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El legado de John Reed (1887-1920)

Fuentes: Rebelión

Este artículo es un pequeño homenaje a uno de los escritores estadounidenses más admirables: John (Silas) Reed. El próximo 19 de octubre de 2005 se cumplen ochenta y cinco años de la temprana y dolorosa muerte de este gran periodista, un ser humano en todos los sentidos muy especial, comprometido sin reservas con las luchas […]

Este artículo es un pequeño homenaje a uno de los escritores estadounidenses más admirables: John (Silas) Reed. El próximo 19 de octubre de 2005 se cumplen ochenta y cinco años de la temprana y dolorosa muerte de este gran periodista, un ser humano en todos los sentidos muy especial, comprometido sin reservas con las luchas sociales progresistas. El otro día me tropecé con una colección ya agotada de varios de los trabajos periodísticos de John Reed y me dediqué de inmediato a releerlos, pues ya los había leído años atrás. Me alegra mucho saber que la lectura de John Reed todavía inspira en mí el sueño de un mundo mejor.

Trotsky y «el papelito»

John Reed andaba el día 4 de noviembre de 1917 por las calles de Petrogrado en su estilo hiperactivo característico, como un niño travieso observando y comentando todo lo que pasaba a su alrededor: el color del cielo, la arquitectura y el diseño de los edificios, los rostros y la vestimenta de la gente, el ruido de los camiones militares, el olor de las calles, el ajetreo de la vida diaria y, primeramente, el estado de ánimo de los habitantes de esa importante ciudad rusa, que desempeñó un rol de vanguardia en el derrocamiento del zarismo y la creación del hoy desaparecido poder soviético. Dos semanas antes, el 23 de octubre, Lenin había llamado a organizar una insurrección armada para la toma del poder y el derrocamiento del Gobierno Provisional de Kerensky. Un elemento clave en la estrategia de los bolcheviques era la celebración del Segundo Congreso de los Soviets con miras a lograr que se materializara la consigna de todo el poder a los soviets. El Congreso habría de celebrarse en el Instituto Smolny, un antiguo centro de educación para niñas localizado algo distante del centro de la ciudad y que desde temprano, en 1917, se había convertido en el lugar de reunión de las organizaciones revolucionarias de obreros y soldados, incluyendo al Soviet de Petrogrado. Al llegar ese día al Instituto, Reed pudo notar una figura físicamente imponente, atractiva, de rostro puntiagudo y con una expresión de completa seguridad en sí mismo. Era Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado desde el 6 de octubre de 1917, quien se encontraba en la puerta de entrada del Instituto acompañado de su esposa.
Con sorpresa, Reed notó que Trotsky estaba confrontando dificultades para entrar al Instituto. Un soldado de apariencia simple le exigía credenciales que lo identificaran como un delegado bona fide al Congreso. Trotsky metió las manos en los bolsillos y no encontró nada que lo identificara. Acostumbrado como estaba a dominar por la mera fuerza e intensidad de su mirada, Trotsky le señaló al soldado en un tono decidido: Mire, olvídese de las credenciales. Usted me tiene que conocer. Yo soy Trotsky. El soldado, con una actitud obstinada, le contestó al líder revolucionario: Usted no tiene un pase. Los nombres no significan nada para mí. No puede entrar. Sin que el soldado acabara de hablar, Trotsky – ahora molesto- increpó en el tono sarcástico que lo hizo famoso: ¡Pero yo soy el presidente del Soviet de Petrogrado! El soldado alzó la vista y lo miró por un instante. No era cosa fácil ésa la de llevarle la contraria a León Trotsky. Al fin y al cabo, una de las primeras cosas que hizo el Gobierno Provisional de Kerensky fue ordenar su arresto junto al de Lenin en el verano de 1917, pues ambos eran los líderes indiscutibles del proceso revolucionario en marcha. Aun así, el soldado no tardó mucho en devolverle el sarcasmo: Bueno, si usted es una persona tan importante como dice, entonces al menos cargará encima un «papelito» que lo identifique. El presidente del Soviet de Petrogrado pudo eventualmente entrar, pero sólo al ser debidamente identificado por un militar de mayor rango.

Con la anécdota anterior – y con otras similares- John Reed nos brinda el cuadro más detallado y vivo que se haya hecho de la toma del poder por los bolcheviques. Diez días que conmovieron al mundo, su libro más famoso, es -según la Introducción del propio Lenin- una exposición fehaciente y vívida de los eventos que llevaron al establecimiento de una dictadura proletaria en lo que por mucho tiempo conocimos como la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Lo sorprendente -y fantástico, al menos para mí- es que el libro de Reed es casi como ver una película de todo lo que estaba ocurriendo, sin dejar de lado el más mínimo detalle y brindándonos una descripción microscópica de la vida y conducta humana en un lugar que, a la vez, era el centro de grandes cambios sociales y políticos. El drama principal era la revolución y sus líderes, pero John Reed tuvo el tiempo y la oportunidad de observar y constatar todo lo que estaba acaeciendo, lo grande y lo pequeño. Y es así que funciona en realidad nuestro cerebro, amarrando los grandes eventos a fenómenos y cosas aparentemente sin trascendencia. La anécdota de Trotsky, por ejemplo, no pretende tanto el describir rasgos personales -negativos y positivos- del revolucionario ruso, sino revelar el hecho patente de que el Petrogrado de noviembre de 1917 era muy distinto al de la época zarista de tan sólo ocho meses atrás. Ante todo, era la actitud de la gente lo que se había transformado; un espíritu de urgente cambio revolucionario se adueñó casi de repente de la disposición de las clases trabajadoras y del campesinado en cosa de días y semanas. Tan fuerte y repentina fue esa alteración en el espíritu de las masas que hasta los líderes revolucionarios tuvieron que adaptarse. No había marcha atrás: la revolución llegaría hasta sus últimas consecuencias, el cambio social ya no le pertenecía a los líderes sino a la gente. Algo me dice que, en lo adelante, Trotsky caminó siempre con su «papelito» en el bolsillo.

Periodismo revolucionario

De John Reed se ha dicho una y otra vez que ocupó un lugar privilegiado en la revolución rusa: si bien estaba comprometido moralmente con la revolución y quería verla triunfar, Reed era simultáneamente un observador ajeno a lo que estaba pasando [J.P. Taylor, Introducción a Diez días que conmovieron al mundo]. Salvo en ocasiones contadísimas, Reed se mantuvo al margen de la actividad revolucionaria directa de la organización bolchevique (o de cualquier otro grupo) e incluso de la labor de quien fuera su gran amigo, Lenin. El objetivo de Reed era ante todo contribuir a la revolución de la manera en que sólo puede hacerlo un gran periodista revolucionario: informando sobre lo que estaba ocurriendo de forma objetiva e imparcial, con una actitud de culto supremo a la verdad. Él mismo nos explica esto en las primeras páginas de Diez días que conmovieron al mundo: «En la lucha mis simpatías no eran neutrales. Pero en narrar la historia de esos extraordinarios días, he tratado de  ver los eventos con la mirada de un reportero consciente, interesado en hacer constar la verdad.» Fue esa posición de privilegio lo que le permitió a Reed acercarse a todos los protagonistas de la Revolución Rusa -de un bando y de otro- de forma excepcionalmente honesta y reveladora, fueran partidarios de los bolcheviques o de Kerensky. Mas, en particular, Reed nunca se acercó a las grandes figuras revolucionarias de ese tiempo con un sentido de obligada reverencia, como ocurre a veces con mucha de la literatura de izquierda incluso hoy en día. Su descripción de Lenin durante el Segundo Congreso, por ejemplo, es famosa precisamente por la forma poco ceremoniosa con que Reed lo describe: Eran solamente las 8:40 -nos dice- cuando una ola ensordecedora de vítores anunció la entrada del presidium, con Lenin -el gran Lenin- entre ellos. Una figura pequeña y abultada, con una cabeza grande pegada a los hombros, sin pelos y sobresaliente. Ojos pequeños, una nariz respingona, boca a mplia y generosa, una pesada quijada; ahora completamente afeitada, pero empezando a erizarse con la muy conocida barba de su pasado y futuro. Vestido con ropa demacrada, los pantalones demasiados largos para él. Poco impresionante para ser el ídolo de una muchedumbre, amado y reverenciado quizás como pocos líderes lo han sido. Un extraño líder popular -un líder por virtud exclusiva de su intelecto; de personalidad descolorida, sin sentido del humor, no dado a los compromisos y de afecto despegado, sin idiosincrasias pintorescas- pero con el poder de explicar ideas profundas en términos sencillos, de analizar una situación concreta. Y combinada con perspicacia, una gran audacia mental. Con la misma honestidad, Reed nos revela momentos en que ni siquiera toda la grandeza intelectual de Lenin podía captar los detalles y riqueza de la coyuntura; y así, las cosas se resolvían por pura suerte o por errores garrafales de los opositores a la Revolución.

Ahora bien, en los escritos de Reed -al igual que en el curso real de la Revolución- el papel protagónico principal lo jugaron las masas y no los líderes. Estos últimos generalmente estaban a la retaguardia y había que empujarlos. Reed nos presenta la actividad de las masas revolucionarias de Petrogrado y Moscú precisamente a través de la narración de decenas y decenas de eventos dramáticos que se suceden unos a otros con la rapidez y energía de la vida real. Su pluma es harto generosa con cientos de personas que él conoció en las calles y cuyos rostros y nombres nunca tuvieron la más mínima oportunidad de alcanzar los libros de la historia oficial. La narración del entierro de los quinientos soldados asesinados por las fuerzas contrarrevolucionarias en Moscú, es tan sólo una de esas descripciones que bastaría para llenar un libro entero. Igualmente impactante es la historia de los niños de Petrogrado que, en medio de la guerra civil, jugaban a cruzar la calle sin que los alcanzaran los disparos entrecruzados de los ejércitos en lucha. Reed nos describe cómo seguían repitiendo el juego a pesar de ver a sus compañeritos muertos en la calle. Y es que eso es la grandeza de la obra periodística de Reed: el drama humano nunca está ausente, pues las revoluciones, si bien abren el camino a una nueva sociedad, no dejan de ser procesos dolorosos que provocan una gran ansiedad social. De ahí que la gente se aferre a las viejas rutinas como un mecanismo para sobrevivir: Toda la compleja rutina de la vida social – aburrida incluso en tiempos de guerra- proseguía como de costumbre. Nada es tan impresionante como la vitalidad del organismo social -cómo persiste, alimentándose, vistiéndose, entreteniéndose, incluso durante las peores catástrofes. Las masas, contrario a los falsos intelectuales, no piensan en cambios revolucionarios, a menos que éstos sean absolutamente necesarios.

Finalmente, Reed era ante todo un soñador, alguien que creía en la revolución y en la urgencia de cambiar el mundo en función de las necesidades de las grandes mayorías. Su visión del mundo no era nada infantil y -entre párrafo y párrafo- nos revela una aguda perspectiva sociológica: Nada como esto imaginé que pudiera ocurrir en la historia. De un lado, un puñado de trabajadores y soldados comunes, con armas en sus manos, representando una insurrección victoriosa -y perfectamente miserables; del otro lado, una chusma enardecida compuesta del tipo de gente que llena las aceras de la Quinta Avenida al mediodía (…) La vasta Rusia estaba en estado de resolución. Tan temprano como en 1905 había empezado la cosa; la Revolución de marzo sólo vino a acelerar el proceso, dando vida a una especie de pronóstico del nuevo orden social venidero, que terminó perpetuando la estructura hueca del viejo régimen. Ahora, sin embargo, los bolcheviques en una sola noche lo habían desvanecido, como si fuera tan sólo humo. La antigua Rusia ya no existía más; la sociedad humana brotó fundida en el fuego primario, y del constantemente lanzado mar de flamas estaba emergiendo la lucha de clases, desnuda e implacable – y la frágil, lentamente enfriadora corteza de nuevos planetas…

No puedo negar que al leer Diez días que conmovieron al mundo pasó por mi mente, fugazmente, la imagen de otros dos jóvenes soñadores igualmente dados a la narrativa y al periodismo revolucionario e irreverente: Julio Antonio Mella y Ernesto Guevara de la Serna. Algún día los deberíamos estudiar en conjunto -Mella, Guevara y Reed- a ver de dónde les venía la magia al escribir y narrar las luchas sociales. Un seminario de periodismo revolucionario con estos tres grandes maestros…

Un ser de otro mundo

John Reed vivió una vida condensada, como si cada minuto valiera por tres. Era una persona de extrema valentía y no reparaba dos veces en arriesgarlo todo por ser testigo de los grandes eventos revolucionarios de su tiempo, ocurrieran donde ocurrieran. De Reed se ha comentado, quizás cínicamente, que su constante interés en conocer la condición del mundo -y en cambiarlo- era un síntoma de que no tenía problemas personales o, si los tenía, se rehusaba a confrontarlos. [Henry Miller comentando el personaje de Reed en la película The Reds]. Lo cierto es que Reed vivió su vida como si le huyera conscientemente a las trampas de la rutina diaria. Su desdén por los lujos y las comodidades no es poca cosa en un escritor que muy joven llegó a ser uno de los periodistas mejor remunerados de Estados Unidos.

Este gran revolucionario y escritor estadounidense nació en Pórtland, Oregon, el 22 de octubre de 1887. Sus padres eran adinerados, pero de pensamiento socialmente progresista. En 1910, Reed se graduó en la Universidad de Harvard, donde se dedicó a escribir poemas y a la oratoria. En 1913 publicó su primer libro de poemas, titulado Sangar. Ese mismo año Reed fue arrestado en Paterson, Nueva Jersey por envolverse en las huelgas de los trabajadores de seda. Estuvo cuatro días preso y usó el tiempo para escribir una obra teatral para presentarse a beneficio de los trabajadores en huelga. Poco tiempo después, John Reed se fue a México, donde estuvo cuatro meses con Pancho Villa y sus tropas. En 1914 salió a la luz pública su libro México Insurgente. Durante la Primera Guerra Mundial, Reed fue corresponsal de guerra para el Metropolitan Magazine. Estuvo en Alemania, Serbia, Rumania, Bulgaria y Rusia. Sus escritos de esa época están recopilados en el libro La guerra en Europa Orie
ntal publicado en 1916. Ese mismo año regresó a Estados Unidos aquejado de una enfermedad renal y, luego de un feliz reencuentro, se casó con su gran amiga, Louise Bryant. Después del triunfo de los bolcheviques, Reed regresó a Estados Unidos y participó en el Congreso del Partido Socialista. Dada la división prevaleciente en el Congreso, se formaron dos partidos comunistas y Reed terminó como líder en el Partido Comunista de los Trabajadores. En 1919 regresa a Rusia y le entrega a Lenin una copia de Diez días que conmovieron al mundo. Reed buscó entonces salir de Rusia clandestinamente y fue apresado en un barco por las autoridades finlandesas, que lo acusan de traficar diamantes y poseer cartas de Lenin y Trotsky. Pasó tres meses en prisión comiendo pescado crudo y en confinamiento solitario. Como era buscado en Estados Unidos por sospecha de anarquía criminal, Reed regresó a Moscú. En 1920 es electo al Comité Ejecutivo de la COMINTERN. Poco tiempo después sale en un viaje a Bakú para el Congreso Oriental y contrae tifus. Louise Bryant había viajado poco antes clandestinamente a Moscú para reunirse con él. John Reed duró veinte días, sufriendo una terrible agonía y secándose en vida. Ella describe del siguiente modo los últimos días que pasaron juntos: Cuando llegué a Moscú, él estaba en Bakú en el Congreso Oriental. La guerra civil ardía en Ucrania. Un cable militar lo localizó y vino de regreso en un tren blindado. En la mañana del 15 de septiembre entró hablando duro a mi cuarto. Un mes después estaba muerto (…) Sólo tuvimos una semana, antes de que cayera en cama, y estábamos terriblemente alegres de habernos encontrado. Sus ropas eran sólo trapos. Se impresionó tanto con el sufrimiento alrededor suyo que no cogió nada para él. Me sentí estremecida y casi incapaz de alcanzar el nivel de fervor que él había obtenido (…) De la enfermedad casi no puedo escribir -fue muy dolorosa. John Reed murió el 19 de octubre de 1920, tres días antes de cumplir treinta y tres años. Sin lugar a dudas, Reed era un ser de otro mundo, un animal de galaxia…

Un legado fundamental

Es imposible explicar en breves palabras el legado importantísimo de la obra de Reed. No obstante, hay cinco cosas que deben mencionarse, aunque sea de pasada. En primer lugar, en la obra de Reed coinciden una gran historia y un gran periodista, como dice A.J.P. Taylor. Reed escribía muy bien y escribía de cosas que constataba personalmente con un poder de observación maravilloso. Su periodismo tiene elementos fuertes de poesía. En segundo lugar, Reed logró un balance único entre su visión ideológica y la labor periodística veraz. Para él no había conflicto entre el reportaje directo y el análisis riguroso y desapasionado .Su descripción del Congreso de Campesinos el 24 de noviembre de 1917, en el cual Lenin -su gran amigo- fue inicialmente abucheado, es un gran ejemplo. Reed no deja que el lector se olvide de que somos meros observadores de un gran drama cuya resolución no está en nuestras manos y nos describe el evento a cámara lenta, bajando el tempo de la narración. En tercer lugar, Reed no perdió de vista nunca el drama espiritual y humano subyacente a todo conflicto social. Su obra Las Masas (1915), en que describe los campos de batalla en Europa y la naturaleza absurda de la guerra, son un testimonio de la poderosa y especial sensibilidad de Reed ante el sufrimiento humano. En cuarto lugar, Reed escribe siempre en primera persona, asumiendo toda la responsabilidad por sus comentarios, por lo que ha visto, escuchado y sentido. Aquí no abundan las consignas abstractas, sino la descripción vívida de lo inmediato. Finalmente, la obra de Reed puede servir de referencia para la discusión de temas muy pertinentes en la época actual como lo son el rol de los medios, el periodismo independiente o ético de que tanto se carece en estos tiempos, o la urgente necesidad de que se haga un periodismo como el de Reed que dé a conocer las verdades que se ocultan, a la par que identifique y sitúe a cada uno en su sitio, incluso a los líderes de izquierda.

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* El autor es miembro de las juntas directivas de Claridad y de la Fundación Rosenberg.