Aunque la mayoría de los académicos no dudarían en colocar al «absurdismo» dentro del humanismo, ¿Quién es lo suficientemente humano incluso para ser sujeto del «absurdo»? Bajo el más mínimo examen crítico se puede fácilmente adivinar que «matar a un árabe» como un acto de indiferencia no es la rebelión existencial que Albert Camus nos quiere hacer creer. Por un lado, la pretendida neutralidad del acto se ve desbaratada por su apoyo de por vida al colonialismo francés frente, precisamente, a los árabes; mientras el resto de los intelectuales progresistas de su misma nación pivoteaban fuertemente contra tal postura. Al mismo tiempo, la pretendida «indiferencia» del «absurdo» se cae como una fachada cuando vemos en Camus la típica indignación anticomunista al denunciar la URSS por sus «abusos a los derechos humanos». Así que soviéticos no, pero Francia debe seguir colonizando – y masacrando. Para él fue un crimen imperdonable cómo Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir defendieron a la Unión Soviética, cuando ésta infringiría en la vida y libertad de los blancos… pero el que Francia infrinja en la vida y libertad de los negros no constituye siquiera crimen alguno: acaso resulta una gesta heroica y civilizadora.
Matar a un árabe es un acto que no suscita simpatía por la víctima, sino por el victimario. El confieso propósito de la novela El Extranjero es hacer a la audiencia simpatizar con el asesino. Después de todo, nos preguntaría el autor, ¿quién entre nosotros lectores cultos y existencialistas no sintió caminando por la playa colonial un ennui, una alienación de su vida -por pura pereza de existir- tal que deba responder a esa sensación con agarrar y degollar vivo a un árabe cualquiera? ¿No es esa una experiencia espontánea totalmente comprensible para ver si así sentía algo? (sin lograrlo, claro está: El acto es demasiado insignificante). Camus hubiera querido acaso ser Mersault. Él nació y creció en los barrios colonizadores de Algeria. Miraba a los árabes y sentía su hostilidad, presenció sus protestas y su deseo de independencia; ¿Acaso entonces desearía poder matarlos con el mismo sosiego?
No simpatizaríamos con el protagonista si, por el mismo aburrimiento, hubiera matado algún otro ser. No digamos una niñita rubia porque es hacer trampa: Resulta demasiado obvio que el valor que le damos a la niñita rubia es órdenes de magnitud mayor que a un moro aleatorio (una caracterización por otro lado prácticamente redundante). Pero supongamos siquiera que matara con la misma falta de miramientos y/o remordimientos un ratón o un conejo que andaba campante por ahí. Entonces, los defensores de los derechos animales harían ver repudio moral al libro y a su autor por crueldad, quizás llegando a pedir su censura. O tal vez no fuera necesario, puesto que nadie empatizaría entonces con el asesino y el libro caería así en la ignominia y el olvido. Pero un árabe es menos que un ratón: Es casi un enemigo. Según muchos, matarlos te hace un héroe. Si Gaza fuera un zoológico, lloraríamos por la inhumanidad de dispararle a gacelas y jirafas: la masacre no podría durar un día. La imagen del rey Juan Carlos de España nunca se rehabilitó luego de fotografiarse con un elefante muerto, y por buenos motivos[r 1]. Pero Netanyahu mata 50, 100, 1000 árabes, lo presume por televisión globalmente como un logro y es un paragón de la civilización.
El francés asesino tiene pensamientos. Tiene un nombre y podemos saber de él. El árabe es un anónimo: no tanto una incógnita como un recorte genérico. Estos avatares se repiten entre los signos venerados por la misma cultura. Cuando el gran humanista, reconocido mundialmente, Antoine de Saint-Exupéry habla de principitos y aviadores, tiene la mayor ternura del mundo. Pero cuando habla de «los moros», los pinta como sombras anónimas, acaso amenazantes. En Correo Sur, un sargento lamenta su eterna soledad absoluta en el Sahara. Tiene a su cargo al menos 30 soldados senegaleses. Pero son sólo senegaleses. Ningún ser no-europeo posee el privilegio de una denominación más allá de su nacionalidad. No tienen descripciones, ni físicas ni mentales. No tienen siquiera una línea de diálogo. Aunque para 1929 y en servicio militar es indudable que todos ellos hablarían perfecto francés, no nos enteraríamos, ni en indicios, de tapa a tapa de la novela, de que pueden hablar – o siquiera entender idioma humano alguno. No se les dirige la palabra; ni saben ni se les informa nada. Apenas intuyen a tientas, adivinan… como si su mundo entero fuera negro, no sólo sus pieles: «30 senegaleses presentan armas. Un blanco es por lo menos un sargento; si es joven, es teniente.» Pero si no tienen rostro, ¿con qué cara podrían hablar, y con qué boca pronunciarían?
El protagonista pasa a su lado una y otra vez; el narrador vive cerca de ellos (mas no con ellos) y aún no ve más que su nación de origen y su número. Es colonizador, pero se describe desde el principio como «su prisionero». En una novela sobre amigos, amantes, mujercitas frágiles y misteriosas, niños enfermos y fallecidos; en una novela donde hasta los sargentos franceses son románticos y humanizados soñadores, los africanos no llegan a nada de eso. Ni a humanizarse, ni a ser considerados humanos. No sólo no tienen mujeres ni niños: Ellos mismos no son hombres (palabra que jamás se les aplica), sino apenas figuras. En una novela sobre el correo, sobre la magia de las cartas, los moros no las escriben ni las reciben. Hasta los de Buenos Aires, los de Santiago de Chile, del otro lado del mundo esperan con ansias sus cartas y sus romances (¡casi tanto como los franceses!). Pero los africanos, que están ahí, uno sólo podría decir que no. Acaso las obstaculizan -como siempre-, amenazan no únicamente al correo sino nuestras propias vidas perdidas. Al final también: «El alba, roncos gritos de moros. Una razia[r 2] de 300 fusiles.» – Está claro: Los moros no hablan, gritan roncamente por el desierto. Sus grupos no son de gente: son de fusiles. Si un alienígena o simplemente un historiador del futuro lejano leyera la novela, sería perdonable que pensara o analizara que «los moros» mencionados se tratan de alguna clase de animal. Obviamente pertenecen una especie muy distinta a la de los personajes.[r 3]
Como en el caso de Camus, estas descripciones, estas implicancias, no se tratan de simulaciones, imaginaciones de una mente lejana y sobreactiva en algún departamentito de París… aislado del mundo exterior, conociendo el «afuera» solamente a través de viejos cuentos orientalistas. Muy al contrario: se tratan de vivencias, de formas de vivenciar. No sólo el narrador y el protagonista de Saint-Exupéry tienen ese trabajo y ese puesto en el desierto: Lo tiene primero el autor del libro. Él estaba ahí. Él conoció a esos moros – o más bien, desconoció su humanidad a través de cada día y cada noche en interminables años.
Comprensible: El humanismo no es para todos. El humanismo es sólo para los humanos. El colonizado es menos que humano; es una especie de simio, demonio y bestia. Es «las hordas infernales de Gog y Magog». El hombre blanco justifica su «misión civilizadora» en esas tierras exóticas y salvajes, pero, por medio de alguna extraña alquimia, cuanto más se lo «civiliza», menos «civilizado» es el otro. El colonialismo no borra la diferencia: La exacerba. Es la dinámica del amo y el esclavo. Y el esclavo, detrás de su fachada de servilidad y automatismo, siempre guarda para el amo una amenaza. Eso es «lo salvaje», y el signo de la muerte. El salvaje prototípico siempre tiene un cráneo colgado de la cintura, una cabeza reducida en el armario, un tambor hecho con la piel de sus enemigos; alguna letal brujería, un templo lleno de trampas, un veneno secreto o una emboscada preparada. Hoy imaginamos igualmente un explosivo casero, un detonador improvisado, una navaja oculta o un chaleco suicida. Cualquier cosa que justifique matarlo «antes que él a nosotros». Porque todos sabemos que mejor ser nosotros que ellos los que inicien la matanza, y mejor ellos que nosotros los que la reciban.
En las Américas, 500 años no civilizaron al «indio». Cuanto más se extiende la «misión civilizadora y cristianizadora», más indio el indio se queda – o se vuelve. Nunca puede el indio convertirse en un ciudadano del Estado-Nación, porque si lo hace, «deja de ser indio». La brutalidad, la otredad, la oposición… es lo que decidimos que marca su condición. El indio no es el que se dice indio; sino el que nosotros los civilizados designamos como tal. Registramos y medimos. Vemos si el indio es lo suficientemente indio. Y laboriosamente los engranajes del Estado se encargan de que lo deje de ser, de que se levante a la «civilización». Porque decimos: El Indio no tiene tractor ni casa ni celular. Si lo tiene, ya no es indio, no es un indio de verdad, es un indio trucho, farsante y estafador. Tiene que ser tosco, ingenuo, ignorante y bruto (implicando: de lo contrario es una amenaza). El «verdadero indio» vive en la pobreza y el atraso, como lo definamos nosotros. El indio «en serio» viste con taparrabos y caza con arco y flecha hechos a mano (pero no demasiado bien hechos, no sea cosa que sospechemos). Aunque se le proscribió su lengua ancestral, es negable que un indio verdadero pueda hablar castellano: eso lo marcaría, también, como inauténtico —resulta claro: Lo mejor es que no hable en absoluto[r 4]. Cualquier hábito fuera del neolítico es anti-indio, porque lo opuesto al indio es todo lo que nosotros somos: Limpios, racionales, ordenados, permaneciendo siempre cómodos. En consecuencia, el indio es sucio, salvaje, caótico, y -lo más importante de todo- vive hundido en una existencia miserable. Al mismo tiempo, se espera que todos renuncien a ella. Incluso se los obliga. Dejar de ser indio es pasar a ser trabajador para un capitalista, a ser soldado de la nación, a aspirar a ser abogado o médico algún día – y llegar así al logro de estar perpetuamente endeudado (financiera y ontológicamente) con el sistema que «nos dio» todo eso.
Todas las naciones coloniales modernas crean a su propio «indio». En la colonización de Asia occidental, los sionistas israelíes hicieron más que definir a los árabes salvajes: También realizaron la distinción en su interior. De un lado, el atrasado judío tribal mizrahi, los clanes familiares que modernizar, y las creencias «no rabínicas» de los Beta Israel que había que «reformar» – enseñándoles a aproximarse a poder convertirse en «judíos de verdad» (formato de la «gente como uno»). Desde el otro, el judío de ghetto, el judío viejo, el judío de la antigua Rusia: Ecos del atavismo que también debía ser erradicado. Según los miembros de Lehi, «judíos nuevos», los diaspóricos eran gentes que no merecían nada – ni siquiera la compasión de los europeos. Los adherentes dirán: El judío pacífico murió en Varsovia. Ahora se suman a las extensas filas de los indeseables también los odiosos ultraortodoxos, que se niegan a entrar a la gloria de la nación militarizada, una única voz y un puño cerrado. Los liberales de izquierda están cerca, esos obsoletos soñadores éticos que no se acoplan a la «realidad» de un mundo dirigido al exterminio, a las conquistas de nuevas fronteras: Hierro y sangre, como dijo Bismark. También: «El pacto renovado». Sí, siempre hay gentes sin derechos. A los progresistas que protestan, que los atropelle la policía montada: Son judíos antisemitas y auto-odiantes. Aún en EEUU y Europa el brazo extendido del Eretz Yisrael los perseguirá y llevará a juicio. A los ortodoxos disidentes, que los golpeen y arrastren a las barracas de los pelos. Y a los árabes, directamente que los maten[r 5]. Es «lo más moral del mundo» (sic). Es la única democracia (sic). Son los valores resplandecientes del luminoso Occidente. No se podía esperar otra cosa: Después de todo, el humanismo no es para todos.
Cuando los Padres Fundadores de los Estados Unidos proclamaron que los seres humanos venían con el derecho innato e inalienable a la vida, la libertad, y la persecución (también sic) de la felicidad[b 1], no se les movió un pelo de sus blancas pelucas inglesas para asegurar que aplicara a los negros esclavos. A pesar de que ni uno de ellos fue liberado por la promulgación de tan nobles palabras, eventualmente fue incorporado en la constitución el derecho de que ellos «votaran» (como tres quintos de un hombre blanco; y las mujeres, claro está, tampoco eran parte del «humanismo») paradójicamente únicamente a través de la decisión acumulada en sus dueños —porque todos sabemos que, después de todo, el amo siempre vota a favor de los intereses de sus esclavos. Los esclavistas por su parte querían un voto completo para sí por cada negro en su propiedad, pero los bienpensantes iluministas les recordaron que un negro no valía tanto como un blanco, y que nunca lo haría. Casi doscientos años pasaron desde la declaración de la independencia de USA hasta los derechos civiles formalmente plenos para los negros… y sólo formalmente.
En la práctica, todavía un no-blanco no vale lo mismo que un blanco. Si quiere valer más, como decía Frantz Fanon, el negro se oculta bajo una máscara blanca. En África, los gobernantes adoptan el smoking formal e impecable para las audiencias con sus «antiguos» amos coloniales, hablando su idioma. Piden préstamos y soldados, que ya no son de ocupación sino de «ayuda». El colonizado paga por su colonialidad, como en la independencia pactada tuvo que pagar gravamen por cada año que fue colonia, financiar el privilegio de que lo sometan. Al tiempo la China dejó su chaqueta de Mao y adopta hoy, también, el fino traje y corbata y las finanzas: Son los mayores dueños de la deuda yanqui. Allí en el último occidente, en el «gran país del Norte», hay 12 veces (1200%) proporcionalmente más negros que blancos en las cárceles. Pero fuera de la cárcel también, los blancos ganan mucho mejor y viven más -por casi 10 años en promedio. También presenciamos deportaciones masivas a megaprisiones salvadoreñas, basándose la selección en el alevoso crimen de «portación de rostro».
Pero en el propio México, fantasma extranjero de los yanquis, los habitantes de un pueblo y otro en medio del desierto insultan a sus contrapartes con que son «más indios». En Bolivia, los cruceños, que se creen «blancos», dicen que hay que matar a Evo Morales y todos sus seguidores, para que los «indígenas» dejen de creerse con la habilidad o posibilidad de mandar, y que regresen a su única tarea natural: Servir. En Oriente Medio, los Estados Unidos e Israel procuran que los salvajes árabes no tengan democracias, sólo caudillos, dictaduras y reyes; no sea que su «naturaleza desordenada y guerrista» salga a la luz. Donald Trump va de gira y visita sus más preciados aliados en los Emiratos Árabes, Qatar, Arabia Saudita: Todas monarquías tiránicas (no visita y evita Líbano, Irak, Túnez: Países árabes con instituciones democráticas). Pero luego hablan incesantemente de democracia y derechos humanos para sus enemigos, para derribar a Assad o a Gaddafi o a Jamenei bajo el pretexto del multipartidismo, las mujeres, los gays o las minorías étnicas. Derechos que les dejarán de importar inmediatamente cuando suba un decapitador del ISIS como Julani, pero eso sí, muy pro occidental: mientras asesina casa por casa a miles de Alawitas y arroja por barrancos sus cuerpos mutilados, es invitado de honor en Bruselas.
Como para el Papa «la cristiandad» se compone exclusivamente de los que aceptan su absoluta autoridad (comunión es sumisión), para la visión occidentocéntrica la «comunidad internacional» se compone exclusivamente de los países y gobiernos que aceptan sus dictámenes. Si EEUU y Europa Occidental proclaman o deciden algo, la «comunidad internacional» tiene esa opinión y lo decidió. Si el resto del mundo piensa o dice otra cosa, aunque fuera todos en unísono[r 6], ellos son los forajidos en disonancia: Los ejes del mal y los estados rebeldes[r 7]… que deben ser sometidos al «consenso» (de Washington, el uno y único que importa). El Consenso de Washington es por antonomasia la decisión de la humanidad, y por lo tanto los seres malignos que lo resistan son la anti-humanidad, lo anti-humano.
En Argentina oímos mil veces decir en denuncia «estos zurdos hablan de derechos humanos… ¡Los derechos humanos son para los delincuentes!». La implicancia está clara: Resulta válida por defecto cualquier acción pública o privada siempre y cuando esté dirigida «apropiadamente» contra pobres, prisioneros, inmigrantes, «negros de alma», gente de la calle… sin mencionar los susodichos «zurdos» o disidentes, puesto que en la práctica resulta aceptable e incluso deseable que las fuerzas del orden les hagan cualquier cosa desde la desaparición forzada y tortura clandestina hasta la «aniquilación» (justificada oportunamente y hasta hoy con el refrán de que «algo habrán hecho» para que los repriman y castiguen de ese modo).
En resumen, es o debe ser considerado como un subhumano sin derechos todo aquel que no registre como una «persona de bien» — es decir, de tez clara, eurodescendiente, de clase media para arriba, y del centro para la derecha. De quienes cumplen las condiciones, esos-«nosotros», decimos también con la misma naturalidad y parsimonia, la misma fingida ecuanimidad: Son gente como uno. Ese «uno», el «uno mismo», se erige como una columna guardiana (limpia, brillante y grecorromana) en señal de bloqueo y oposición clara al «otro» tenebroso, que nada merece y todo contamina.
Pero es lo preciso: Que los derechos humanos queden para los humanos de verdad, los blancos europeos. Porque esos sí que sienten, esos son los únicos que pueden pensar; esos que tienen un nombre como Meursault y no simplemente una etiqueta de entidad indefinida como «un árabe».
Después de todo, el humanismo no es para todos. Porque pocos son parte válida de nuestro constructo de «la humanidad».
Referencias
1. Según bien sabemos tanto intuitiva como científicamente, el elefante es un ser inteligente y sensible. El problema es cuando le negamos estas cualidades a los seres humanos en un grupo de «otredad»; es decir lo que ha ocurrido y ocurre en nuestra cultura pseudo-grecorromana pretendidamente «universal», continuamente.
2. Razia, grupo armado itinerante de ataque y saqueo. En este caso rezzou en el original. De notar que habría surgido al Este y masacrado una caravana. A pesar de estar presentes desde el principio, «masacrar la caravana» en el penultimo capitulo es el único acto explícito del colectivo indistinto de «los moros». Es el solo momento en el que, en lo que la accion concierne, existen. Y apenas a la distancia. Este acto único también es indudablemente característico en su de otro modo indescrita existencia: matar y saquear.
3. Oportunamente, la contraportada de mi edición argentina de la novela Correo Sur reza:
(…) desarrolla su concepción antropomórfica del ser humano. Base misma del humanismo tradicional (…) El ritmo de sus frases reproducen el de su respiración mental (…) con más inocencia en su lento ascenso a una consciencia universal del hombre.
Pero no para los moros o senegaleses, que en la «universalidad» esos no caben.
4. Junto a segar la vida, uno de los castigos por «hablar mal de España» y otros similares imperdonables delitos era cortar las lenguas, dejando así en claro que se trataba puramente de un crimen de opinión – y de expresión.
5. Aunque ya los venían matando y expulsando de manera masiva y coordinada desde la Nakba. La ciudad modena de Gaza proviene de un campo de refugiados que databa de esa época. En este caso aplica el dicho que reza: «cuanto más cambian las cosas, más siguen igual.»
6. Podemos ver resoluciones de las Naciones Unidas donde todo el resto del mundo vota en bloque contra EEUU y sus vasallos «occidentales», como aquella en contra de la glorificación del nazismo (los occidentales votan incrementalmente en contra de oponerse a la glorificación del nazismo).
7. De notar como el único mapa y el cuerpo del artículo etiqueta de «canallas» primera y principalmente a los múltiples Estados designados como tales por los Estados Unidos.
Bibliografía
Ver la Declaración de Independencia de los Estados Unidos:
Sostenemos como autoevidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos Derechos inalienables; que entre estos están la Vida, la Libertad y la persecución de la Felicidad.
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