorada» y te llevarán a cientos de sitios posibles en los que podrás aprender más sobre lo que ya sabes instintivamente. Que vivimos en una edad dorada ya es un lugar común periodístico. La inconfundible deriva de toda el habla al respecto es un Yogui-ismo [referencia a los comentarios jocosos de un famoso beisbolista, Yogi Berra, N.del T.]: es un asunto de déjà vu y de nuevo. ¿Pero es así? ¿Es EE.UU. de fin de siglo una réplica del mundo que Mark Twain bautizó por primera vez «dorado» en su primer éxito de ventas en los años setenta del Siglo XIX?
Ciertamente, Twain se habría sentido bien en su casa en nuestros días. El capitalismo de amigotes, el principal objetivo de su humor satírico en «La Edad Dorada.» prospera. Conjuras incestuosas tan sobredimensionadas como aquella en la que los principales inversionistas de Union Pacific Railroad conspiraron con un vagón cargado de funcionarios gubernamentales incluyendo al vicepresidente de Ulysses S. Grant, para saquear una vez más el tesoro federal, lubrican una vez más la maquinaria de las decisiones políticas públicas. Un régimen de amigotes que habría sido familiar para Twain lubrica las ruedas de estos años terminales del gobierno de Bush. Incluso la invasión y destrucción de Iraq fueron concebidas y realizadas como un ejercicio en grande de estrategia de amigotes; llámalos amigotes con más vigor aún. Todo esto ha estado sucediendo desde que Ronald Reagan devolvió el futuro a EE.UU.
El EE.UU. de Reagan fue pintado deliberadamente de oro. En 1981, cuando los Nuevos Ricos y la Nueva Derecha desfilaron en sus suntuosos ropajes en Washington para celebrar el baile inaugural del nuevo presidente, lo llamaron un «bacanal de los que tienen.»
Diana Vreeland, gurú del estilo (así como confidente de Nancy Reagan), fue directa con estilo: «Todo es poder y dinero y como usar a ambos… No debemos temer al esnobismo y al lujo.»
Fue cuando la división de la riqueza y de los ingresos comenzó a polarizarse de modo que, mídase como se quiera, el país ha excedido ahora los extremos de desigualdad logrados durante la primera Edad Dorada; tampoco se sienten más embarazadas nuestras elites por su adoración de Mammon que los miembros de la «clase ociosa» denunciada hace un siglo por ese implacable crítico social del capitalismo estadounidense, Thorstein Veblen.
En aquel entonces, era cosa de disfrazarse como nobleza europea en fastosos bailes en elegantes hoteles como el Waldorf-Astoria de Nueva York, aislado para impedir todo desagrado proveniente de la calle (donde la gente de a pie estaba de un humor poco agradable tratando de sobrevivir la salvaje depresión de los años noventa del Siglo XIX). La actual «clase ociosa» está encerrada en comunidades cerradas o en casas que más parecen museos, tan inmensas como los castillos importados de sus precursores de la Edad Dorada, listos para partir volando – en caso de que los nativos se pongan intranquilos – a islas privadas, a bordo de sus aviones jet privados.
El mercado libre como melodrama
Durante el auge de la primera Edad Dorada, William Graham Sumner, sociólogo de Yale y el exponente más famoso de la teoría de Herbert Spencer del darwinismo social (todos contra todos), hizo una buena pregunta: ¿Qué debe una clase social a la otra? La respuesta del profesor fue: virtualmente nada.
Como en esos días, actualmente son interminables las justificaciones ideológicas para una desigualdad tan omnipresente que nadie puede realmente ignorarla por completo. En 1890, el reformador Jacob Riis publicó su libro «Cómo vive la otra mitad.» Algunos se conmovieron por sus vívidas descripciones de la pobreza absoluta. A fines del Siglo XIX, sin embargo, la forma preferida de echar por la borda esa molesta realidad era culpar a una cultura de dependencia supuestamente prevaleciente entre «las clases inferiores,» particularmente, desde luego, entre aquellos de ciertos tonos de piel y orígenes étnicos; y la manera lógica de curar esa dependencia, se afirmaba, era eliminar la asistencia social con financiamiento público.
Cómo nos lo recuerda la política de «asistencia pública al trabajo» inventada por el gobierno de Clinton, una permutación de una forma de dependencia – asistencia social – por otra – trabajo con bajos salarios. La pobreza, al ser convertida en el problema cultural y moral de los empobrecidos, exculpó a la economía de la Edad Dorada en el Siglo XIX, y en el XXI (y además resultó ser lucrativa).
Incluso ahora, sigue existiendo un asomo de la antigua justificación darwinista social – que el predominio de los «más aptos» beneficia a toda la especie – y la insinuación anexa de que los que están consignados al punto más bajo del montón, están condenados por la naturaleza a terminar ahí. A eso hay que agregar una creencia reforzada en el libre mercado como el modo más justo (para no decir el más eficiente) de distribuir la riqueza. Luego, condiméntese todo con una elevación ejecutada con bravura de la toma de riesgos a la condición de tónico espiritual, y económico. Y con eso tenemos un elixir intelectual tan auto-congratulatorio como el purgante lava-conciencias que llevó a que el profesor Summer se sintiera tan seguro en su insensibilidad.
Entonces, como ahora, la hipocresía y el autoengaño fueron los ingredientes finales en ese brebaje ideológico. Cuando tuvo que ver con asuntos prácticos, ni las elites de los negocios de la primera Edad Dorada, ni nuestros propios «liquidadores,» «terminatores,» y maquiavelistas de fusiones y adquisiciones, creyeron realmente algún día en el libre mercado o en el individuo emprendedor. Entonces, como ahora, cuando se ven en apuros (y a menudo antes) se basan en el gobierno: para favores políticos, para contratos, para ventajas fiscales, para privilegios, para tarifas y subsidios, para concesiones públicas de tierras y recursos naturales, para rescates financieros cuando los tiempos se ponen duros (vea Bear Stearns), y para la protección física, incluyendo el uso de la fuerza armada, contra todos los que puedan interferir con los derechos de la propiedad privada.
Asimismo, mientras los magnates industriales y financieros gustaban de verse como héroes por sí solos, vaqueros atrevidos en la frontera financiera urbano-industrial, la primera Edad Dorada engendró realmente a la corporación burocrática moderna – y lo hizo a costas del emprendedor autónomo. Hasta hoy, el gran Behemot del gran capital sigue siendo la institución definidora de la vida comercial. El melodrama reinante podrá seguir teniendo que ver con el libre mercado y el individuo audaz, pero entre bastidores, están el Estado y la corporación, dirigiendo a los actores.
El capitalismo de amigotes, la desigualdad, la extravagancia, la auto-justificación darwinista social, la insensibilidad que culpa a la víctima, la hipocresía del libre mercado: así fue, y ¡así es todavía!
Al fin de los años de Reagan, los intelectuales públicos Kevin Phillips y Gary Wills profetizaron que este estado de cosas era insoportable y que terminaría pronto. Phillips, en particular, anticipó un levantamiento populista. No ocurrió. En su lugar, cerca de 20 años más tarde, la segunda Era Dorada está viva, aunque no en buen estado. ¿Por qué una longevidad semejante? La respuesta nos dice algo sobre cómo estas dos épocas, a pesar de todas sus sorprendentes similitudes, son tan profundamente diferentes.
Las utopías y distopías que faltan
Como título, «Apocalipsis ahora» podría haber sido fácilmente aplicado a una película sobre EE.UU. a fines del Siglo XIX. No importa de qué lado se haya estado, existía un temor abrumador de que la nación se estaba dividiendo en dos y al borde de una segunda guerra civil; que una confrontación final entre ricos y pobres era inevitable.
Agricultores enfurecidos se movilizaron en alianzas cooperativas y en el Partido Populista. Partidos Farmer-labor [agricultores-trabajadores] en Estados y ciudades de costa a costa desafiaron el dominio del sistema bipartidista. Olas de huelgas, dirigidas por combatientes de los Caballeros del Trabajo, afectaron a comunidades enteras cuando nuevas filiaciones se extendieron más allá de barreras previamente irreconciliables de oficio, origen étnico, incluso de raza y género.
Legiones de pequeños hombres de negocios, sindicalistas, consumidores urbanos, y políticos locales se encolerizaron contra los monopolios y «los carteles.» Milicias armadas de trabajadores desfilaron por las calles de muchas ciudades de EE.UU. Las elites de los negocios y la política construyeron masivas fortalezas urbanas, arsenales públicos equipados con ametralladoras Gatling (las ametralladoras de esos días), preparándose para aplastar las insurrecciones que veían venir.
Incluso en la actualidad los nombres de Haymarket (la plaza en Chicago donde, en 1886, un atentado con bomba en una manifestación de trabajadores rebeldes condujo al linchamiento legal de líderes anarquistas en el juicio más infame del Siglo XIX), Homestead (donde, en 1892, el río Monongahela enrojeció con la sangre de matones de Pinkerton enviados por Andrew Carnegie y Henry Clay Frick para aplastar la huelga de sus empleados en la siderurgia), y Pullman (la ciudad de la compañía en Illinois donde, en 1894, el presidente Grover Cleveland ordenó que tropas federales aplastaran la huelga del Sindicato de Ferrocarriles de EE.UU. contra la Pullman Palace Car Company) evocan recuerdos de toda una sociedad que vivía al límite.
La primera Edad Dorada fue un momento de Grandes Temores, pero también de Grandes Expectativas, un período infatuado con una literatura de utopías así como de distopías. Las dos novelas más exitosas del Siglo XIX, después de la «Cabaña del Tío Tom,» fueron la utópica de Edward Bellamy «Mirando atrás» y la horrible distopía «La columna de César» del tribuno populista Ignatius Donnelly. Esta última llegó a su desenlace cuando el ficticio movimiento clandestino proletario de Donnelly, la «Hermandad de la destrucción,» marcó su «triunfo» con la erección de una gigantesca pirámide compuesta de un cuarto millón de cadáveres de sus enemigos, «la Oligarquía» y sus acólitos, pegados y enlazados con explosivos para que nadie se atreviera a arriesgar removerlos y destruir ese memorial permanente a la barbarie del capitalismo industrial estadounidense.
Esta premonición del Apocalipsis y la sed por liberación utópica no se limitaron, sin embargo, a las filas de los alborotadores agrarios o industriales. Antes de que «Pullman» se convirtiera en una palabra para la servidumbre industrial y el empecinamiento del gobierno federal, fue construida por su dueño, George Pullman, como una ciudad industrial modelo, una especie de utopía capitalista de benevolencia paternalista y de armonía social confeccionada.
Todos buscaban una salida, algo totalmente nuevo que reemplazara el rencor y la violencia incipiente del capitalismo de la Edad Dorada. Los Caballeros del Trabajo, el Partido Populista, el movimiento contra los carteles, los movimientos cooperativos de la ciudad y el campo, los levantamientos a escala nacional por el Día de Ocho Horas de 1886, que culminaron en la infamia de los ahorcamientos de Haymarket, expresaron todos un ansia profunda de abolir el orden industrial prevaleciente.
Esos grupos no sólo estaban enfurecidos, no estaban sólo resentidos – aunque también lo estaban. Estaban suficientemente inquietos, eran suficiente ingenuos, suficientemente desesperados, suficientemente inventivos, suficientemente embaucados – algunos todavía extraían su alimento cultural de las granjas y talleres en vías de desaparición del EE.UU. pre-industrial – como para creer que de todo esto podría resultar un nuevo modo de vida, una comunidad cooperativa. Nadie sabía lo que realmente sería posible. A pesar de ello, la gran expectativa de un futuro que ya no estuviera supeditado al cálculo del mercado y del taller capitalista prestaron a la primera Edad Dorada su fisión especial, su (tragi) drama.
Avancemos rápidamente a nuestra segunda Edad Dorada y el escenario ciertamente parece estar vacío. No hay grandes temores, grandes expectativas, no hay un Apocalipsis social amenazante, ni utopías ni distopías, sólo una especie de sentido de primera mano de fin de la historia. ¿Dónde están todas las turbulentas insurgencias, los partidos políticos fragmentarios, las olas de huelgas y boicots, las infecciosas agitaciones comunitarias, el sentido crónico de que ya basta? ¿Dónde están los esfuerzos serios por invocar un nuevo orden que, no importa lo impreciso y lleno de preguntas sin respuestas, parece ahora tan minuciosamente detallado como los planos para un Boeing 747 comparado con «sí podemos»?
Lo que quedó del populismo de la línea principal está con auxilio vital en algún ático del Partido Demócrata. Hasta el lenguaje de nuestra segunda Edad Dorada ha sido ahuecado. En una sociedad saturada de devoción cristiana hipócrita ¿hay quien describiría hoy «la humanidad crucificada en una cruz de oro» como lo hizo otrora William Jennings Bryan, o se lanzaría contra «la adoración de Mammon,» «condenaría a ‘parásitos’ aristocráticos,» o excomulgaría a «vampiros especulares» y al «pulpo» de Wall Street? Si predicadores evangélicos del Siglo XIX pronunciaron una vez un anatema contra la codicia capitalista, los televangelistas del Siglo XXI la divinizan. Los temperamentos se han enfriado, dejando a Dios, como a muchos estadounidenses, sólo con trabajo a tiempo parcial.
El gran silencio
Exagero, por cierto. Actualmente existen movimientos para enfrentar las desigualdades e iniquidades de nuestra propia Edad Dorada. Los bandidos de Wall Street son arrestados, de vez en cuando, por un alguacil. Algunos ministros, incluso los nacidos de nuevo, todavía predican el Evangelio Social. Pero todo esto parece una sombra pálida de lo que fue. Algo fundamental ha cambiado en el metabolismo del capitalismo.
Tal vez la respuesta sea simple y básica: La primera Edad Dorada se basó en la industrialización; la segunda en la desindustrialización. En nuestros días, un nuevo sistema de desacumulación saqueó la industria estadounidense, liquidando sus activos para remunerar a la especulación en «capital ficticio.» Después de todo, las tasas de inversión en nuevas fábricas, tecnología, e investigación y desarrollo descendieron todas durante los años ochenta. Durante un cuarto de siglo, la parte de la economía de más rápido crecimiento ha sido las finanzas, los seguros, y el sector inmobiliario.
La desindustrialización ha provocado una avalancha cuyo impacto todavía se siente en la economía, en la cultura política del país, y en la vida de todos los días. Hizo que la clase trabajadora y el movimiento sindical no asomaran la cabeza, matándolos dos veces. Esto, más que nada, puede explicar el gran silencio de la segunda Edad Dorada, al medirla, por lo menos, en comparación con el ruido clamoroso de la primera. El sindicalismo fue mortalmente herido por un ataque directo, comenzando con la decisión del presidente Reagan en 1981 de despedir a todos los controladores del tráfico aéreo en huelga. Su acto draconiano dio licencia a los empresarios estadounidenses para lanzar su propio ataque generalizado contra el derecho a organizar sindicatos, que continúa hasta hoy.
De por sí, sin embargo, el recurso a la coerción para encarar a la oposición difícilmente distingue a nuestra propia elite dorada de la primera. En todo caso, vivimos en tiempos menos salvajes, por lo menos aquí en EE.UU. De lejos más fatal fue la llegada de un nuevo modo de acumulación de capital, muy diferente del que había prevalecido hace un siglo. Desbarató ciudades, pueblos, regiones y maneras de vivir completas. Desmoralizó a la gente, vació a instituciones populares que otrora presentaron resistencia, y alumbró los fuegos del resentimiento, del racismo y del revanchismo nacional. Era la materia prima para una división mezquina, no la solidaridad.
La desacumulación transformó a la clase trabajadora en una reserva fraccionada de mano de obra incidental, trabajo tercerizado, trabajo temporal, y trabajo a tiempo parcial, todos en función de los intereses de un nuevo «capitalismo flexible.»
Ideólogos decoraron a esta fuerza de trabajo flotante ungiéndola de trabajo de «agente libre», un eufemismo diseñado para halagar al homúnculo de libre mercado en cada uno de nosotros – y funcionó, un cierto tiempo. Pero la realidad resultante ha resultado ser una píldora amarga. Ser un «agente libre» en la actualidad es estar liberado de atención sanitaria, pensiones, trabajo seguro, seguridad en todo sentido. En nuestra era dorada, la movilidad descendiente, que ya dura un cuarto de siglo y continúa, ha marcado la trayectoria social de millones de personas que viven en la zona central de EE.UU.
El capitalismo desacumulador también socavó la fuerza de gravedad política de la pobreza. En la primera Edad Dorada, la pobreza fue una función de explotación; en la segunda, de exclusión o marginalización. Cuando pensamos en la pobreza, lo que viene a la mente es la asistencia social y la raza. La primera edad dorada se imaginó en su lugar a mineros del carbón, trabajo infantil, talleres en edificios de pisos, y los tugurios que se apretujaban alrededor de las acerías de Aliquippa y Homestead.
La pobreza producto de la explotación provocó una revulsión moral generalizada y un robusto ataque político contra el poder de los explotadores. Los perpetradores de la pobreza de exclusión en nuestros tiempos han sido más difíciles de identificar. En su libro de 1962 «The Other America» [La otra América], Michael Harrington señaló la invisibilidad de la pobreza. Fue hace medio siglo y la miseria sigue viviendo en las sombras. Con la ayuda de un racismo arraigado, la pobreza en la segunda Edad Dorada fue castrada políticamente… o algo peor.
La decadencia, el desposeimiento, y la marginalización: un escenario sombrío. Sin embargo, la nueva economía política de la desacumulación basada en las finanzas también se anunció como la segunda venida del capitalismo democrático. Y en el reino de la imaginería colectiva, si no en la realidad, convenció a millones.
El mito del capitalismo democrático
Los aristócratas ya no existen, pero es notable cuanto tiempo duraron como actores importantes en la dramaturgia política del país. Franklin Delano Roosevelt todavía estaba denunciando a los «realistas económicos» y a los «conservadores de la industria» durante el auge del Nuevo Trato. La lucha contra el aristócrata contrarrevolucionario, del que se pensaba que subvertía las instituciones de la vida democrática, acumulaba riquezas no ganadas, suministraba la energía que alimentó la reforma estadounidense durante generaciones. En la vida real, los industriales y financieros inescrupulosos de Wall Street no eran más aristócratas que mi abuela de la aldea judía. Eran advenedizos.
Por sus propias razones, sin embargo, conspiraron activamente en esta errónea percepción popular actuando en el papel aristocrático en la medida de lo posible. En retrospectiva, lo que parece ser una de las utopías más estúpidas de la primera Edad Dorada fue representada por estos nuevos ricos, presentándose en cuadros vivientes en bailes de gala, vestidos con disfraces aristocráticos, haciendo cabriolas en castillos y villas que habían transportado piedra por piedra desde Francia e Italia, luciéndose en los matrimonios de sus hijas con los engendros de la corrupta nobleza europea, o desfilando a la Metropolitan Opera de Nueva York en coches conducidos por sirvientes con libreas y repujados con el «escudo» de su familia, completo con insignias usurpadas y genealogías falsificadas que ocultaban los orígenes menos atractivos de sus propietarios.
Ahora podemos reírnos de todo eso. En aquel entonces, para millones, estas pretensiones aristocráticas confirmaban una antigua sospecha jeffersoniana: Los capitalistas no eran ni más ni menos que aristócratas camuflados. Y la movilización para rescatar a la república y a la democracia de un peligro semejante era prácticamente un instinto indígena. Sin embargo, el empuje más allá de este horizonte de democracia política en la dirección de la socialdemocracia es un asunto enteramente distinto, provocando ansiedad por la amenaza a la infraestructura de la propiedad privada que también forma parte, después de todo, del sueño estadounidense. Tener una aristocracia que maltratar, aunque sea un sucedáneo, puede contribuir al poder político.
Con la excepción de una o dos excepciones estrafalarias, la nueva clase de magnates de la segunda Era Dorada no se ve como aristocracia. No se viste como si lo fuera o desposa a sus hijas con duques y condes europeos a la caza de fortunas. Al contrario, sus principales personajes se visten regularmente con jeans vaqueros y sombreros vaqueros, simulando un populismo casero o un desmelenamiento poco sociable. Por adictos a la parafernalia de excesos extravagante que pueda ser, la nueva elite capitalista no pretende que sea la insignia del privilegio de la clase gobernante.
Érase una vez en una era dorada, que las clases inferiores imitaban las modas y modales de sus superiores putativos; en la actualidad es al revés. Por cierto, ya ni siquiera es adecuado hablar de una «clase ociosa,» ya que nuestros magnates del momento son trabajólicos. Dioses del Olimpo del trasnochador de las fusiones y adquisiciones.
Aunque el peso efectivo económico y político de nuestra elite dorada es por lo menos tan grande como el de sus predecesores en los días de J.P. Morgan y John D. Rockefeller, un temor estadounidense ante una aristocracia adinerada ha disminuido correspondientemente. En su lugar, desde la era de Reagan, los estadounidenses han sido cautivados por hombres de negocios que adoptaron el papel rebelde contra un orden corporativo esclerótico y una burocracia gubernamental fosilizada de los que se decía que, en conjunto, bloqueaban el acceso a una democracia de los audaces.
A menudo, para hombres de las clases medias, carentes de abolengo social, el ascenso de un día al otro de gente como Michael Milken, Carl Ichan, o Ivan Boesky («la codicia es saludable»), halagó y confirmó una fe popular en el sueño estadounidense. Estos irreverentes nuevos «revolucionarios,» resueltos a derrocar al capitalismo en función de los intereses del capitalismo, se mocaron de los hombres con trajes a mil rayas.
Cuando los capitanes de la industria y las finanzas se propasaban por todo el país a fines del Siglo XIX, nadie soñó con llamarlos rebeldes contra una presuntuosa burocracia gubernamental o un conjunto de «intereses» establecidos. Entonces no existía una burocracia gubernamental, y magnates como Russell Sage y Jay Gould eran «los intereses.» Los preocupaba que los fueran a derrocar, no derrocar ellos a algún otro.
Nuestra elite corporativa es mucho más adepta que sus predecesores de la Edad Dorada a jugar el juego democrático. La vieja «clase ociosa» se mostraba inconfundiblemente adversa a la política. Si necesitaba una ventaja tarifaria o un alivio tributario, llamaba a su senador mantenido. Cuando fue mortalmente desafiada por los populistas y William Jennings Bryan en 1896, se involucró; pero, en general, no perdía mucho tiempo en la política de partidos de masa que consideraba demasiado llena de máquinas étnicas incontrolables, agricultores coléricos, y gente parecida. En su lugar se basaba en el aparato judicial federal, en presidentes amigos de los negocios, abogados constitucionales, y milicias públicas y privadas para proteger sus intereses.
Desde los años setenta, la elite de los negocios de nuestra época dedicó mucha más atención a la política y logró una organización impresionante, penetrando profundamente en todos los poros de la democracia partidaria y electoral. Han llegado a elaborar alianzas estratégicas con elementos de lo que sus predecesores del Siglo XIX – que podrían haber palidecido ante la perspectiva – habrían llamado los «muchos». Los llamados a desmantelar la burocracia federal portan ahora un cierto garbo populista, mientras que las quejas por los valores familiares han – hasta ahora – resultado ser una cita barata para una elite dorada a la que de otro modo no podían importarle menos.
Además, la influencia de nuestros falsos revolucionarios ha sido acompañada por hosannas mediáticos al mercado bursátil como si fuera un Mago de Oz para todos. La prolongada pasión de EE.UU. por su propia cultura democrático-igualitaria prestó fuerza esta ilusión.
La edificante admonición de Horace Greeley de «Ve al oeste, muchacho» tuvo eco en todos los canales de la cultura popular en los años noventa – de los programas en la TV por cable y las revistas de circulación masiva a los marcadores de los estadios de béisbol y las salas de chateo de Internet. Sólo ahora la frontera de la oportunidad ilimitada de Greeley había vuelto a migrar al este, a la bolsa de valores y al éter de la realidad virtual o punto.com. La cultura del dinero liberado de todas las antiguas inhibiciones envolvió al espacio público.
La «democracia del accionista» y la «sociedad de la propiedad» son obviamente más eslóganes de relaciones públicas que algo tangible. Sin embargo, no se puede ignorar el hecho de que, durante la segunda Era Dorada, la mitad de todas las familias estadounidenses se convirtieron en inversionistas en el mercado bursátil. Dentistas e ingenieros, burócratas de mediano nivel y profesores universitarios, almaceneros y técnicos médicos – es decir gente del amplio espectro de la vida de clase media que otrora hubiera considerado la Bolsa de Valores de Nueva York con una mezcla de sobrecogimiento, trepidación, y genuino disgusto, y habrían mantenido distancia – ahora se lanzó de cabeza al mercado llevando consigo todas sus febriles esperanzas de ascenso social.
Como Wall Street repentinamente parecía más acogedor, desaparecieron los temores ante los monopolios estranguladores. La decreciente resistencia de la clase media al gran capital explica la desaparición del antiguo movimiento contra los carteles, un evento significativo en la evolución de la forma particular de capitalismo «de grandes cajas». Antiguamente, ese movimiento no sólo había expresado las ambiciones frustradas de pequeños hombres de negocios, sino de todos los que se sentían victimizados por el poder monopolista. Encarnaba no sólo la idea de romper los carteles, sino de competir con ellos o reemplazarlos por empresas públicas.
Mucho antes de que la contrarrevolución de Reagan desdentara todo el aparato regulatorio, sin embargo, el movimiento «contra los carteles» ya se había acabado. Su ausencia del paisaje político durante la segunda Era Dorada marca la muerte de un antiguo mundo de clase media de productores locales, comerciantes y sus clientes, que una vez estuvieron unidos por los lazos del comercio y las verdades populares del protestantismo de pequeño poblado.
El capitalismo de cajas grandes, el capitalismo de Wal-Mart, todavía incita alborotos locales y lleva un indicio de ese pasado contra los carteles, pero las fuerzas opositoras están divididas. El capitalismo del cual es emblemático Wal-Mart genera un universo disonante de deseos políticos y culturales. Apela, ante todo, a instintos de bienestar material individual y familiar que pueden tropezar con llamados por la solidaridad social más amplia. Además, en su propio modo diario, la cultura del consumidor – de mayor repercusión que todo lo imaginable hace un siglo – canaliza el deseo hacia formas de auto-liberación expresiva. Grandes narrativas que cuentan una historia de destino colectivo – Redención, Ilustración, y Progreso, la Comunidad Cooperativa, la Revolución Proletaria, no se ven bien en este teatro político remodelado.
¿Fin de la Edad de la Aquiescencia?
Sin embargo, la vida sigue adelante. El capitalismo de la Segunda Edad Dorada enfrenta ahora una crisis sistémica y, bajo la presión del desastre inminente, puede ser vuelto al futuro. La pobreza a la antigua vuelve a aparecer. Posiblemente, la economía global, incluyendo su brazo estadounidense, es cada vez más una economía de fábrica a sueldos de hambre. No se puede negar ese hecho brutal en Tailandia, China, Vietnam, Centroamérica, Bangla Desh, y docenas de otros países y regiones que sirven de plataformas para la acumulación primitiva. Cientos de millones de campesinos se han convertido en proletarios virtualmente de un día al otro.
Aquí, en EE.UU., ha estado ocurriendo algo análogo, pero con una diferencia irónica y llevando en sí una nueva oportunidad histórica. Se podría llamarlo la caída de la clase media.
Durante la primera Edad Dorada, el taller con sueldos de hambre parecía una aberración nociva. Ofrecía ilegalmente empleo irregular con salarios sub-estándar durante horas interminables. Normalmente tenía lugar en un taller improvisado y desordenado que estaba un día en un sitio y había desaparecido el día siguiente. Era una empresa clandestina que se largaba regularmente con los talones de los salarios de sus trabajadores y convertía la estafa de lo que se les debía en una forma de arte.
Actualmente, lo que solía parecer anormal ya no lo es. Las máximas corporaciones del planeta dependen de este sistema. Han prosperado con él. Es verdad: también ha alentado la proliferación de empresas insignificantes – subcontratistas, consultoras, compañías de servicio doméstico – fertilizando el suelo en el que se enraíza nuestra era de capitalismo democrático. Pero la ubicuidad de la economía de salarios miserables promete alterar la química política de la nación.
Muchos de los proletarios de reciente flexibilidad que trabajan para Wal-Mart, para subcontratistas de compañías de autopartes o de la construcción, en los teléfonos de centros de llamados, de correo directo, tras los mostradores de minoristas de mercado masivo, ganan un porcentaje cada vez más pequeño de lo que solían recibir. Incluso nuevos contratados en los Tres Grandes fabricantes de automóviles recibirán ahora un salario por hora más bajo que sus abuelos en 1948. Igualmente, se acabó la relativa seguridad en sus puestos de trabajo que tales empleados tuvieron en el pasado, haciéndolos vulnerables a los dictados «magros y mezquinos» del nuevo capitalismo: el doble o triple de carga de trabajo; o, aún peor, trabajo a tiempo parcial, trabajo siempre ensombrecido por la indignidad o el miedo; o peor aún, falta total de trabajo.
Mientras tanto, el «Mundo de mañana» del empleado administrativo de tecnologuillos de «agente libre», ingenieros informáticos, y gente así – para no mencionar toda una especie en vía de extinción del nivel administrativo medio – vive una existencia precaria, bajo un estrés intenso, anticipando crónicamente la próxima vuelta de despidos. Sin embargo, muchos de ellos fueron en otros tiempos miembros de reconocida solvencia de la «clase media.» Ahora, se ven en la escalera mecánica descendiente, bajando a un estado menospreciado que nadie podría confundir con la vida de clase media.
La «acumulación flexible» suma este desposeimiento de la clase a la súper-explotación de millones que nunca pretendieron tener esa condición. Muchos de esos trabajadores del sudor son mujeres, que trabajan como asistentes sanitarias en casa, en la industria de los servicios alimentarios, en plantas de procesamiento de carnes, en hoteles, restaurantes y hospitales, porque la aritmética de la «acumulación flexible» requiere dos trabajadores para llegar al salario vital familiar que no hace mucho era llevado a casa por un solo asalariado.
Millones más son inmigrantes, legales, así como indocumentados, de todo el mundo. Viven, virtualmente indefensos, en una tierra de nadie de ilegalidad y prejuicios. Gracias a todo esto, la categoría del «pobre trabajador» ha vuelto a entrar a nuestro vocabulario público. Una vez más, como durante la primera Edad Dorada, la pobreza parece ser una función de explotación en el trabajo, no sólo la suerte de los que están excluidos del trabajo.
Tal vez estos acontecimientos auguran el fin de nuestra segunda Edad Dorada; ¿o más bien el fin de la edad de la aquiescencia? Nadie puede saberlo. No obstante, el enojo y el resentimiento por la inseguridad, la movilidad descendiente, la explotación, la ciudadanía de segunda clase, y los beneficios mal ganados de nuestros mercenarios de la Edad Dorada y sus alcahuetes políticos ya agitaron las aguas políticas durante las elecciones a mitad de período de 2006. Esta temporada de primarias ha presenciado una tendencia discernible hacia la izquierda del centro de gravedad incluso en las filas atemorizadas de la dirigencia del Partido Demócrata, una tendencia impulsada en gran parte por el colapso de las hipotecas de alto riesgo y los aciagos rumores sobre una severa recesión.
El enojo y el resentimiento, sin embargo, no significan de por sí una alternativa visionaria. Ni es el Partido Demócrata, por intranquilo que esté, un vehículo probable de aspiraciones democráticas sociales. Tendrá que pasar mucho más fuera de los precintos de la política electoral a través de la estructuración de un movimiento de masas para traducir esas señales de humo de resistencia en algo más musculoso y duradero. Además, la repugnante competencia por oportunidades económicas en disminución puede también inflamar fácilmente antagonismos raciales y étnicos reprimidos.
A pesar de ello, el actual colapso del sistema financiero es descomunal. Amenaza con una implosión económica general más seria que lo que cualquiera haya presenciado durante muchos decenios. La depresión, si es lo que va a suceder, junto a las agonías de una guerra espuria y perdida en la que ya nadie cree, podría socavar todo lo que queda de la credibilidad deshilachada de nuestra elite de la Edad Dorada.
La legitimidad es una posesión preciosa; una vez que se ha perdido no es fácil volver a recuperarla. Actualmente, el mito de la «sociedad de propiedad» enfrenta la realidad de la «sociedad de la ejecución hipotecaria.» El gran silencio de la segunda Edad Dorada podría ceder el paso al gran ruido de la primera.
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Steve Fraser trabaja en un libro sobre las dos edades doradas. Colaborador regular de Tomdispatch, es autor, entre otras obras, de «Wall Street: America’s Dream Palace», que acaba de ser publicado. Es Editor Libre de la revista New Labor Forum.
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