El monopolio de la política que la Constitución vigente concede a los partidos nos sitúa de hecho en una partitocracia de políticos profesionales cuya inevitable contrapartida es, según vimos en la entrega precedente, una verdadera plutocracia formada por quienes detentan en última instancia los resortes ocultos del poder. Al final, ambos conceptos se funden en […]
El monopolio de la política que la Constitución vigente concede a los partidos nos sitúa de hecho en una partitocracia de políticos profesionales cuya inevitable contrapartida es, según vimos en la entrega precedente, una verdadera plutocracia formada por quienes detentan en última instancia los resortes ocultos del poder. Al final, ambos conceptos se funden en un peculiar «partenariado público-privado» que hace posible que el 1% siga apropiándose de una quinta parte de la riqueza total de España mientras el 99% se reparte las otras cuatro (dicho de otra forma, los cuatrocientos mil miembros del 1% poseen de media 25 veces más riqueza personal que los cuarenta millones que forman el 99%).
Tal vez sorprenda, así planteada, la equivalencia partitocracia-plutocracia, pues un argumento clásico a favor de los partidos es que ponen al alcance de cualquiera el presentarse como candidato a la elección, algo que sin ellos estaría reservado a los ricos capaces de pagarse la campaña. Este razonamiento, sin embargo, está basado sobre una serie de premisas, como «candidato», «elección» o «campaña», que quizá haríamos bien en no dar por sentadas. Que las elecciones no se puedan concebir sin partidos no implica que la democracia no se pase perfectamente de las unas y los otros.
Anteriormente habíamos descrito nuestra forma de gobierno como una aristocracia electiva. Esto puede, de entrada, sonar chocante o contradictorio. Para empezar, la palabra aristocracia apenas se usa en el sentido etimológico de «gobierno de los mejores» sino como sinónimo de nobleza, que por definición es hereditaria. Recordemos sin embargo que hasta las monarquías pueden ser electivas, como era el caso entre los godos. De todas formas, la resistencia más fuerte ha de venir de nuestro condicionamiento para concebir lo democrático en completa oposición a lo aristocrático. Y, evidentemente, nuestros virtuosos regímenes políticos no pueden ser sino democráticos. ¿Existe algún país que no se autodefina como una democracia, un «gobierno del pueblo»? De acuerdo, hay uno: Arabia Saudita, que hasta lleva en su nombre el de la familia real que la posee como propiedad. Pero, ¿acaso hay alguno más? ¡Si incluso el franquismo decía ser una «democracia orgánica»!
Hemos de llegar a la conclusión de que las palabras democracia y democrático se han convertido en significantes vacíos: no se refieren a ninguna característica que nos permita distinguir unas formas de gobierno de las otras, ya que en todas partes es el pueblo quien, nominalmente, ostenta el poder. En su origen, en cambio, estas palabras tenían un significado muy preciso que veremos a continuación. Y quizá nos desoriente no poco el descubrir que dicho significado no es el que erróneamente les damos cuando las equiparamos a la celebración periódica de elecciones.
Platón, por boca de Sócrates, nos dice en La República que «la democracia surge cuando los pobres, tras vencer a sus enemigos y matar a algunos y desterrar a los otros, hacen partícipes a los demás del gobierno y las magistraturas, las cuales la mayor parte de las veces se establecen en este tipo de régimen por sorteo». Según Aristóteles, «el hecho de que los cargos no sean ni retribuidos ni sorteados debe ser considerado como aristocrático». Y, en otro lugar de su Política, «lo democrático es que los cargos se atribuyan por sorteo; lo oligárquico, que se asignen por elección». Para Aristóteles, la oligarquía es la forma degenerada de la aristocracia, tal como la tiranía lo es de la monarquía y la demagogia de la democracia.
El sangriento comienzo que Platón atribuye a la democracia hay que achacárselo a una comprensible reticencia hacia la forma de gobierno que había forzado a su maestro a beber la cicuta. Lo cierto es que, a diferencia de las revoluciones rusa o francesa, fue de manera relativamente incruenta que el 99% ocupó el gobierno de Atenas durante casi dos siglos, desde finales del siglo VI a.C. hasta finales del siglo IV a.C., cuando la hegemonía macedonia dio paso al periodo helenístico. Se trata del momento de mayor esplendor cultural, político y económico de la Antigua Grecia, de su auténtica «época dorada», interrumpida sólo durante unos meses por los golpes de estado aristocráticos de 411 a.C. y 404 a.C. Y ¿qué fue lo primero que hizo el 1% de aquel entonces tras recuperar efímeramente el poder? Reemplazar el Consejo de los Quinientos, designado por sorteo, por un nuevo Consejo de los Cuatrocientos elegido por votación.
A menudo se dice que la ateniense era una democracia directa porque los ciudadanos participaban personalmente en la Asamblea (la Ekklesía). Conviene, sin embargo, situar esta afirmación en sus justos términos: en principio, la Asamblea sólo se reunía diez veces al año; además, de los aproximadamente 40.000 ciudadanos con derecho a participar, únicamente los primeros 6.000 que se reunían en el Ágora eran admitidos y percibían el misthos, un salario instituido por Pericles para permitir a los pobres participar en los asuntos públicos perdiendo un día de trabajo. En la práctica, el órgano permanente en que residía el poder era el Consejo de los Quinientos (la Boulé), sorteado anualmente entre los ciudadanos mayores de 30 años.
Pero ahora no nos interesa tanto describir el funcionamiento de la democracia ateniense como entender en qué momento posterior, y por qué motivos, se trastocaron los conceptos y pasaron a utilizarse como sinónimos dos palabras, democracia y elección, inicialmente opuestas.
Lo que sabemos con certeza es que, ya bien mediado el siglo XVIII, ese deslizamiento semántico todavía no se había producido. En El espíritu de las leyes, Montesquieu escribe inequívocamente que «el sufragio por sorteo es propio de la democracia, así como la elección lo es de la aristocracia». ¿Cómo pudo un esquema tan diáfano confundirse hasta el punto en que elección y democracia pasaran a significar lo mismo?
A lo largo de toda la historia de las civilizaciones, y luego en cada país, siempre ha habido distintas facciones del 1% que se iban sucediendo en el ejercicio del poder político, relegando a quienes lo habían ocupado hasta entonces. Así, en Roma, la monarquía dio paso a una república que en ningún momento tuvo la veleidad de definirse como democrática (aunque en muchos aspectos no lo fuera menos que nuestros regímenes actuales) y la república a su vez al imperio, sin que las familias patricias perdieran un ápice de su riqueza en ninguno de esos cambios. Algo parecido podría aplicarse a la milenaria China y sus sucesivas dinastías ocupando el poder con su 1% de mandarines o de funcionarios del partido… Pues bien, en la época en que escribía Montesquieu, uno de estos relevos del 1% estaba en plena gestación.
Las mutaciones económicas que habían empezado a acelerarse en el siglo XVII, y que darían lugar con el tiempo al capitalismo financiero actual, llevaron a finales del siglo XVIII a una situación de impasse en que las monarquías de los países avanzados parecían encorsetar las iniciativas de los sectores más emprendedores. En Francia, al igual que en las colonias inglesas de Norteamérica, la emergente burguesía decidió que había llegado el momento de cortar las amarras. Naturalmente, en pleno Siglo de las Luces, todo se haría en nombre del pueblo (con el que había que contar para enfrentarse a los ejércitos reales). ¿Significaba esto que iba a reinstaurarse la democracia al cabo de dos milenios?
He aquí lo que tenía que decir al respecto Sieyès, a quién Robespierre llamaba «el topo de la revolución», en la Asamblea Constituyente de 1789 que eventualmente presidiría: «En un país que no es una democracia (y Francia no sabría serlo), el pueblo no puede hablar, no puede actuar sino a través de sus representantes.»
Más aleccionadora aún es la lectura de las notas tomadas por el juez Yates durante los debates secretos de la Convención de Filadelfia, y especialmente recomendable para quienes se llenan la boca hablando de «las democracias de corte anglosajón» (a más de uno se le van a caer los palos del sombrajo). Los «padres fundadores» no tenían la democracia en muy alto concepto. Basta con ver lo que decía Hamilton, arquitecto y principal redactor de la Constitución, el lunes 18 de junio de 1787: «Está generalmente admitido que no se puede tener un buen ejecutivo siguiendo un plan democrático. Véase la excelencia del ejecutivo británico [el Gobierno de Su Majestad, nota del traductor]: está a salvo de las tentaciones, no puede tener intereses distintos del bien común. Sólo un ejecutivo así puede ser eficiente. (…) Pero la gente va gradualmente madurando sus opiniones sobre el gobierno; empiezan a estar cansados de un exceso de democracia.» O, por ejemplo, el martes 26 de junio: «La verdadera libertad no se halla ni en el despotismo ni en los extremos de la democracia, sino en los gobiernos moderados. (…) Si los cargos están abiertos a cualquier hombre y no se establece un rango constitucional, es republicanismo puro. Pero si nos inclinamos demasiado hacia la democracia, no tardaremos en caer en una monarquía.»
Sin duda por nuestro propio bien, ni Hamilton ni Sieyès permitieron que nos inclinásemos demasiado hacia la democracia. Con la extraordinaria capacidad de manipulación que caracteriza las psicologías de tantos integrantes del 1% (como analizaremos en la cuarta y, esperamos, última entrega de esta serie, que se va escribiendo sobre la marcha), Hamilton se quitó de en medio a Paine y a Jefferson, arreglándoselas para que aceptarán el honor de servir a la revolución como embajadores en Europa en el momento crucial en que se iba a redactar el texto constitucional. Jefferson ya había escrito en la Declaración de Independencia aquella inconveniencia de que todos los hombres son creados iguales. Su corolario lógico (si todos son iguales, no tiene sentido elegir a los mejores para gobernar) nos hubiera llevado a «los extremos de la democracia» que tanto aborrecía Hamilton, con los cargos públicos «abiertos a cualquier hombre»… En cuanto a Sieyès, no hace falta recordar cómo se quitó de en medio a Robespierre. Luego, cuando vio que la cosa se le volvía a ir de las manos, se sacó a Napoleón de la chistera. Si alguien se ha ganado su lugar en los altares del 1% es sin duda Sieyès.
Habiendo excluido de entrada la opción democrática, lo que Hamilton y Sieyès nos dieron fue sencillamente un régimen aristocrático, con la notable diferencia de que el papel que antes cumplía la corte lo desempeñarían ahora ellos y sus aliados. Y para que el pueblo aceptara semejante componenda, se le anunció que a partir de ese momento sería libre de escoger a sus nuevos amos de tiempo en tiempo. Así se instituyó el sufragio universal.
Es inevitable esbozar un rictus de amargura cuando se escucha a tantos miembros del 99% defender con uñas y dientes el sufragio universal como una conquista inalienable del pueblo a la que no están dispuestos a renunciar. Pues lo cierto es que el sufragio universal no fue sino el hueso que el 1% le echó al pueblo para distraerlo mientras le daba el cambiazo. La validez de la máxima de Tocqueville («yo no temo al sufragio universal: el pueblo votará como se le diga») sigue dolorosamente presente, salvo para quienes confunden la realidad con sus deseos.
Y al final fue a eso a lo que se dio en llamar, desde los albores del siglo XIX, «democracia». Con todos los autores -desde Platón y Aristóteles hasta Montesquieu y Rousseau- revolviéndose en sus tumbas, al pueblo se le aseguró que la «democracia» era eso y nada más: un hombre, un voto, como dicen en las películas. No resulta arriesgado afirmar (aunque el elenco es amplio y la competencia dura) que nos hallamos ante la mistificación más descarada que el 1% haya perpetrado contra el 99% a lo largo de la historia.
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Aclarado definitivamente este extremo, deshecho el entuerto terminológico, se nos podría decir que lo que cuenta al fin y al cabo es que el sistema -llámesele como se le quiera llamar- funcione. Parafraseando un pensamiento de Felipe González (quien, con la modestia que le caracteriza, se lo atribuyó a Deng Xiaoping), poco importa que el gato sea democrático o aristocrático mientras cace ratones. Si la elección nos permite escoger a los mejores (aristoi), ¿qué ganamos con dejarle esa decisión al azar? El mismo Platón ponía el régimen aristocrático por encima del democrático…
Quizá porque Platón tuvo la suerte de conocer la verdadera democracia (sorteada), en que el poder se ejercía en favor del 99%, ignoraba algo que nosotros, para nuestra desgracia, no podemos ignorar: tras más de dos siglos de experiencia, la «democracia» (electiva) ha demostrado irrefutablemente que sólo beneficia al 1%, cada vez más rico y poderoso. El rescate bancario no sería más que el último ejemplo -hasta la fecha- en una lista inacabable.
¿Cómo es posible? ¿Acaso no seleccionamos a los mejores? Bueno, en cierto modo así es: elegimos a los mejores en el arte de hacerse elegir, es decir, a los más hábiles a la hora de ocultar sus verdaderas intenciones, o sea, a los más dotados para detectar lo que deseamos y prometérnoslo acto seguido, pese a no tener ni los medios ni la intención de cumplir dicha promesa.
Porque, veamos, ¿qué se requiere para ser un buen candidato? Facilidad de palabra, magnetismo personal… y poco más. ¿Saber gobernar? Eso se requiere para ser un buen gobernante, pero no para ser un buen candidato. Y el buen candidato siempre le ganará la elección al buen gobernante. Mejor dicho, el buen gobernante no llegará a presentarse, porque otro buen candidato habrá sido presentado en su lugar.
De hecho, cuando Platón habla de elegir a los mejores, está pensando en unos conciudadanos que conoce perfectamente por su quehacer diario, no en unos extraños de quienes ignoramos todo salvo unos discursos preparados y unas fotografías retocadas. Nos atreveríamos a decir que sólo en un ámbito estrictamente local tiene la «democracia» electiva alguna posibilidad de seleccionar de verdad a los mejores. En pueblos o ciudades pequeñas es concebible que se elija como concejal al vecino que todos los demás consideran inteligente, honrado y trabajador. En ciudades medianas o grandes, y no digamos a escala nacional, nuestro conocimiento del candidato se limita a su perfil bueno y todo el cuidado del mundo no nos librará de caer en las redes de una estrategia de mercadotecnia sabiamente diseñada.
Diríase que Platón tenía en mente a nuestros políticos profesionales cuando nos advertía, con veinticuatro siglos de anticipación, de que «el peor de los males es que el poder sea ocupado por quienes lo han perseguido». Y no sólo porque -tal y como veíamos en la entrega precedente- la fuerte inversión económica y vital realizada por el candidato vencedor haya de ser rentabilizada a toda costa, sino además y sobre todo porque bien pudiera ser que acabáramos teniendo, en vez de un gobierno de los mejores o de los más capaces, un gobierno de los más intrigantes, de los más maniobreros o de los más aduladores. No en vano se elogia, en determinados líderes veteranos a quienes no se duda en calificar de «animales políticos», un peculiar sexto sentido que les permite percibir antes que sus compañeros de partido los cambios de fondo en las tendencias del poder y situarse allí donde podrán sacar más provecho de la nueva situación. Construir con tales elementos un gobierno de los mejores no ha de ser tarea fácil…
Necesariamente, esta constatación ha de llevarnos a cuestionar la «división del trabajo» político que se nos ha impuesto. ¿Qué utilidad deriva la sociedad de la existencia de «una categoría de individuos cuyo papel, cuyo oficio, cuyo interés es dirigir a los demás» (Castoriadis)? ¿Son la reflexión y la acción políticas actividades especializadas, o se sitúan por el contrario en el ámbito de la experiencia social compartida por todos los ciudadanos, sin que nadie pueda legítimamente considerarse más capacitado que cualquier otro?
En la próxima entrega examinaremos una serie de argumentos a favor o en contra de la democracia y de la aristocracia (es decir, del sorteo y de la elección) y terminaremos intentando responder a la cuestión de si es posible aspirar a una democracia verdadera (es decir, sorteada) en la sufrida España de 2013.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.