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El hotel enjaulado

Fuentes: Rebelión

A principios de septiembre de 2009 la prensa nos informaba de que el fotógrafo, reportero de guerra y realizador hispano-francés Christian Poveda, había sido asesinado en San Salvador por un grupo de desconocidos, probablemente miembros de alguna pandilla «mara». Cuando escribo estas líneas estoy en el norte de México. Aquí la vida de un ser […]

A principios de septiembre de 2009 la prensa nos informaba de que el fotógrafo, reportero de guerra y realizador hispano-francés Christian Poveda, había sido asesinado en San Salvador por un grupo de desconocidos, probablemente miembros de alguna pandilla «mara». Cuando escribo estas líneas estoy en el norte de México. Aquí la vida de un ser humano vale muy poco pero en El Salvador no vale absolutamente nada. Lo comprobé en 2003 cuando estuve en Soyapango , en las afueras de San Salvador, impartiendo clases de postgrado en la Universidad Don Bosco (si no me falla mucho la memoria creo que estaba por allí este centro docente). Y por lo que veo nada ha cambiado, los asesinos de Poveda jamás serán localizados, juzgados y condenados. O, tal vez, para acallar a la opinión pública, detengan a algunos cabezas de turco.

Las maras son pandillas de jóvenes que han imitado las técnicas violentas importadas de los Estados Unidos. A la vez, son uno de los efectos de las políticas económicas que colocan casi toda la riqueza de un país en unas pocas manos que se desentienden de la mayoría de la población. Las maras son una prueba de que el ser humano hace lo que sea para sobrevivir. No se trata de justificar el asesinato de Poveda, se trata de constatar una realidad le pese a quien le pese: las maras dominan zonas de influencia en las grandes ciudades no sólo de El Salvador sino de otras partes del mundo; poseen armas de fuego automáticas, tienen sus propios códigos de comportamiento, su propia jerarquía, recaudan «impuestos» en los pequeños comercios, amenazan y colaboran con el crimen organizado. O sea, se buscan la vida y la muerte como todos los segmentos sociales desesperados. Pero muchos de sus miembros son adolescentes.

Cuando llegué a San Salvador mi vida fue así durante dos semanas. Me hospedaron en un hotel «con encanto», acogedor y cálido, pero rodeado por una verja que se cerraba por las noches. Mis colegas de la universidad me insistieron para que no saliera del hotel a lugar alguno sin ser acompañado por ellos. Cuando salía era junto a algún profesor que estacionaba su vehículo en lugares vigilados por policías especiales fuertemente armados. Hacíamos algunas compras y regresábamos al hotel.

Por la tarde, iba a buscarme un taxista de toda confianza para llevarme a impartir mis clases en la universidad. Me preguntaba a qué hora terminaba. Le respondía que a las 21,30 aproximadamente. A esa hora iba a la universidad -ya era de noche- y me devolvía al hotel que estaba cerrado. Un vigilante, metralleta en ristre, abría la puerta cuando yo llegaba y me reconocía, y me dejaba pasar. Cenaba y me acostaba.

A veces, al taxista y a mí nos sorprendía una intensa lluvia que apenas dejaba ver la carretera, oscurísima. De pronto, las luces del coche iluminaban a varios borrachos que iban empapados, mal vestidos y balanceándose en medio de la calzada. Alguno que otro yacía dormitando en el arcén. Era como estar viendo la noche de los muertos vivientes. El taxista los esquivaba como podía y seguíamos adelante. Todos los cristales de los coches eran esmerilados para evitar que las maras o algún que otro delincuente se fijara en su interior.

Un día, los medios de comunicación informaban de la muerte de un guardia jurado. Viajaba en un microbus o autobús, no recuerdo. Un joven se subió en una de las paradas, se dirigió a él, le disparó en la cabeza y luego le arrebató el arma. Se bajó del vehículo y la vida siguió para todos menos para el asesinado. El joven sólo quería hacerse con su arma.

Poveda ha rodado un documental sobre la violencia en El Salvador, La vida loca, creo que se llama. Ni lo conozco ni tengo intención de conocerlo pero estoy seguro de que todo lo que contenga será cierto y aún se habrá quedado corto. Es extraño que lo hayan matado los mismos a los que Poveda se acercó para demostrarles que alguien piensa en los de abajo y va a sus territorios, en contraste con ese periodismo oficial, oficialista y lameculos que las empresas impulsan, por lo general.

Cuando bajas a esos infiernos reales sin buscar sangre ni muerte como un ave carroñera, sus habitantes suelen mostrarse agradecidos. No lo son cuando llegas puntualmente para cubrir una desgracia porque la gente se da cuenta de que sólo la quieres para vender. No sé qué habrá pasado ni se sabrá jamás, ya he dicho que la vida no vale nada. Redacto desde un apartamento cerca del centro de Chihuahua. No es tan tarde para un español, las 22,30. Mi hija Julia, de un año, está nerviosa, me gustaría sacarla a la calle un ratito, que tome el fresco y se distraiga.

Pero estas ciudades están pensadas para los carros y para quemar gasolina, no para las personas. No hay un alma por la calle, las aceras están llenas de obstáculos y mal conservadas y puede desencadenarse una balacera cuando menos lo esperes, basta que se crucen dos vehículos con miembros de bandas opuestas. Narcotraficantes.

Hace unas jornadas, por la tarde, aún con la luz del día, varias unidades de la policía especial mexicana detuvieron a un varón que conducía su troca. Los «geos» iban con pasamontañas, el individuo salió de su auto al cerrarle el paso la policía, iba muy bien vestido, con camisa y pantalón oscuros de boutique o al menos de alto precio. Charlaba tranquilamente -a primera vista- con uno de los policías mientras los demás hacían un cerco en torno suyo con sus unidades y, metralleta en mano, vigilaban para que sus posibles compañeros no fueran a rescatarlo. La policía sabe que las armas de los narcos son más sofisticadas que las suyas. Unos minutos antes me había enterado de que cerca del lugar de la detención se había producido un tiroteo. ¿Había participado el detenido? Ni lo sé ni me importa, esto del narcotráfico está muy por encima del periodismo y de los periodistas y no nos vamos a exponer a ser carne de cañón en un tema que es problema de Estado y que el Estado conoce mucho mejor de lo que aparenta. Si los narcos fueran una guerrilla marxista-leninista sin contaminar (no como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC-, o incluso como ellas, por qué no) ya estarían controlados o en vías de lograrse. Pero aquí no hay ideología detrás, hay dinero.

Tampoco hay ideología en las maras de El Salvador, sólo afán de sobrevivir en un medio hostil y, además, de sobrevivir por todo lo alto, como las clases hegemónicas que piensan sobre todo en ellas y olvidan el bienestar del país que «dirigen» y del que deberían sentirse orgullosos. Poveda se tomó las cosas mucho más en serio que esas clases. En cierta ocasión, me llevaron por la noche en San Salvador a cenar en una casa de clase media-alta. No estábamos ante una familia poderosa sino ante la de un profesor de universidad. Las urbanizaciones en El Salvador y en otros países de América Latina son una especie de mundos aparte, amuralladas, con alambres de espino y con frecuencia electrificados. Por supuesto, hay guardias armados en una garita especial. Mis colegas salvadoreños me dijeron que la guerrilla llegó hasta muy cerca de allí en los años ochenta y principios de los noventa, o sea, cuando Poveda cubría el acontecimiento como reportero de guerra.

No poco personal acomodado creía en El Salvador que la guerrilla era algo lejano, en la selva o por lugares parecidos. Cuando se presentó en las ciudades la alarma se intensificó. Ahora la guerrilla política no existe apenas, pero se ha desarrollado otra más peligrosa porque ya no se trata de mejorar la sociedad y el mundo sino de sobrevivir, de comer y de sentirse con poder. Y la voluntad de poder es uno de los motores de los seres humanos, como se sabe de sobra.

Mientras, los salvadoreños de a pie, siguen visitando la tumba de monseñor Romero, aquel obispo que le dio por ser honesto y practicar el catolicismo y lo asesinaron a tiros mientras oficiaba misa. La coherencia se paga a muy alto precio porque es mucho su valor. Esta vez la violencia llegó desde la extrema derecha. Por la misma época -años ochenta del siglo XX- unas monjas estadounidenses fueron violadas, ultrajadas y asesinadas por elementos «extraños». Chomsky y Herman, en su libro Los guardianes de la libertad, dicen que las autoridades de los EEUU y los medios de comunicación de aquel país, dedicaron más tiempo y lugar al asesinato del sacerdote Popieluszko en Polonia, a manos comunistas, que a las monjas de El Salvador. Y eso que eran «ciudadanas americanas», como dicen ellos, los del país sin nombre.

Me pregunto si la vida vale algo en algún lugar, si acaso no estaremos todos en un hotel enjaulado, más o menos lujoso, más o menos humilde…