Cuando el zángano es un escritor, y por supuesto viceversa, escribir a la contra sólo sirve para una cosa: ayudarme o ayudarte a pensar mejor lo que ya hemos pensado o todavía no. Creo que lo primero no va a ser mi caso. Reconozco además que el texto que enfrento (libelo, por decirlo bien) me […]
Cuando el zángano es un escritor, y por supuesto viceversa, escribir a la contra sólo sirve para una cosa: ayudarme o ayudarte a pensar mejor lo que ya hemos pensado o todavía no. Creo que lo primero no va a ser mi caso. Reconozco además que el texto que enfrento (libelo, por decirlo bien) me ha generado una pereza indecible; últimamente (y esto sí que es un decir) me ocurre lo mismo con determinados periodistas o lingüistas. Pero, para el tema que nos va a ocupar siete minutos, quizá lo mío sea un síntoma de algo más serio y que de momento callo.
De momento lo callo porque el beatificado barro del griterío televisado no deja entender de qué pie cojea nuestra vocación crítica, si del lado del lenguaje o de la mera insurrección. En aquel circo empobrecido, ni sirve de mucho ni, la verdad, tampoco significa gran cosa: no sólo salen malparadas la sintaxis y la semántica; no hay argumentación que valga. Y quien dice circo dice también, porque así lo requiere nuestra era, internet. Internet. Ese no-lugar común. Donde hasta los gramáticos menos pardos tienen un blog.
Hay uno que habla de una gramática tres. Terciar entre dos que se oponen fingiendo que son semejantes le costó una histórica reprimenda a Platón. Pero ni el soñoliento Campillo es un filósofo de alta omnicomprensión (su deletéreo folleto vale lo que vale un grito en televisión) ni yo un peripatético discípulo suyo que quisiera dedicarse a la lingüística; que la diosa me libre de relamerle la mano a lo que me permite crecer. No obstante, sí voy a suponer que tendrá interés señalar su uso paralógico de las formas del lenguaje; no tanto por el peso real de este ofendido clero patrio, como para extirpar un poco de toxicidad del natural lenguaje que vamos hablando.
Nuestro pre-matriarcal catedrático empieza con una conclusión que, según admite, funda en una opinión exclusiva: la suya. «La pulsión por imponer el llamado lenguaje «inclusivo» es, en mi opinión, y ante todo, un genuino producto de la ignorancia». Sólo quien pregunta se cura de eso último: En la oración primera de Campillo, ¿qué cosa es «producto de la ignorancia»? ¿La pulsión? ¿El lenguaje inclusivo? ¿La pulsión por la cosa, la cosa misma o las dos cosas? A este funesto aprendiz de Orwell se le ven las costuras desde el propio título, pero sorprende (o no demasiado) que quien se apresta a calificar de totalitario a quien se mueva con otros andares no sepa luego darle un sujeto (un sujeto que sea además coherente y no producto de un enfado cerril) a su pueril colección de fanfarrias. Sorprende, digo, por el estado de indefensión al que se condena (si Frege levantara la cabeza…). Pero la cosa es, por supuesto, todavía más seria.
Un contra-argumento, dicen las voces que regulan su uso, no es tal si no presenta las razones del oponente en su mejor versión; o sea, que no hay mérito ni solidez (y ni siquiera verdad) en el hecho de ridiculizar con caricatura las palabras ajenas. Quien tenga la pretensión, no de ganar, sino de argumentar con criterio no puede emprenderla con «hombres de paja» (para eso ya está la televisión o la retórica del competidor). Es difícil no dar con este conocido sofisma en cualesquiera párrafos de Campillo, sofisma comúnmente acompañado de la proverbial arrogancia que asiste al experto en tan ingrata materia.
¿Puede el veneno intoxicar la gramática del gramático? Claro, y con total naturalidad. La misma naturalidad con la que Campillo redunda cuando sostiene que quienes defienden el lenguaje inclusivo no están bien informados porque son ignorantes y son ignorantes porque, atención, no albergan conocimiento apropiado. Si su exabrupto no fuera un círculo, o digamos mejor, si lo suyo tuviera un propósito honesto, acaso daría mayores frutos (o los daría, sin más) el hecho de que tratara de informar a quienes desestima por legos en lugar de vituperarlos agresivamente (los ejemplos trufan todo su escrito, así que mejor ahorro ahora esa experiencia fea). Pero para formar este condicional mío he presupuesto que el iluminado Morfeo quiere compartir su conocimiento y así después entrarle al debate. La triste realidad, muy del gusto de quienes viven a voluntad en Matrix, es que mi interpelado habla sólo para los convencidos de su secta.
Por el segundo Wittgenstein, aunque esto no es naturalmente exclusivo, debería saber que el uso altera una regla. «[…] las reglas de la lengua -dice Campillo- no operan sobre las formas, sino sobre los significados con que esas formas son usadas en cada ocasión, [y] esos significados lingüísticos no son representaciones objetivas de la realidad, sino codificaciones simbólicas que operan dentro de un sistema conceptual propio, del que el hablante es perfectamente inconsciente». Salvo por la última coletilla, y si de verdad asume las implicaciones de lo que acaba de sostener, debería, pues, saber Campillo que toda regla (también la de su presunto neutro-masculino) deja de tener sentido tan pronto como lo dispone el uso.
En efecto, no siempre se habla con conciencia meta-lingüística, dado que las exigencias del cotidiano intercambio comunicativo no dejan mucho margen ni tiempo para ello; pero ahí está el papel de la reflexión sobre las narrativas propias y comunitarias. E incluso más allá de esto: el hablante lingüísticamente competente sabe de qué va el uso y sabe usar el lenguaje moviéndose por entre reglas que reconoce alterables; el hablante competente juega con el lenguaje y con su juego no para de crear. Así que digamos de nuevo: ¿a quién se está refiriendo Campillo? ¿Quién es su oponente? ¿Qué discurso está tomando como representativo de lo que (esto sí está claro) no le gusta? ¿El del ignorante, totalitario e incompetente? ¿No tendría que demostrar, primero, la razón de ser de estas atribuciones? ¿Queda satisfecho el catedrático ganándole la partida a la peor versión de lo que critica? ¿Existe una mejor versión? ¿La conoce Campillo? ¿La ha leído? ¿Ha estudiado las discusiones más rigurosas al respecto? ¿Qué planteamientos tienen mayor recorrido? ¿Ha formulado estas preguntas o anejas alguna vez?
Preguntas. Un buen antídoto contra la ignorancia. No así la diatriba de un gramático paradójicamente alérgico al argumento. O alérgico a una modalidad de conversación seria. Escribe:
«Sabemos, por ejemplo, que el sol no sale, que es la Tierra la que se mueve, pero esto no nos importa porque no estamos dando una conferencia de astrofísica: es solo la manera intuitiva con que nuestra cognición conceptualiza ese hecho. […] Sabemos que el gato que araña los sillones y el gato con el que elevamos el coche no son la misma cosa, pero no vemos grandes campañas de los animalistas en Twitter alegrándose de la muerte de un conductor atropellado cuando cambiaba una rueda con su gato».
Puede responderse: la polisemia del sustantivo gato está al servicio, en el sarcasmo pobre de Campillo, de otra falacia habitual, la que consiste en emplear un mismo término con distinto sentido para tratar de conducir la argumentación hacia el terreno que al orador le resulta más provechoso; o también que, cuando decimos «el sol sale», no hacemos uso de un saber intuitivo que esté equivocando el referente de lo que se enuncia (y que por lo tanto sea luego cuestión de más o menos pragmatismo aceptar, como tal, ese equívoco modo de hablar), sino de un saber de sentido común envuelto en una serie de proyecciones, con un paradigma metafísico (geocéntrico) que el paradigma científico (post-copernicano) podrá venir a corregir (porque también este es o puede ser un saber nuevo que funda nuevo sentido común; si así lo dispone, claro, la historia de quienes inquisitorialmente juzgan de lo bueno y de lo malo, como hubieron de sufrir Bruno y Galileo). Pero, no sin astucia, en realidad Campillo está jugando con dos planos a la vez: con el ejemplo del sol (al servicio otra vez de una caricatura que raya el insulto) está tratando de unir dos mundos que no guardan analogía, como un platónico demiurgo, intruso e intelectualmente estéril, sin recorrido. Dicho de otro modo: tomar conciencia del empleo de metáforas en el lenguaje no sirve a la clarificación del hecho de que las reglas del lenguaje sean subsidiarias del uso del lenguaje; tomar conciencia de que usamos metáforas nos enseña únicamente que hacemos eso: usar metáforas. Pero falta explicar qué relación guarda hacer eso con el hecho de seguir, o no, una regla. Campillo no lo hace. Tampoco hay un desarrollo que justifique su afirmación según la cual en la propuesta del neutro inclusivo (les niñes por «las niñas y los niños») se estaría excluyendo a la mujer, hasta ahora incluida (cosa que Campillo presupone, porque no lo explica) en la actual forma-masculina-auto-investida-de-neutro. Cambiar un «neutro» por otro no necesariamente excluye; o todavía no: esa será justamente la discusión.
Pero Campillo no entra en discusiones. No le interesa un debate en serio, sino el abuso de ejemplos que han sido escogidos con mala intención. Campillo no explica lo que afirma, por qué la «o» no refiere excluyentemente al varón ni a la mujer la «a». Campillo no se atiene a las fuentes de discusiones solventes; Campillo no se ha molestado en informarse, como debiera hacer quien quiera hablar con rigor de lo que ignora (insisto: otra cosa son los gritos en televisión). Campillo no analiza qué significa la inclusión del femenino en el masculino, ni en qué condiciones sociales se proyecta tal gestión del idioma; cuáles son sus implicaciones, qué usos socio-culturales y económico-políticos pueden derivar de ahí si es que derivan; Campillo no valora cuándo ni cómo inclusión es sinónimo de aceptación, de sumisión, de consenso por imposición; Campillo no hace preguntas; Campillo no nos permite saber si tiene o le falta razón; Campillo es enemigo de lo que despectivamente llama «tambaleo», o sea, de la crítica y autocrítica honesta; Campillo junta dogma con dogma; certeza inmutable, imperecedera, invariable.
Una cultura viva es aquella donde la reflexión crítica es una constante, y eso, para el sociólogo del lenguaje, claramente introduce la variable del cambio historicista. ¿El uso hace la regla? Entonces, negar por pre-juicio (sin conocimiento ni causa) un modo-de-hablar-otro es imponer el uso. En este caso, el que Campillo manda. Con verdadera pulsión. Como por ejemplo cuando habla del «español natural». ¿Estará refiriéndose a lo que es por naturaleza, es decir, invariable como las propias leyes de la física? ¿Cuando dice que «todos incluye» tiene en mente el uso actual del lenguaje o, más bien, al lenguaje in se y per se? Si de verdad adoptamos la perspectiva del uso, nos debe dar igual que exista o no un español «natural», puesto que de lo que va el uso no es de lo «natural» en su sentido fisicista, sino histórico.
De igual modo, que algo goce de continuidad, de tradición milenaria no permite inferir ni que sus premisas sean verdad ni que no deba cambiar (al margen de si el discurso religioso atesora o no algún gramo de verdad, la historia del cristianismo se ha sostenido cerca de 2000 años más por la espada que por la cruz). Campillo, por su parte no busca científicamente los motivos de tales continuidades (lo cual ya es en sí mismo constitutivo de una falacia o error argumentativo), simplemente realiza una constatación de hecho («esto es ahora así»), no de razón (¿debe seguir siendo así? ¿Es necesario?).
El texto de Campillo es, en fin, una invitación a la ignorancia, una invitación que (y esto justifica que discuta un texto así) se ampara en la fuerza de quien, siendo todavía brutalmente hegemónico, se permite el regalo de llorar un poco la (merecida) pérdida de unas pocas parcelas colonizadas. Por lo demás, y como sabe un hablante más o menos versado, la ignorancia roza el ridículo cuando se atreve a cargar contra lo que desconoce. Sin embargo, la ignorancia, como enseñaba Sócrates, es ciertamente estimulante cuando invita al conocimiento. Lo peor que le puede ocurrir a quien quiera saber es dejarse embotar el cerebro por obra y gracia de la pereza; la pereza, también, por temas que hasta ahora no parecieron ser propios.
Leer El pensamiento heterosexual, de Monique Wittig, es una invitación a la sabiduría, es un interrogante, una interpelación de la víctima a quienes con nuestro silencio somos, en el mejor de los casos, cómplices del victimario. La fuerza de quienes, como Campillo, opinan pero no saben, no es sólo su ignorancia: es también su fuerza violenta, estructural, cultural. La cosa, por ponernos serios, no se resuelve ni con descrédito ni descalificando lo que se ignora. Por eso dejo a Campillo, me callo y sigo leyendo.
Javier García Garriga. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad de Barcelona
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