La brutal tendencia que concentra toda la actividad económica y cultural en, por y para los núcleos urbanos es ecológica, social y económicamente insostenible; en Méjico DF, por ejemplo, los bebés nacen con niveles de plomo en los pulmones cinco veces por encima de lo normal; es escalofriante : la concentración de Co2 en el […]
La brutal tendencia que concentra toda la actividad económica y cultural en, por y para los núcleos urbanos es ecológica, social y económicamente insostenible; en Méjico DF, por ejemplo, los bebés nacen con niveles de plomo en los pulmones cinco veces por encima de lo normal; es escalofriante : la concentración de Co2 en el aire de la megalópolis mejicana no perdona ni a los embarazos. Creo que esto ilustra claramente en cuanta medida el hombre es también el medio que construye; no hablo de ontología de altos vuelos especulativos, me refiero al ser corpóreo, sensible, físico, real; afirmaciones tales como que la dicha del hombre pasa exclusivamente por el conocimiento de un Dios trascendente que le da su particular recetario de virtudes o lo libera de la angustia vital, caen por su propio peso cuando uno aterriza en la tierra y, partiendo de ésta, no tiene más remedio que aceptar que no hay felicidad humana posible sin voluntad por construir y habitar primero racional y ecológicamente el entorno más cercano e inmediato. Reflexiono… y no deja de resultarme cómico, sino dramático, el hecho de poner énfasis en el conocimiento de un más allá que resguarda del miedo y la incertidumbre : al final, acabaremos afrontando -como lo estamos haciendo ahora- nuestros problemas colectivos más cercanos con los mismos estados de ánimo, y el miedo jamás ha construído nada positivo.
No niego -nunca lo he hecho- todo lo sagrado, lo simbólico, que late en el corazón de los hombres, pero dudo mucho -y además, niego rotundamente- que una educación exclusivamente en valores, confesionales o laicos, pueda ser la llave maestra para entender y buscar soluciones a un mundo que se nos está escapando de las manos; lo más indignante -y también lo más llamativo- de nuestras hiper-modernas sociedades occidentales es que, disponiendo de un caudaloso acervo cultural, filosófico científico y tecnológico, sigue forzando y legitimando jurídicamente, dando apariencia «legal», por así decirlo, a fenómenos tan perennes como la lucha desenfrenada por los recursos clave que mueven a los mercados nacionales y las guerras que emanan, obviamente, de esa lucha : es el paso de la aparente «diplomacia» de nuestras democracias-mercado en sus relaciones interestatales -y que no es sino tensión y conflicto latente, encubierto- a la expresión visceral y descarnada a la que llevan esas tensiones cuando ya es imposible disimularlas. La guerra; hacia dentro, entre familias : guerra civil. Hacia fuera, entre estados y sus respectivos ejércitos. son las instituciones que han educado, educan y seguirán educando para el odio.
Hace un tiempo pensaba que la tortura y la pulsión guerrera eran pulsiones pura y duramente falocéntricas, masculinas. Este pensamiento se me antoja, hoy día, insostenible, por demasiado esencialista y culturalista, así que de nuevo tengo que agarrarme al misterio de la humana conditio después de haber visto las fotos de las torturas que soldados Norteamericanas infligían a presos de guerra Iraquies en la prisión de Abu Ghraib.
Nadie está libre del odio en una guerra. Nadie. Hombres, mujeres o niños, da igual. Aún hoy puedo recordar aquella foto en la que un corrillo de adultos aplaudía, animaba y jaleaba a un niño palestino de no más de siete años mientras quemaba y pisoteaba la bandera con la estrella de cinco puntas del estado de Israel. El odio no «es» sin más, se aprende, se reproduce política, social y culturalmente con una rapidez febril, inusitada y enfermiza. Para entender determinados comportamientos que nos parecen irracionales debemos y tenemos que prescindir de nuestras anteojeras ideológicas y morales pre-establecidas, de nuestros fáciles y cómodos apriorismos y esquemas mentales heredados, para partir del acontecimiento en sí mismo, del contexto histórico, político y cultural en el que se hace visible.
Cuando un sistema socio-económico injusto no garantiza la felicidad y la autorrealización en gran parte del planeta -habida cuenta de los crecientes archipiélagos de pobreza que emergen, tanto en el Norte como en el Sur, en las periferias de las grandes megalópolis y en las cada vez más desérticas zonas rurales- , la incertidumbre, la angustia y el miedo ya no pueden ocultarse, retroalimentándose con rapidez meridiana en las multitudes multiétnicas excluídas. Su única válvula de escape : la cárcel o los ejércitos; ejércitos que, en el nombre de la voluntad de velar por la «seguridad» de las «instituciones democráticas», dan empleo, autoestima y -también- una excusa para encubrir ese miedo y angustia colectiva en patético heroísmo patrio; la mejor muestra de los resultados de ese heroísmo lo tenemos en la interminable fila de epitafios del cementerio militar de los Estados Unidos : a las familias de los héroes siempre les quedará el dudoso consuelo institucional que reconoce que sus hijos han luchado por fines superiores : tragicómico pero cierto. Bertold Brecht sentenciaba que habría que luchar por sociedades en las que los héroes no fuesen necesarios en absoluto, pero esta contra-pedagogía del heroísmo es cada día más difícil, habida cuenta de que en la industria de masas del cine aún se sigue consumiendo mayoritariamente, o bien conformista superficialidad y entretenimiento en su máximo exponente, o bien, en tiempos de guerra global permanente, el heroísmo patético de individuos providenciales que luchan por «grandes causas» : las excepciones confirman estas reglas.
Amén del ejército, también son una válvula de escape las pandillas de los guettos de las villas miseria o de las periferias de las grandes cosmópolis, las más golpeadas por el paro. Las mafias, el alcoholismo, la drogodependencia, la carencia de instituciones estatales de integración social, el soborno a las instituciones policiales por los grandes jeques globales del narcotráfico, que a su vez introducen la droga en las villas miseria, la falta de recursos de las redes públicas de integración, la invisibilidad mediática y la trivialización de los conflictos, la fuga de tejido industrial a zonas no conflictivas, son realidades que desenmascaran tranquilamente al muy dulce y armónico espíritu «pop» de nuestras democracias-mercado.
Lo que está claro, meridianamente claro, es que la inseguridad, la ansiedad y el miedo, que tiene condicionantes políticos, sociales y culturales, y que se heredan y reproducen históricamente si tales condiciones persisten, buscan siempre el refugio en grupos endogámicos cohesionados en base a un «nosotros» enraizado en la afirmación contra un «otro».
Definitivamente no, no es «el hombre», en abstracto y aislado, quien es violento. La violencia, violencia estructural, concreta, real, está condicionada y opera en la misma estructura social. Ante estas condiciones sociales adversas hay quien resiste y hay quien se deja llevar ciegamente por el discurso y la práctica de la violencia como solución a todos los males. La violencia como solución y el «otro» como culpable y chivo expiatorio. Así es la condición humana : nunca dos individuos reaccionarán y se comportarán igual ante un mismo acontecimiento. Si Martin Luther King canalizó el conflicto y el profundísimo malestar social interiorizado hacia la radical reclamación ético-política de igualdad jurídico-formal para los negros en los States, otros se dejaron llevar por el ciego racismo identitario que crece, como la espuma, allí donde el desarraigo y el dolor es tan grande que no puede expresarse sino con el odio y la enfermiza afirmación histriónica de la propia identidad del otro que la niega.
Ahora que hablamos de odios colectivos, se ha afirmado también que existe un odio de clase tan peligroso como el odio de la endogamia cultural y religiosa; es cierto que ha existido y existe este odio de clase, e incluso es cierto que se ha llegado a presentar como «necesario» para «la revolución» los asesinatos que se han cometido en su nombre, pero las cosas son más complejas y los esquemas estáticos siguen sonrojando a los errores del idealismo filosófico bienpensante, porque a veces ese odio de clase no se aposenta en la construcción formal-cultural de alguna diferencia, sino en una explotación socioeconómica real perpetuada conscientemente a través de los mecanismos jurídicos y políticos pertinentes por la clase dominante : es un odio que se auto-afirma como individuo-colectivo con derecho a derechos. Aquí es donde reside su germen anímico y su expresión formal; no se aspira a la aniquilación del otro, del «enemigo de clase», sino que se señala con el dedo a quienes, conscientemente, perpetúan el trabajo en condiciones de esclavitud, dependencia o subsistencia primaria.
Sin caer en moralismos pueriles ni en psicologismos : hay odios y rabias colectivas que son moralmente comprensibles, ¿porqué? : porque son el caldo de cultivo para la afirmación de la propia supervivencia y dignidad colectiva, y esa afirmación se aposenta sobre la exigencia de justicia a quienes niegan tal dignidad o a quienes, con responsabilidad silenciosa o paternalista caridad, contribuyen a perpetuar el desarraigo y las miserables condiciones materiales de existencia de la mayoría de la población. Se puede confirmar con la propia experiencia cómo ciertos discursos en pro de la conservación de las «instituciones democráticas», en pro de la conservación de la «propiedad», o en pro de los «derechos humanos», no son sino la cháchara ideológica de los mismos agentes políticos, sociales, económicos y mediáticos que perpetúan, con sus actos, con sus discursos, y con su vergonzosa trivialización de los hechos, así como con su silencio cómplice, la miseria de unos muchos a costa del enriquecimiento atroz, progresivo y acelerado de unos pocos.
Hay que diferenciar, creo, a quienes convierten causas en excusas para generar odio, de quienes necesitan causas para afirmar nada más que el derecho a no tener que pedir permiso a nadie para vivir. Un ejemplo : el MST de Brasil, movimiento que actúa políticamente ocupando grandes latifundios en desuso. Son los propietarios de estos latifundios quienes subvencionan ejércitos privados para reprimir violentamente al MST, pero algunos medios de comunicación nacionales no dejan de representar al MST como un movimiento que perturba al imperturbable orden social de la sacrosanta democracia brasileña. No es nada nuevo; en momentos de agudas contradicciones y polarización social los medios de comunicación, la clase política y la prensa bienpensante se resguardan del tan temido odio de clase y lo condenan tajantemente. Hay que impedir, por todos los medios, que se expanda colectivamente la indignación moral ante la injusticia. Hay que suavizar las palabras. Hay que distorsionar los hechos. Hay que echar mano de cinismo de tecnócrata. En Brasil, al parecer, sólo las familias de los jornaleros sin tierra odian, y cuando ese malestar y ese odio ya no puede ocultarse, el moralismo bienpensante lo tiene muy fácil, tanto desde el speech político de los partidos como desde el discurso mediático, para estigmatizarlo por su radical desmesura : al parecer, los cientos y cientos de campesinos que han aparecido en las cunetas de los latifundios de Brasil cosidos a tiros, son algo así como una muestra de la Aristotélica prudencia o del talante conciliador de los terratenientes.
En la frenética y compleja sociedad humana, la realidad supera muchas veces a la ficción, opera el principio de incertidumbre y nuevos fenómenos surgen para hacernos replantear modelos teóricos que creíamos irrefutables. En no pocos casos no llega con la aplicación del salvífico método científico o de un esquema teórico a priori, pues dentro de la racionalidad colectiva, humana, late un fuerte componente de i-racionalidad. ¿Ejemplos? : el holocausto nazi, los fascismos Europeos, las dos guerras mundiales, las matanzas coloniales -tanto modernas como premodernas-, Hiroshima, el patriarcado, el fanatismo religioso y étnico, las torturas diarias en las cárceles del «mundo libre», el ecocidio global generalizado, que se expande allí donde se expande el dios mercado, la violencia psicológica, tanto en el mundo del trabajo como en las relaciones cotidianas, el racismo, la tecno-economía de la guerra global permanente…etc; podríamos seguir y explicar el porqué de esa irracionalidad colectiva, pero la irracionalidad jamás fue -ni será- «razonable». Podemos explicarla. Entenderla. Podemos buscar su raíz, por muy irracional que nos parezca.
Sí, es cierto que el hombre es un misterio, pero no debemos hacer del misterio una forma de explicación de las causas de la irracionalidad colectiva. Incluso Shakespeare tenía afán positivo -que no positivista- a la hora de representar sus dramas. No hay, no debe haber más lenguaje que el de la dignidad. Y para eso se necesita, antes de nada y ante todo, comprensión previa y concreta de los fenómenos en su más honda radicalidad.
Antes de la toma de postura ética, es necesario, siempre, y en cualquier lugar, el rigor y la profundidad analítica.
O se parte de esta actitud, o se fracasará siempre.