Algunos creen distinguir una relación dicotómica entre el marxismo y la ecología. Pura falacia
En medio de la feroz arremetida de los intelectuales orgánicos del capitalismo contra la ideología que sustenta la alternativa al sistema de maximización de las ganancias, una pregunta se alza ante todo aquel que pretenda acercarse a una liza donde las tejas son lanzadas no exclusivamente desde la derecha más desembozada: ¿se podría asegurar la existencia de un desencuentro entre el marxismo y la ecología? Aparecida en un enjundioso artículo publicado el 2 de diciembre de 2020 en Kaos en la Red, la interrogante nos propicia un asomo a ciertas críticas dirigidas a una concepción que, por rezumar historicismo en grado sumo, se percibe a sí misma en su decursar.
O sea, supone pecado de leso discernimiento tomar como verdad para toda la posteridad y todos los escenarios cualquiera de las conclusiones de los dos sabios alemanes en un instante dado, en un ámbito específico, sin tener en cuenta el hecho de que sus ideas, al reflejar procesos, objetos mudables, asumían (asumen) un movimiento acorde, se transformaban (se transforman) en el tiempo. Iban madurando (maduran) sin perder la lógica inherente. Y, al decir de Lenin, venían a ser, son, el análisis concreto de la situación concreta. En otras palabras, se erige en conditio sine qua non el acercamiento a esa concepción desoyendo los dogmas con que se han empedrado los manuales de divulgación salidos de una academia de prosapia estalinista.
¿Por qué este llamado de atención? Porque más de uno, haciendo abstracción del contexto en que nació el marxismo, hijo de la Ilustración y emergente en un siglo, el XIX, en que el positivismo estaba como sembrado en el ADN de cada individuo en mayor o menor grado, se ocupa en aislar, separar de su trabazón, de su superación dialéctica en el mismo interior de la filosofía de la praxis momentos que deben ser considerados solo tales: momentos. Y entonces, como bien reseña Facundo Nahuel Martín en el texto arriba citado, brotan las acusaciones de propugnar una férrea mirada productivista, prometeica del desarrollo histórico. Para algunos, la doctrina no solo deja entrever ciertos rasgos de esa índole, como ecos de la época, sino que se abisma por entero en la noción de un progreso material imparable, sin atisbar los obstáculos que ante este sitúa Natura.
Sí, “el marxismo es a menudo comprendido como determinismo tecnológico, que pensaría el desarrollo de las fuerzas productivas como la variable independiente de la historia. Los avances técnicos, responsables por el incremento en la productividad del trabajo, serían vistos como la fuerza propulsora del progreso histórico. Esta visión ha sido cuestionada por muchas razones. Primero, este determinismo tecnológico es la base de una visión necesarista, lineal y preordenada de la historia, afín a las filosofías historicistas de los siglos XVIII y XIX, solo que de bases materialistas. [Este tipo de] historicismo no deja márgenes para la apertura, la contingencia, el azar y el cambio no previsto. Segundo, se trata de una concepción fuertemente eurocéntrica, vinculada a visiones del progreso que han acompañado a proyectos de expansión colonial y subordinación del otro cultural. Finalmente, el ‘prometeísmo’ del marxismo tradicional sería contrario al cuidado de los bienes comunes y el medio ambiente, reduciendo a la naturaleza a mero objeto de proyecciones y manipulaciones antropocéntricas. La idea misma del comunismo, proyectada a veces como una sociedad post-escasez tecnológicamente avanzada, sería más una peligrosa ilusión ecocida que un proyecto social superador del capitalismo”.
Y he aquí el peligro. Estos criterios sitúan en entredicho el carácter emancipatorio de los proyectos políticos inspirados en el marxismo. “La idea del comunismo, al parecer, sería una fantasía decimonónica, propia de una humanidad que no se había encontrado aún con los límites ecológicos de la expansión civilizatoria o no había sufrido los reveses catastróficos del dominio tecnológico de la naturaleza”.
Más de una visión
Afortunadamente, abundan las perspectivas. Juan Camilo Delgado, por ejemplo, privilegia en Rebelión un “recodo” del asunto que niega al que subraya o absolutiza los “lances” productivistas, deterministas –que los hubo– de los clásicos. Proclamando que uno de los puntos de partida en la búsqueda de algún atisbo político-ecológico en la obra de Marx y Engels resulta el examen que realizan del metabolismo de sociedad y naturaleza mediada por el trabajo, el comentador asevera que, a pesar de los prejuicios al respecto en el seno del ecologismo, cabe destacar los numerosos pasajes en que “analizaron los vínculos entre el mundo social y el mundo natural, particularmente el intercambio material constante entre las sociedad y la naturaleza a la que transforma y por la que es transformada. La teoría marxista identifica al ser humano como parte de la naturaleza, no como ésta creada para el ser humano. Como menciona Schmidt: ‘la naturaleza es para Marx un momento de la praxis humana y al mismo tiempo la totalidad de lo que existe’”.
Tal afirma Delgado, siguiendo a otros entendidos, “el trabajo permite crear las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida humana en la naturaleza, es la actividad que permite al ser humano, a diferencia de los demás seres vivos que pueden adaptarse de manera orgánica al medio natural, sobrevivir a este medio […] Por medio [del trabajo] se actúa sobre la naturaleza, de esa forma se crea una realidad objetiva externa la cual da sentido y fundamenta la existencia del ser humano […] Además […], la transformación de la naturaleza a través del proceso del trabajo es, a fin de cuentas, el origen y motor de la historia en el materialismo histórico marxista […] Es decir, el estudio de la historia de la sociedad parte del análisis del intercambio material entre el ser humano y la naturaleza. Es a partir de este a priori social como Marx puede construir toda una concepción de la sociedad, constituyendo una teoría verdaderamente comprensiva de la totalidad social”.
Para el genio alemán, “la transformación externa del ser humano es, al mismo tiempo, la transformación de la naturaleza interna. La relación del ser humano con su naturaleza externa es dialéctica, pues el ser humano no solo transforma el medio, sino que, al hacerlo, se transforma a sí mismo en sus propias relaciones interespecíficas […]. Por ende, en la teoría marxista deja de tener fundamento la consideración del ser humano como un ente abstracto y totalmente aislado. La ciencia (marxista) de la sociedad adquiere un nuevo concepto de naturaleza, reunificando la ciencia natural con la ciencia de la sociedad en la medida en que ambas constituyen la ciencia de los seres humanos en el mundo social […]. La naturaleza contiene desde el punto de vista del análisis marxista un elemento objetivo y otro subjetivo. […] el elemento objetivo está dado por las características materiales del medio, por ejemplo, la biodiversidad, mientras que el elemento subjetivo está dado por el hecho de que la biodiversidad sea apropiada y explotada, y las consecuencias ambientales de su transformación y destrucción afecten de forma desigual a los diferentes grupos y clases sociales […].
“En los Tomos I y III de El Capital, expuso Marx las consecuencias diferenciadas de la apropiación de las características materiales del medio, específicamente en relación con el desarrollo de la agricultura moderna del sistema capitalista: la acumulación en pocas manos de grandes extensiones de tierra tiene como consecuencia el desplazamiento rural y, por consiguiente, el hacinamiento urbano de los desposeídos y la disminución gradual de los medios de vida […]. Marx no analizó la agricultura de manera abstracta, sino el desarrollo de la agricultura capitalista en una sociedad dividida en clases antagónicas, haciendo énfasis en la producción de plusvalía mediante la explotación tendencialmente creciente de la naturaleza y la clase trabajadora, objetivo último de las fuerzas productivas en el capitalismo.”
Algo muy importante remarca el colaborador de Rebelión en consonancia con las conclusiones de Bellamy Foster: el padre por antonomasia del pensamiento crítico fue el primer economista en incorporar en su estudio de la sociedad capitalista las nociones de energía y entropía, que surgen de la primera y de la segunda leyes de la termodinámica. “Por ende, su análisis de la ruptura del metabolismo entre los seres humanos y el suelo parte del resultado del traslado de alimentos y fibras a la ciudad, donde los nutrientes extraídos del suelo, en lugar de regresar a él, terminan contaminando el aire y el agua […]. Marx subrayó la naturaleza y el trabajo como fuentes de la riqueza, distinguiendo y criticando a quiénes consideraban únicamente al trabajo como fuente de toda riqueza. En general, la naturaleza en la obra de Marx adquiere un carácter fundamental, entendida esta como la fuente de los valores de uso, que al final son los que verdaderamente integran la riqueza material. Y especial énfasis hace Marx en la irracionalidad de la propiedad privada de los bienes naturales, cuando la función de la humanidad es su conservación para garantizar el sostenimiento (generacional) de la especie humana sobre la Tierra”. ¿Acaso esto no representa un desiderátum, un principio ecologista básico?
Prosiguiendo con Delgado el hilo discursivo del Prometeo de Tréveris, desde el punto de vista de una formación económico-social superior, la propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados lucirá tan absurda como la propiedad de un hombre en manos de otro hombre –un robo–. “Ni siquiera toda una sociedad, una nación o, es más, todas las sociedades contemporáneas reunidas, son propietarias de la tierra. Sólo son sus poseedoras, sus usufructuarias, y deben legarla mejorada, como boni patres familias [buenos padres de familia], a las generaciones venideras”, conceptos que, a no dudarlo, reafirman que la teoría marxista ha influido en la práctica ecológica y la ecología en la práctica socialista. No en balde se ha acuñado el término de marxismo ecológico basándose en el metabolismo sociedad-naturaleza y en vista de la “inminencia de crisis económicas derivadas de la subproducción de capital que la apropiación y destrucción de la naturaleza suscita. Lo anterior, debido a la degradación de las condiciones naturales de producción, cuyos costos ecológicos disminuyen la rentabilidad del capital […]. O’Connor le llamó la segunda contradicción del capitalismo”. Contradicción que, en criterio de Bellamy Foster, “constituye cada vez más la amenaza más obvia no sólo para la existencia del capitalismo sino para la vida del planeta”.
Legado imperecedero
En su trabajo –uno entre innúmeros sobre la cuestión– titulado “Engels y la Dialéctica de la naturaleza en el Antropoceno”, aparecido en los medios Observatorio de la Crisis y La Haine, John Bellamy Foster rememora que el homo sapiens deviene cada vez más perturbador del ambiente natural. Por ende, no tiene más remedio que buscar la aplicación racional de la ciencia y dar un vuelco a un orden social en el que esta ha sido relegada a un medio por el cual “la fortuna, el lujo y el consumo es para los capitalistas”. En términos más contundentes, precisa el profesor de la Universidad de Oregon, conforme a Marx y su compañero de credo y acción la revolución es la condición imprescindible para una regulación racional del metabolismo entre la humanidad y la naturaleza, y por consiguiente para una aplicación racional de la ciencia y la muda del modo de producción y distribución. “Cualquier otro curso de la historia nos llevaría a la acumulación de catástrofes.”
Es justamente en el Antropoceno cuando la dialéctica ecológica de Engels cobra vida nuevamente, asegura el académico. “Sus énfasis en la interdependencia de todo lo que existe, la unidad de los opuestos, las relaciones internas, el cambio discontinuo, la evolución emergente, la realidad de la destrucción del ecosistema y del clima y la crítica a las nociones lineales de progreso deben considerarse como esenciales para futuro de la humanidad y del planeta”.
Era muy sabedor, apostilla Foster, de que en “las concepciones científicas modernas toda la naturaleza está fusionada con la historia, y la historia sólo se diferencia de la historia natural por el proceso evolutivo de organismos autoconscientes como el ser humano. […] Si la humanidad sigue alienada en el proceso de trabajo y de la producción y, por lo tanto, en su metabolismo con la naturaleza, esto solo puede significar la destrucción de la naturaleza y de la sociedad. El crecimiento cuantitativo del capital ha llevado a la sociedad una transformación cualitativa de su relación con el planeta. Sólo una sociedad de productores asociados (comunismo) puede abordar racionalmente su relación con la naturaleza. Todo el desastre ecológico está relacionado con un modo de producción cualitativo particular (el capitalismo) que ha crecido asociado con una matriz específica de demandas cuantitativas, mientras que un modo de producción cualitativamente transformador (como en el socialismo/comunismo) deben conducir a una matriz cuantitativa muy diferente”.
Engels argumentó que el capitalismo estaba dilapidando los recursos naturales del mundo, incluidos los combustibles fósiles; indicó que la contaminación urbana, la desertificación, la deforestación, el agotamiento del suelo y el cambio climático (regional) eran el resultado de formas de producción destructivas –entonces no era precisamente productivista, como se les acusa a él y a su alter ego– no planificadas y descontroladas, propias de la economía mercantil capitalista. Demostró con Marx y Liebig, evoca el catedrático mencionado, que el enorme problema de las aguas residuales de Londres constituía una manifestación más de la brecha metabólica. Brecha que eliminaba los nutrientes del suelo y los enviaba a ciudades superpobladas donde se convertían en “venero” de contaminación.
Como si no bastaran los descubrimientos, destacó la base clasista de la propagación de las epidemias periódicas de viruela, cólera, tifus, fiebre tifoidea, tuberculosis, escarlatina, tos ferina y otras enfermedades contagiosas que afectaban (y afectan hoy, sobre todo en el Tercer Mundo) las condiciones ambientales de los trabajadores, junto con la mala alimentación, el exceso laboral, la exposición a tóxicos en el lugar de la faena y, en este, lesiones de todo tipo. Asimismo anunció, basándose en la termodinámica, que el cambio ecológico era irreversible y que la propia supervivencia de la humanidad estaba en riesgo.
Estas y otras iluminaciones nos hacen reafirmarnos en la conclusión de que peca de precipitado, si no de interesado, el aseverar que existe un desencuentro entre el marxismo y la ecología. Comulguemos con Michael Löwy en que, si bien se precisa repensar la tradición y la alternativa socialistas a partir de una crisis ambiental inimaginable en el siglo XIX, se torna imposible elaborar una ecología crítica a la altura de los desafíos contemporáneos sin integrar aportaciones tales como la crítica marxiana de la economía política, el cuestionamiento de la lógica destructiva inducida por la acumulación ilimitada del capital –con un enfoque que ignore o menosprecie el develamiento del fetichismo de la mercancía, la disciplina deseada no trascendería el estatus de correctivo de los “excesos” del productivismo capitalista–. Se trataría de romper con todo vestigio de la ideología del progreso lineal y del paradigma tecnológico y económico de la civilización industrial moderna asidos de un instrumento teórico que revisándose a sí mismo, negándose dialécticamente, nos sirve de guía confiable –la única hasta el presente– en un paso de siete leguas, en un salto cualitativo arrollador. Sí, el hilo de Ariadna, el marxismo.
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