¿Y cuál es el legado de este filósofo que apenas pudo ejercer de filósofo en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, aspecto o consecuencia más que consistente, teniendo en cuenta época y circunstancias, con su noción del filosofar, filósofo que, además, fue expulsado de la UB durante once cursos, circunstancia tampoco inconsistente […]
¿Y cuál es el legado de este filósofo que apenas pudo ejercer de filósofo en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona, aspecto o consecuencia más que consistente, teniendo en cuenta época y circunstancias, con su noción del filosofar, filósofo que, además, fue expulsado de la UB durante once cursos, circunstancia tampoco inconsistente con su noción -y práctica- del compromiso del intelectual no verbalista?
FFB habló de ello en un artículo de 3 de septiembre de 2005: «20 años sin Manuel Sacristán». Lo tituló: » El inmenso legado de un gran pensador», alguien del quien siempre dijo que su hacer era aún más importante que su obra. Lo mismo en su caso por cierto.
Hace ahora veinte años que murió Manuel Sacristán, señalaba; treinta años en este 2015.
Nacido en Madrid en 1925 y formado en los años que siguieron a la Guerra Civil, Sacristán fue una personalidad intelectual irrepetible. Ejerció una gran influencia en la vida cultural y política barcelonesa durante tres décadas: desde la época de la revista Laye (1951-1954), en la que colaboraron varios de los más conocidos exponentes de la llamada generación de los 50, la del «jardín quebrado» (para decirlo con el hermoso título del libro de Laureano Bonet), hasta los años en que escribió en las revistas Materiales y mientras tanto (1977-1985).
Quienes conocieron a Sacristán a lo largo de aquellos treinta años, sabían bien que entre 1955 y 1985 el filósofo, acuso de ortodoxia e inmovilidad, había cambiado mucho.
«¡Y cómo no!», diría el personaje de los diálogos de Brecht; lo contrario sería inconcebible. Pero, a pesar de eso, es posible encontrar en su obra, creo, unos cuantos rasgos permanentes: una tensión constante entre tradición y modernidad; la aspiración a un nuevo clasicismo, a dar calor de hoy a la llama de siempre, y un cierto optimismo histórico-racionalista que emana de convicciones morales profundas, incluso cuando, como en su caso, pinta bien de negro la pizarra del presente que le tocó vivir, o cuando hace la crítica del pesimismo descriptivo o sentimental ante ese asunto de verdad decisivo de nuestra época que han sido las derivaciones del complejo tecno-científico.
Como traductor, como escritor y como filósofo, Sacristán contribuyó a la difusión en Cataluña y, a través de Cataluña, en el resto de España, recordaba FFB, «de las principales corrientes del pensamiento europeo de la segunda posguerra». No exageró.
Como filósofo representó entre nosotros la negación de la división del saber en compartimentos cerrados, estancos. Hoy, cuando se vuelve a hablar con cierto desprecio del papel social de las viejas humanidades, es especialmente grato recordar a un humanista que trabajó con método, rigor e inteligencia en tantos campos del saber, sin ninguna infatuación.
Desde joven, Sacristán hizo crítica literaria y la hizo muy bien creía FFB. Fue comentarista agudo de la dramaturgia norteamericana de la posguerra. Los ejemplos están recogidos en Lecturas, el cuarto volumen de los Panfletos y Materiales [1].
Dedicó páginas interesantísimas al desvelamiento de la crisis cultural de entonces, a lo que de ella pensaron Salinas, Orwell o Thomas Mann. Escribió una de las más hermosas aproximaciones al Alfanhuí de Ferlosio que se hayan escrito nunca. Y publicó un par de ensayos de germanista sobre la veracidad de Goethe como poeta y como científico y acerca de la conciencia vencida en Heine. Iluminó aspectos sugestivos de las obras de Brossa y de Raimon.
De Raimon, por ejemplo, de quien tradujo sus canciones y poemas al castellano, señalaba en su prólogo a la edición castellana del libro.