A medida que los grandes consorcios transnacionales hacen ostensible su voluntad de dominación -algo que traspasa los límites tradicionales de la economía y afecta, sobre todo, el concepto y vigencia de la soberanía de una gran parte de naciones, (sometidas a lo que encuadraría un neocolonialismo, en algún caso, más sutil que el colonialismo europeo […]
A medida que los grandes consorcios transnacionales hacen ostensible su voluntad de dominación -algo que traspasa los límites tradicionales de la economía y afecta, sobre todo, el concepto y vigencia de la soberanía de una gran parte de naciones, (sometidas a lo que encuadraría un neocolonialismo, en algún caso, más sutil que el colonialismo europeo imperante hace más de quinientos año en suelo americano) se puede apreciar que ésta tiende a la imposición de lo que muchos documentan como un gobierno corporativo a nivel planetario, de rasgos abiertamente fascistas.
Es una distopía en curso, sin duda, algo apenas percibido y denunciado por unos cuantos analistas. La misma se asienta, entre otros elementos, en la precariedad de vida que afronta una creciente porción de la población (forzada, en muchas coyunturas extremas, a emigrar en búsqueda de unas mejores condiciones de subsistencia), a la que se despoja de sus derechos individuales, no obstante, la vigencia de normativas que así los garantizan.
Esto, como lo reflejan diversos índices económicos, aun los menos detallados, ha terminado por ensanchar más todavía la brecha existente entre ricos y pobres. Actualmente, las fortunas de unos pocos supera con creces lo que representa el presupuesto de varias naciones, con inclinación a concentrarse cada vez más en muy contadas manos mientras del lado opuesto se hallan millones de personas que sufren penurias de todo tipo, incluyendo el desalojo violento de sus lugares de origen, dada la demanda de los territorios que ellas han ocupado desde tiempos inmemoriales por parte de gobiernos y empresarios, ávidos de explotar los recursos estratégicos que yacen en sus subsuelos, invocando como razón fundamental el progreso económico.
El gran sueño del capitalismo global apunta así a la conformación de una sociedad planetaria con dos clases (o castas) bien diferenciadas entre sí: gobernantes y siervos. Una sociedad con dispositivos de control social que abarcarían desde la construcción de muros fronterizos, restricciones migratorias (racistas y xenófobas, en muchas circunstancias, como ocurre en Estados Unidos y Europa, lo que parece extenderse también a algunos países de nuestra América), la represión y la militarización interna, hasta llegar al término de inducir una autocastración de la libertad individual y colectiva en función de salvaguardar los intereses del mercado, sin que persona alguna se atreva a cuestionar su lógica irracional. Como lo razonaran en su momento los insurgentes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), estamos a las puertas de «la mundialización del miedo y la sumisión», a manos del capitalismo globalizado.
Sin embargo, a este capitalismo global no todo le ha salido a pedir de boca. Los gobiernos que se rigen por sus intereses han tenido que lidiar con el cuestionamiento y el enfrentamiento in crescendo de los sectores populares. A pesar de que un porcentaje significativo lo hace esperando rectificaciones sin ir tras una transformación estructural del orden establecido, es innegable que ello pone al descubierto las falencias y el verdadero fondo de lo que se persigue con esta clase de medidas gubernamentales. Todo, en medio de una criminalización de la protesta que hace ver traidores a la patria, terroristas y enemigos del Estado en todas partes, incluso en aquellas personas que defienden la integridad de sus hábitats, como les sucede a campesinos, ambientalistas y pueblos originarios, sometidos todos a legislaciones que recuerdan en mucho a las aplicadas por el colonialismo español en estas latitudes.
El desmantelamiento de este gran sueño del capital global no será una cuestión unánime. Tampoco inmediata, ni fácil. Contrariamente a su posible emplazamiento, se impone la construcción colectiva y sostenida de un nuevo modelo civilizatorio postcapitalista. Caracterizado por la hegemonía y la cotidianidad democrática de los sectores populares autónomamente organizados. Por supuesto, distinto en forma y contenido al existente; todo lo cual implicará, igualmente, emprender de forma unida una descolonialidad del pensamiento y una praxis emancipatoria permanente.
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