Es un lugar común en nuestras instituciones las políticas para ahorrar papel reemplazándolo por archivos PDF, etc. Está claro que las tecnologías electrónicas han hecho posible no solo una mayor democratización mundial de la información y de algunos medios digitales de producción sino que, además, ha evitado que esa masiva popularización del acceso a la […]
Es un lugar común en nuestras instituciones las políticas para ahorrar papel reemplazándolo por archivos PDF, etc. Está claro que las tecnologías electrónicas han hecho posible no solo una mayor democratización mundial de la información y de algunos medios digitales de producción sino que, además, ha evitado que esa masiva popularización del acceso a la participación de la vida moderna (que fastidiaba a Ernest Renan en el siglo XIX y a Ortega y Gasset a principios del XX) no se traduzca en una catástrofe ecológica mayor de la que ya tenemos.
Sin embargo, este mundo virtual no es tan «environmentally friendly» («amable con el ambiente») como se pretende. Todo tiene un precio. Usando el correo electrónico ahorramos energía y evitamos una contaminación mayor que si enviásemos cartas de papel por correo postal. Pero seguramente en la era del correo tradicional no enviábamos ni recibíamos cientos de cartas por día.
Desde hace algunos años sabemos que hacer una brevísima investigación on line usando un buscador como Google emite tanto dióxido de carbono como al hervir una caldera. Consideramos que una búsqueda razonable emite 7 gramos de CO2, lo que más o menos se corresponde con la aclaración de Google que dice que cuando uno aprieta «search» solo se consume/libera 0.2 gramos.
Esta referencia ecológica puede ilustrarnos un problema semejante a nivel psicológico y social cada vez que consideramos la «nueva libertad» y las nuevas posibilidades de comunicación de los individuos por el mero hecho de estar conectados. Ya hemos escrito mucho sobre este punto y no vamos a repetir. Pero ahora me interesa molestar un poco más sobre el problema central de este fenómeno del individuo-conectado.
Hace unos días, mientras esperaba en un mall o centro comercial (lo que en español latinoamericano se dice «shopping center», tan equivoco como la palabra «plaza» usada en Estados Unidos) me detuve a descansar. En un instante dejé de mirar toda la gente que estaba buscando cosas para comprar y observé el resto de la gente que no estaba comprado cosas. Delante de mí pasó un padre seguido de tres niños, con un iPhone en una mano, el pulgar explorando la diminuta pantalla y sus ojos absortos en una lista de mensajes recibidos. Una chica entro a una tienda y revisó varias camisas sin dejar de leer su correo. Dos chicas más, repitiendo la misma práctica, se cruzaron increíblemente sin chocarse. En el nivel de abajo dos jóvenes y un hombre mayor reposaban en cuatro sillones. Cada uno tenía un BlackBerry, un iPad, un iPod y un iPud en una mano, sobre una rodilla, o en la mesita de al lado. (El insistente prefijo «i» puede referir «intelligent» o, ¿por qué no?, «yo» en inglés, algo así como «yo-Telefono», «yo-Cosa»; porque cuando el mercado insiste con un símbolo, es porque el verdadero significado es el contrario.) Ninguno resistió más de un minuto sin revisar algo. Casi siempre cambiaban de postura y se ponían a escribir, tal vez contestaban un correo o chateaban con alguien que no debía ser ninguno de los otros dos que estaban al lado.
Siempre pensé que el fenómeno de las comunicaciones había puesto de relieve, a un nivel crítico, alguna obsesión histórica o natural de la humanidad por la comunicación. Algo así como el impulso de los insectos en la noche que orbitan alrededor del fuego y van a morir incinerados allí mismo. Al fin al cabo, la gente habla y escribe, en gran medida, no porque tenga algo importante o crucial que decir, sino por el solo hecho, placer o necesidad de sentirse comunicados, desde un novelista hasta un médico o un mecánico.
Todo lo cual parecería ser algo muy humano: la comunión sería el clímax de este impulso de comunicación.
Estuve media ahora observando, tratando de descifrar el fenómeno que nos engloba. Tratar de dar respuestas a cada fenómeno que cae alrededor también es otra obsesión. Pero yo no quería resolver esa cuestión antes de tener una idea, al menos vaga, una tímida hipótesis, del fenómeno que había atrapado a el resto de la gente que no estaba comprando, consumiendo (fenómeno más primitivo y más fácil de explicar).
Para responder a esta pregunta había que preguntarse primero por qué el fenómeno de hablar por teléfono y, sobre todo, de textear, ha reemplazado de forma tan dramática el simple acto de hablar cara a cara, con lo interesante que debe ser sentir con todos los sentidos a un semejante, a otro ser humano.
¿Cómo explicar, entonces, la contradicción de este impulso histórico de comunicación con la incomunicación resultante?
Entonces creí encontrar la lógica de esta aparente contradicción. En el mundo de la comunicación digital no sólo se destila en su estado más puro el acto de la comunicación, que requiere la distancia como obstáculo de placer, sino que el acto es una confirmación del individuo aislado, alienado, por la supresión del otro, por la objetivización del sujeto.
En este mundo, el otro se ha multiplicado de forma exponencial y proporcionalmente se ha diluido la comunión con cualquiera de ellos. El otro es menos sujeto y mas objeto, desde el momento en que yo, como individuo, puedo decidir cuándo eliminarlo. Es decir, en todo momento me protege la conciencia o la percepción de que el otro no amenazará mi espacio individual con una visita incómoda de la que no puedo deshacerme. Así, el otro está bajo control.
Los jóvenes y el viejo estaban allí, comunicándose con alguien más, con muchos más, pero su espacio vital, sus individualidades estaban protegidas por un simple botón (que ni siquiera es un botón) capaz de eliminar la presencia del otro, capaz de ponerlo entre paréntesis o de arrastrarlos a un tiempo posterior, un tiempo de calendario que depende del individuo-aislado-que-se-comunica.
Al mismo tiempo, esta paradoja genera otra contradicción aparente que es parte de la misma lógica. Tampoco el individuo-aislado-que-se-comunica es un individuo en el sentido tradicional. Primero, porque su existencia virtual puede adquirir varias identidades simultaneas. El sujeto se autocosifica con una máscara. Segundo, porque su «verdadera identidad» (más exactamente su «identidad oficial») puede ser robada. El robo de identidad es uno de los terrores crecientes de la nueva civilización digital. Una vez que alguien le roba la identidad a Juan Rosas-Z con carnet número X, ni el pesado peso del gobierno más poderoso del mundo puede hacer mucho. Juan Rosas-Z deja de ser Juan Rosas-Z y adquiere los delitos que alguien más, que ahora se llama Juan Rosas-Z ha cometido en alguna parte del mundo. En algunos casos, se ha verificado que esta pesadilla ha llevado a mucha gente a cambiar su nombre oficial, su identidad, para detener la ola de actos cometidos por su fantasma.
El otro, el fantasma que ha perdido su condición humana de sujeto, ahora forma parte de un mundo fantasmagórico donde vive el individuo que tiene a los otros bajo control pero ha perdido el control sobre si mismo.
Queda una esperanza, claro. El individuo-colectivo-humano se ha suicidado muchas veces y muchas veces ha renacido con viejas y nuevas obsesiones. Tal vez sea su forma natural de reinventarse cada quinientos años.
Fuente: http://cultural.argenpress.info/2011/02/la-muerte-del-individuo-el-individuo.html