Debe haber sido concebido en un ardiente y quizás casual romance entre un par de palabras fértiles. Probablemente se haya incubado hasta el fulgor del parto en el tibio y oculto útero de la memoria histórica derogada, cuya placenta lo alimentó e irrigó con nutrientes ancestrales preservados del olvido. Pero es una mentira biologiscista que […]
Debe haber sido concebido en un ardiente y quizás casual romance entre un par de palabras fértiles. Probablemente se haya incubado hasta el fulgor del parto en el tibio y oculto útero de la memoria histórica derogada, cuya placenta lo alimentó e irrigó con nutrientes ancestrales preservados del olvido. Pero es una mentira biologiscista que su cordón umbilical le haya sido cortado. Lo llevó siempre consigo. Luego fue creciendo en una época atormentada por el sufrimiento, la violencia y el hundimiento de mayorías sociales. La que a la vez lanzó a la arena pública -el circo de la política, el arte y las ideas- a los más brillantes y desprendidos jóvenes de entonces, sin tiempo alguno para despedir su adolescencia o siquiera vacilar ante el desafío. Período de la más intensa y extendida ebullición política e intervención ciudadana.
Literariamente, Galeano pertenece a la franja etaria inmediatamente posterior al de la diversificada e influyente generación que Emir Rodríguez Monegal llamó del ´45, que entre tantos otros contaba con Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Idea Vilariño, o Angel Rama. Pero para un anclaje político-intelectual que resulta más preciso que la demarcación acotadamente estética, su marca indeleble es la popularmente designada generación del ´60. Como parte de ella -más allá de que despuntara también su vuelo literario- es probable que fuera la actividad periodística la que ocupó sus mejores esfuerzos y encaminó sus posicionamientos éticos e ideológicos. A inicios de los ´60, con poco más de 20 años, ya era secretario de redacción del semanario uruguayo «Marcha», una publicación de culto para cualquier hurgador de hemerotecas. Cuánto influyó en el joven Galeano el pensamiento del viejo Carlos Quijano, fundador y director de la publicación, o cuánto a la inversa, será tarea de biógrafos. Pero lo cierto es que ideológica y políticamente no hay un solo Quijano, sino una larga mutación desde su origen militante blanco y su banca legislativa por ese partido o su rol de abogado de la banca internacional, hacia las filas de la izquierda a la que aportó sus brillantes artículos y su vocación unitaria.
Ya en el año ´67, Galeano se inició en la dirección del efímero diario «Época», órgano oficial de 7 organizaciones (excepto el Partido Comunista) que luego de publicar una proclama fue clausurado por el gobierno represivo del recién asumido Pacheco Areco además de iniciarles un absurdo proceso penal. Sin embargo aquella precocidad no le era exclusiva, sino una verdadera expresión de época. Contemporáneamente, el partido Comunista editaba el diario «El Popular», el Partido Demócrata Cristiano el diario «Ahora» y, como independiente de izquierda, Federico Fasano, un año menor, lanzaba el diario «De Frente» que luego de su clausura dio lugar a una sucesión de otros tantos periódicos con diversos nombres sometidos a la misma suerte represiva hasta la dictadura. El historiador español Eduardo Rey Tristán sostiene en su libro documental «La izquierda revolucionaria uruguaya», que un indicador fundamental del deterioro de las libertades en ese período fue la situación de la prensa. Contabiliza «65 acciones de clausura de medios de comunicación, casi todas ellas de prensa, y en casos aislados, de radio y televisión. Suman en total 35 medios y hasta 162 ediciones (…) que afectaron principalmente a la prensa de izquierda, partidaria o no, siendo la última la más afectada por ser también la que más circuló». Por entonces, no sólo la estrategia de la comunicación contrahegemónica estaba en manos de jóvenes venteañeros, sino que su repercusión resultaría hoy inimaginable, tanto en magnitud como en calidad e influencia. Vaya distancia con esta época de moratoria juvenil que prolonga la adolescencia hasta por un par de décadas y exhibe la languidez de sus orientaciones vitales, salvo honrosas excepciones.
Aquellos diarios, particularmente los independientes de izquierda, tiraban entre 90 y 100 mil ejemplares. El conjunto de las publicaciones uruguayas promediaba el medio millón por día, el más alto nivel de penetración por habitante de toda América Latina y uno de los más altos del mundo. Fue en este contexto político y comunicacional que Eduardo publicó en el ´71 «Las venas abiertas de América Latina», esa contrahistoria de prosa indignada, documentada y vigorosa, en la que bascula entre acontecimientos que se centran en recursos naturales o humanos, grupos étnicos y clases sociales, según épocas y regiones, que encuentran siempre un denominador omnipresente: la desangrada explotación, pintada con sus primeras paletas de coloración poética. Y como si fuera poca su trayectoria periodística, ya en el exilio luego del golpe del ´73, dirigió otra revista imperecedera en Buenos Aires: «Crisis», antes de partir a un nuevo exilio ante el golpe argentino del ´76, a la vuelta del cual cofundó con otros integrantes de «Marcha», el semanario uruguayo «Brecha» que continúa hasta estos días.
Pero al oficio de editor periodístico (sucedido al de obrero, bancario, mecanógrafo, dibujante, pintor) y el de buzo de los insondables y ocultos lechos de la historia, le fue añadiendo una artesanía literaria que lo situó en las aduanas de un incipiente -aunque por el momento exclusivo- género literario. En la trilogía «Memorias del Fuego» ya emerge el maduro artesano de la arcilla inmaterial de la lengua que se proyectará en sus siguientes obras. Desde entonces imaginé que a su inseparable y minúscula libretita la acompañaba un lápiz que, al otro extremo, a diferencia de las habituales gomas de borrar, blandía un escalpelo para la disección de algún retazo de realidad. Su género fue inestable e incierto, experimento de fusión indecible aún, a medias entre el ensayo y el apotegma, la arqueología de pequeñas leyendas olvidadas, la ironía y el absurdo -que añadió en dosis crecientes-, la metáfora aguda e inesperada, el giro poético, el humor y el remate contundente y feliz.
Su posicionamiento político independiente, no le impidió abrazar sin obsecuencia ni genuflexiones las causas de los olvidados, ni olvidar el imperio del terror y su impunidad. Así, por ejemplo, integró en los primeros años del retorno la Comisión Nacional Pro Referendum contra la ley de caducidad, apoyó a los diversos gobiernos progresistas del Sur y hasta integró testimonialmente una lista de apoyo a la precandidatura presidencial de Constanza Moreira en Uruguay, sosteniendo su respaldo en «gente capaz de seguir siendo joven, por siempre joven». Su autocrítica sobre «Las venas abiertas…», lejos está de renegar de sus conclusiones y metodologías, interpretación con la que se solazó la prensa de derecha en estos días. Inversamente, es un llamado a la renovación del pensamiento emancipador, del abandono de la vulgata, de la prosa previsible y regurgitada.
Las razones por las que Eduardo logró tan amplio reconocimiento en vida no se agotan en la letra impresa de su prosa tan precisa y complejamente directa, en la liberación del lenguaje de sus pliegues encubridores rescatando esencialidades secuestradas en sus trampas. También fue el mejor lector de su propia obra. El único escritor que conocí capaz de leer sus propios textos con un ritmo y variedad tonal que no solo satisfacía la disímil reverberación que toda cita suscita en cada lector, sino que llegaba a corregírsela, dándole más potencia y precisión aún. Él, antes de entregar cualquier texto a un editor, se autosometía a la insuperable prueba de leerse en voz alta. Jamás me animaría a algo semejante, aunque comparta atemorizado su sentencia de que las únicas palabras que merecen existir son aquellas mejores que el silencio.
En Octubre de 2010, un seminario de intelectuales y comunicadores de América y España hizo que convergiéramos en Madrid. La exposición de Galeano se programó para la tarde. La demora no se debió a nuestra molicie posterior a un opíparo almuerzo regado con vino Rioja, sino a que el amplio auditorio se vio desbordado y fue necesario instalar pantallas gigantes en el exterior para los centenares que quedaban sin ubicación. El público, dentro y fuera, se dejó llevar por la cadencia sincopada y los silencios precisos con que Eduardo ejecutaba su partitura metafórica selecta, con sólo recitar algunos de sus fragmentos.
En el verano del 2013 creamos el grupo y la página «Escritores contra la impunidad» a iniciativa de Jorge Majfud que además de Eduardo también incluía a Juan Gelman. Pero la experiencia no duró mucho. Luego de publicar un texto en variados medios de habla hispana, la salud de Juan comenzó a declinar hasta terminar con su vida meses después. Ya sin la firme pata de Gelman, la mesa nos quedaba enclenque. La muerte de Eduardo obviamente la derrumba por completo. Queda aún un vestigio en facebook, aunque ya veremos con Jorge qué hacer con sus aserrines, luego de estos dos miserables hachazos del destino.
Mi último contacto fue un encuentro casual. En el café brasilero del barrio montevideano de ciudad vieja, una fría y gris mañana del invierno del 2013 que Eduardo se encargó de entibiar e iluminar. No volví a pasar por ahí desde entonces, pero si alguna otra deriva me lleva a ese bar nuevamente, pediré un pocillo vacío y una botella de agua porque sospecho que la magnitud de su ausencia me podría atragantar.
La desolación no sabe de ayunos.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. [email protected]
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