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Salvador Garmendia

El indagador de Venezuela

Fuentes: APM

Fue uno de los escritores que pensó, descrbió y escribió ha Venezuela; cuentos de terror, novelas y ensayos son parte de su repertorio. Cuando murió, el país sudamericano sintió que también había muerto una parte de el.

Tenía 15 años y era tuberculoso. Fue en esos años cuando le llegó la impresión de la tos de Hans Castorp y el sanatorio Beghof. Por ese entonces, la gente decía que quien leyera «La montaña mágica» de Thomas Mann podía volverse loco. Pero Salvador Garmendia no enloqueció porque era igual al tuberculoso de la novela. «Esa era mi situación; todo lo entendía: la tos de Hans, el sanatorio, fue tremendo. Además, daba la casualidad, que mi abuelo, Ezequiel Garmendia se murió en Suiza, tuberculoso; murió en ese sanatorio y lo enterraron ahí, en ese cementerio».

Hacía tres años que estaba en reposo y no podía ir a la escuela. Cuando quiso volver, se sentía demasiado grande para la primaria. Tampoco pudo ir a la universidad y tuvo que ser autodidacta. No quería hacerlo, pero ya era un hombre de 17 años y debía seguir. Había nacido en Barquisimeto en el estado de Lara, y había tenido 7 hermanos, y un padre que se fue temprano y le dejó un hogar no constituido y unos años difíciles para poder sobrevivirlos.

Decidió irse a Caracas, donde durante más de10 años vivió en pensiones haciendo la vida de estudiante sin poder serlo. En una entrevista concedida antes de su muerte Garmendia recuerda esa situacion: «Yo me emocionaba mucho al estar sentado en un pupitre, porque yo toda la vida he tenido nostalgia de un pupitre, porque no los tuve y uno anhela mucho lo que no tiene. Yo siempre he visto los pupitres donde se sientan otras personas, y cuando me vi sentado en una fila de ellos, sentí una emoción, como si hubiera llegado otra vez a los 20 años y empezado a hacer una vida, como la hace todo el mundo, recibiendo clases. Esa vida de pensiones y de hoteles malucos la conocí mucho en Caracas, otras veces en Maracaibo».

También veía vampiros y no fue sólo su imaginación. En Quibor, Lara, se encontraron rastros arqueológicos de un dios murciélago adorado por los indígenas. Sus creencias asociaban a este animal como portador y acompañante del más allá. Este mundo, y el de las leyendas escuchadas en las voces de los abuelos, constituyen una atmósfera clave en la obra de Salvador.

En ella habrá un hombre que una noche descubrirá que su esposa habla al revés mientras duerme. «A causa de mis frecuentes insomnios, descubrí una noche que Emilita, mi mujer, hablaba dormida. En un primer momento, al sentirla hablar como si se incorporara en medio de la atmósfera pálida del sueño, pensé sonriendo en un lisiado que se levanta de su silla de ruedas y comienza a caminar por primera vez en su vida», relata el autor en su cuento «Claves».

Y también habrá otro, mientras se mira al espejo de un hotel, su amante le dice que en realidad no se acostó con nadie. «¿Quieres saber por qué? -preguntó la mujer – Por que yo estoy muerta, catire. Mírame. Quiero que me recuerdes siempre. Ahora tengo que irme»(Fragmento del cuento «Hotel La Estación»).

Escribió las novelas «Los pequeños seres», «Los habitantes», «Día de ceniza», «La mala vida», «Los pies de barro» y «Memorias de Altagracia». En género fantástico creó los relatos «Doble fondo», «Difuntos, extraños y volátiles», «Los escondites», «El único lugar posible», «El inquieto Anacobero y otros cuentos», «El brujo hípico y otros relatos», «Hace mal tiempo afuera» y «El capitán Kid».

En 1972, recibió el Premio Nacional de Literatura y en 1989 obtuvo el Premio Juan Rulfo por el cuento «Tan desnuda como una piedra». Fue columnista del semanario humorístico El Sádico Ilustrado. En el diario El Nacional, escribió columnas referidas a la vida urbana.

«Han comenzado ya a aparecer en Caracas. El oxígeno mismo del vagón las va configurando. Son las ‘caras de metro’, de las que hablé una vez, cuando el bebé de los metropolitanos del mundo, volaba en la inocencia. No sé decir si fue Julio Cortázar quien introdujo primero ‘caras de metro’ en la literatura; a modo de especies repentistas del mundo subterráneo…», escribía Garmendia en el diario El Nacional, el sábado 25 de julio de 1998.

Escribía porque necesitaba responder a un impulso de escribir, porque creía que estaba obligado a expresar determinada realidad, a indagar en la memoria. Tenía la capacidad de observar el ambiente en el que se desenvolvía y plasmarlo luego en cuentos, novelas, crónicas, guiones para cine, teatro, radio y televisión. Muchos de sus cuentos fueron traducidos al alemán, francés, húngaro, polaco y portugués. Su novela «Memorias de Altagracia» fue editada en holandés e inglés.

Sentía un compromiso especial con Venezuela y supo mantener un diálogo con su país. «El país se ha enredado mucho, ha perdido su simplicidad, su sencillez-decía en una de sus últimas entrevistas – «Es un enredo retórico, es una confusión de términos gigantesca. El país perdió su modo de expresarse. No sé si antes era más claro pero al menos era más correcto. Se entendía lo que se decía. Ahora el país no sabe hablar», sentenció.

Pero el diálogo se interrumpió el 13 de mayo de 2001 por una severa diabetes, una ceguera completa y 24 meses de cáncer en la garganta. Y ahora Venezuela extraña sus retratos escritos, la ironía, la reflexión y los relatos de terror. Ese día, muchos lectores sintieron que también ellos habían muerto.

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