Herman Melville, el conocido escritor estadounidense del siglo XIX, polifacético autor de Bartleby el escribiente y de la popular narración de aventuras Moby Dick, expresó también mediante la poesía sus reflexiones en torno a la guerra, tras el impacto que en todos los órdenes produjo la Guerra de Secesión (1861-1865) en la sociedad de EEUU. […]
Herman Melville, el conocido escritor estadounidense del siglo XIX, polifacético autor de Bartleby el escribiente y de la popular narración de aventuras Moby Dick, expresó también mediante la poesía sus reflexiones en torno a la guerra, tras el impacto que en todos los órdenes produjo la Guerra de Secesión (1861-1865) en la sociedad de EEUU.
Con el título de La marcha contra Virginia, una de las campañas más sangrientas de aquella guerra fratricida, un poema de Melville sirve para traer a colación algo que hoy continúa siendo de actualidad cuando se reflexiona sobre el fenómeno de la guerra. En traducción libre, dice así: «La juventud debe entregar su impulso ignorante / La edad encuentra su sitio en la retaguardia / Todas las guerras son juveniles y están hechas por muchachos…».
De entre la sangre y las sombras de una sangrienta guerra civil emergió la poesía introspectiva del inquieto neoyorquino. Una serie de poemas de desazonada intensidad se refiere a los efectos que esa guerra produjo en sus jóvenes compatriotas, impulsando actos de abnegado heroísmo y episodios de cruel brutalidad.
Se pone así de manifiesto un hecho de antiquísima tradición: la guerra se fundamenta en los jóvenes, pues en ellos suele coincidir la fortaleza física y una cierta inocencia primigenia sobre su inmortalidad. Como recuerda el historiador británico Paul Fussell en una de sus obras sobre la Segunda Guerra Mundial (Wartime), los jóvenes suelen estar orgullosos de sus cualidades atléticas y, como su sentido del honor no ha sido aún menoscabado, se convierten en el material más útil para formar el inicial filo agresivo de toda guerra. La realidad no empieza a hacer mella en ellos hasta algún tiempo después, cuando casi obligadamente acaban convirtiéndose -si no han muerto antes- en combatientes cínicos, asustados, poco o nada dispuestos al esfuerzo, en suma, poco útiles por su falta de afán combativo.
Preocupados hoy los mandos militares y los dirigentes políticos de EEUU por la difusión de varios casos de gran brutalidad atribuibles a sus soldados, con víctimas civiles inocentes, y tras los frustrados esfuerzos de la cadena de mando por ocultarlos y engañar a la opinión pública, se anuncia ahora en ese país la iniciación de un programa para mejorar la formación moral de los soldados. Se pretende realizar un curso breve sobre los valores esenciales del guerrero (core warrior values) y se ha preparado una proyección de diapositivas para aleccionarles sobre la «ética bajo el fuego enemigo».
Conocedor del «modo USA» de llevar a efecto ese tipo de programas, más orientados a satisfacer la opinión pública que a corregir conductas que dañan la imagen del país, me permito desconfiar profundamente de su resultado. Las razones son varias. Entre ellas hay que incluir la apuntada por Melville en la poesía citada. Muchos soldados ahora desplegados en Iraq y en Afganistán están haciéndose a la vez hombres y combatientes. Justo al abandonar la pubertad se les enseña a hacer la guerra.
Estudios efectuados sobre las últimas guerras muestran la gran frecuencia con la que los soldados gravemente heridos se quejaban así: «¡Mamá!». No es preciso recurrir a tratados de psicología aplicada para deducir que se ve seriamente perturbado el normal desarrollo de todo aquel que abandona la niñez y emprende el camino de su construcción como persona a la vez que se le enseña a matar y a protegerse en el combate para defender su vida, aniquilando al contrario antes de que éste termine con él. Frente a esta exigencia obligada en toda guerra no hay fácil remedio al alcance de la mano.
En un ambiente hostil, como ocurre hoy en Iraq, donde cada paseante puede ocultar un terrorista a punto de entrar en acción, es ilusorio pretender que unos jóvenes veinteañeros tengan el dominio personal necesario para arriesgar sus vidas y «pensar antes de disparar», en vez de hacer justo lo contrario. Cuando un soldado del 3er Batallón del 1er Regimiento de Infantería de Marina murió por la explosión de una bomba en la carretera, varios compañeros suyos vengaron su muerte asesinando sañudamente a 24 civiles en Haditha el 19 de noviembre del pasado año. No es un comportamiento anómalo; hay de él muchos precedentes.
En 1968, durante la guerra de Vietnam, casi medio millar de vietnamitas fueron asesinados fríamente por los soldados de EEUU en lo que se llamó el incidente de My Lai. No fue el único, ni el último, ni el primero de su género. Años antes, en 1880, el general Sherman, uno de los más destacados protagonistas de la guerra que comentó Melville, en una alocución ante los cadetes de Ohio, habló así: «Es natural que en el corazón de todos ustedes vibre el deseo y la esperanza de aplicar lo que han aprendido aquí. ¡Olvídenlo! Ustedes ignoran los aspectos horribles de la guerra. Yo he hecho dos guerras y los conozco. He visto ciudades y hogares convertidos en ceniza. He visto miles de hombres tendidos en el suelo con sus rostros muertos mirando al cielo. Y yo les digo: la guerra es el infierno».
Pretender adornar con una sesión de diapositivas la brutalidad del combate podrá calmar las conciencias de los responsables de algunos de sus incidentes más horribles, pero no cambiará la naturaleza de ese infierno que es y ha sido siempre la guerra.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)