Pascale Fourier.- Quiero decir ante todo que siento una verdadera admiración hacia Gérard Dumenil. Es una mente extremadamente rigurosa, un trabajador perseverante, un hombre de una cultura que abarca muchos ámbitos del conocimiento; una persona de las que, cuando dicen algo, es porque han estudiado el problema con verdadera profundidad. Ha escrito con Dominique Lévy […]
Pascale Fourier.- Quiero decir ante todo que siento una verdadera admiración hacia Gérard Dumenil. Es una mente extremadamente rigurosa, un trabajador perseverante, un hombre de una cultura que abarca muchos ámbitos del conocimiento; una persona de las que, cuando dicen algo, es porque han estudiado el problema con verdadera profundidad. Ha escrito con Dominique Lévy un libro quizás algo complicado, pero ineludible si se quiere entender qué ocurrió a finales de los setenta y principios de los ochenta: publicado por PUF, este libro lleva por título Crise et sortie de crise. Fui a verle a su casa porque había algo que no entendía muy bien: los medios de comunicación utilizan el término «neoliberalismo» y, al mismo tiempo, los neófitos tienen la impresión de que el liberalismo es algo que jamás existió anteriormente. Antes del neoliberalismo -esto ya lo sabemos-, regía el compromiso keynesiano puesto en práctica justo después de la Segunda Guerra Mundial; pero poco sabemos acerca de lo que tuvo lugar todavía más atrás. De hecho, el liberalismo que se impuso durante cierto tiempo parece no haber existido nunca, parece pertenecer únicamente al ámbito de las ideas. ¿Es esto cierto? ¿En qué sentido puede ser falso? Esto es lo que pregunté a Gérard Duménil.
Gérard Duménil.- De entrada, hay que volver la vista hacia el término «neoliberalismo» y sobre aquello que el neoliberalismo es. En la actualidad se recurre al término «neoliberalismo» de forma muy general, pero esto no quiere decir que sea un buen término. La idea de un nuevo liberalismo apunta a un buen puñado de características de la fase actual del capitalismo, características que realmente están ahí, pero hay que revisar el porqué del uso de dicho término.
El liberalismo gira alrededor de la idea de que es mejor que dejemos -como se dice- que «el mercado funcione»: es preciso tratar de que la intervención del Estado se reduzca. Al inicio, este concepto fue definido así. Mercado versus Estado. En realidad, esto tiene sentido hasta cierto punto. Sin ir más lejos, ciertos procesos de des-regulación -de «des-reglamentación» habría que decir- han permitido, a nivel internacional, que se abran las fronteras comerciales para liberar los intercambios, así como los movimientos de capitales. Todo esto, pues, debe vincularse completamente con la puesta en práctica de una estrategia liberal. Sin embargo, el período neoliberal, como otros períodos anteriores de los que también hablaremos, se han caracterizado por una intensa intervención del Estado. No hay estado más fuerte que los Estados Unidos. Se me podría replicar: «Sí, se trata de un estado verdaderamente fuerte, ¡pero no interviene en el ámbito económico!». Respuesta: «¡falso!». Es por todos sabido que los intereses económicos americanos se ven defendidos por parte de los representantes del Estado en las negociaciones internacionales -en las negociaciones con los países latinoamericanos, por poner sólo un ejemplo, o con cualesquiera-. Hay todo un conjunto de tratados que deben ser objeto de negociación. Pues bien, en este punto el Estado juega un papel absolutamente fundamental. No hablaré de la guerra de Irak, en la que, como es evidente, hay mucho en juego, sobre todo desde un punto de vista económico que resulta extremadamente importante. La cuestión ahora es que, también en el plano estrictamente económico, puede decirse también que el Estado de los Estados Unidos interviene de forma enormemente activa. Por ejemplo, sostiene completamente el crédito. La trayectoria actual de la economía de los Estados Unidos no se mantendría firme ni un minuto si no tuviera detrás una Estado que, por ejemplo, asuma toda la deuda de los hogares con los bancos, que es enorme. No podemos decir, pues, que no hay intervención del Estado, pero lo cierto es que sus formas han cambiado. Sí es cierto, por ejemplo, que el Estado ha abandonado ciertas prácticas como, por ejemplo, el diseño y la ejecución de cierta política industrial. La realidad, pues, es muy compleja.
En cuanto a los objetivos, la cosa está muy clara. Para decirlo de forma resumida, el término «neoliberalismo» tiene sentido. El término «liberalismo», en cambio, tiene sentido en cierto modo, pero presenta también muchos límites. En cuanto al «neoliberalismo», de lo que se trata, fundamentalmente, es de proteger los intereses, el poder «de las clases más ricas» -o de las «clases dominantes», según el modo en que queramos hablar-. Es preciso no confundir los objetivos del neoliberalismo con sus métodos: de hecho, toda la distinción radica en este punto. En cuanto a los objetivos, las cosas están bien claras: restaurar el poder, los niveles de renta de ciertas capas sociales que habían visto cómo éstos se reducían -luego hablaremos de ello-. Y esto se lleva a cabo a través de un conjunto de métodos. Algunos de ellos son bien simples: aumentar los tipos de interés con respecto a la inflación; modificar la gestión de las empresas; imponer una nueva disciplina a los gestores de las empresas, a quienes se recuerda que están ahí para desarrollar toda una mecánica precisa que haga aumentar el valor de las empresas en la bolsa. Y todo esto ha funcionado; con ciertos límites, pero ha funcionado. Éstos son, pues, los objetivos del neoliberalismo: extender el «coto de caza» del capital internacional a una escala mundial. Evidentemente, métodos y objetivos se hallan imbricados, pero ¡es preciso entender con claridad que los objetivos son más importantes que los métodos!
En cuanto a los métodos, tal y como son presentados, constituyen también instancias portadoras de ideología, la ideología de la libertad, de la eficacia individual. Apelamos a un «mercado» en el que los agentes -los inversores, las empresas-, claro está, son personas a la espera de mayores niveles de renta. A veces tendemos a pensar que la fase actual del capitalismo se caracteriza únicamente por la primacía de las multinacionales. Y es cierto que las multinacionales son importantes. Pero hay ir más allá y trascender este análisis. Sin ir más lejos, porque las multinacionales ya existían en los años sesenta: de hecho fue entonces cuando crecieron con mayor rapidez, con mayor rapidez incluso que durante el período neoliberal. Lo que verdaderamente caracteriza esta fase es la presencia constante, tras las operaciones económicas, de agentes a la espera de las rentas que de éstas se derivan. Y esto, que se da en el «centro», en países como los Estados Unidos o Francia, se da también en la «periferia».
Sin embargo, tales características, si bien son paradigmáticas de la fase actual, las encontramos anteriormente. Pero, ¿con anterioridad a qué? Hasta la crisis de 1929, el capitalismo vivió una fase que se caracterizó por la hegemonía de las finanzas. Entiendo aquí por «finanzas» no sólo los bancos, sino también cualquier institución financiera vinculada a las fracciones superiores de les clases capitalistas. En efecto, éstas lo poseen todo -no sólo los bancos-: los sectores más potentes, el acero, etc. No se trata simplemente, pues, de gente situada detrás de las instituciones financieras. Esto es lo que caracteriza esta primera fase de las que quisiera analizar aquí: la fase de la hegemonía financiera.
Si afirmamos que hubo «una fase», debemos suponer que ésta empezó y que, posteriormente, finalizó. Entonces -cabe preguntarse-, ¿cuándo empezó? Empezó a finales del siglo XIX. ¿Por qué? Porque antes no existían grandes finanzas de estas características o un gran sector financiero de este tipo vinculado al funcionamiento del sistema productivo. Cierto es que, durante el siglo XIX, hubo grandes financieros, pero ¿a qué se dedicaban? Por ejemplo, hacían préstamos al Estado para financiar sus guerras. Asimismo, había bancos que prestaban activos financieros a las empresas para que éstas pudieran mantener sus relaciones comerciales -les daban crédito comercial, pues-. Pero hacia finales del siglo XIX ocurre algo verdaderamente nuevo -y los Estados Unidos son los auténticos pioneros, como antes lo había sido, en parte, Inglaterra-: la constitución de un sector financiero altamente poderoso que logra crear nuevos lazos de unión entre las clases de los propietarios, el sector financiero propiamente dicho y el sistema productivo existente. Se trata de un sector financiero que asumirá la financiación del trabajo y la transformación completa de la economía. Todo este proceso se llevará a cabo durante treinta años, al término de los cuales puede decirse que dicho sector financiero lo controla todo: tiene un gran poder, obtiene niveles de renta muy elevados, etc. Es la época de la gran burguesía tradicional, de las grandes fortunas que se transmiten de generación en generación. Y los poseedores de tales fortunas dirigen la política económica y, a través de ésta, controlan todo aquello que tiene que ver con lo que incluimos bajo la denominación de «macroeconomía», es decir, la economía considerada globalmente. De este modo, cuando algo no funciona hace falta tratar de arreglar las cosas, y son estos agentes quienes tienen la llave para introducir los elementos necesarios para reorientar la economía.
Y llegamos a 1929. Y, en 1929, por razones múltiples que habría que examinar de forma más detallada, todo esto «peta». Y lo hace de un modo muy grave. Y entonces, tras esta crisis -o en medio de la crisis-, esto es, a partir de -digamos- 1933, se considerará que las finanzas son en gran parte responsables de la situación, que han jugado un papel muy importante en el proceso que ha conducido a la crisis. ¿Por qué? Pues porque las finanzas se habían opuesto de un modo particularmente destacado a que se tomaran ciertas medidas para estimular la economía, y porque el sistema en el que se había larvado la crisis había sido establecido, en gran medida, por el sector financiero.
La crisis fue seguida por todo un conjunto de terribles sacudidas, sacudidas que ¡hasta hubieran podido destruir el capitalismo! ¡La crisis del 29 duró diez años, y los Estados Unidos sólo lograrán salir de ella a través de la guerra! ¡La economía queda completamente hundida! ¡El paro alcanza cotas alucinantes! No hace falta más que recordar una imagen de Charlie Chaplin en The Kid para hacernos una idea de qué supuso aquella época y la que la siguió. ¡Cosas terribles! A principios de siglo había triunfado la Revolución rusa; luego se construyó la Unión Soviética, que, con total independencia con respecto a lo que se suponía que iba a ser, emerge como un poder enormemente importante; la propia Segunda Guerra Mundial supuso, per se, un embate terrible: ¡más de cuarenta millones de muertos! ¡Hay un movimiento obrero verdaderamente fuerte! En Francia, por ejemplo -esto lo sabemos bien- los comunistas jugaron un importante papel en la Resistencia: había comunistas repartidos por todas las ciudades y zonas rurales del país. El capitalismo está en peligro, y en muchos sentidos.
Muchos economistas -diría que incluso reaccionarios: las «corrientes dominantes», en definitiva- se muestran muy pesimistas: tienen un miedo atroz de que, una vez la guerra haya terminado, se caiga de nuevo en un estancamiento o en una crisis como antes de la contienda. Es en este contexto, pues, en el que se firma una especie de compromiso social. Un compromiso social en el que estas clases de propietarios no quedan eliminadas, pero sí se embridan: puede decirse que tanto su poder como sus rentas se restringen. Además, los cuadros de las empresas y del sector público pasan a jugar un papel de gran importancia, pues se disponen a gestionar la economía, a gestionar las empresas sin preocuparse demasiado de los intereses de los accionistas. ¡Y los tipos de interés van a reducirse notoriamente en comparación con el alza de los precios!
Entramos, pues, en un período nuevo que viene definido por un verdadero progreso social. Se introducen sistemas de protección social como la Seguridad Social y, en los países en los que ya existían, se amplía su alcance. Asimismo, empieza a subir el poder adquisitivo de la gente. El crecimiento económico presenta niveles verdaderamente altos. Decididamente, nos encontramos en un nuevo período. En él, el compromiso social se abre en favor de las clases populares. No es el paraíso, no es un mundo perfecto, pero… Evidentemente, no hay que olvidar que amplias capas sociales, tras la guerra, son objeto de una terrible explotación: los mineros franceses, por ejemplo, sobre cuyas espaldas descansa la reconstrucción del país. Así, ¡el sol no luce por igual para todo el mundo! Además, tienen lugar los grandes conflictos vinculados al imperialismo: Francia trata de recomponer su imperio, luego tienen lugar todas las guerras de independencia -la de Vietnam, entre ellas-, etc. Nada más lejos de la realidad, pues, que un supuesto mundo feliz sin mácula alguna. Visto retrospectivamente, sin embargo, hoy nos parece un mundo formidable. ¿Por qué? Porque a partir de los ochenta hemos vivido el neoliberalismo.
Ya en los setenta esta máquina armoniosa empieza a estropearse. Entramos en una crisis que llamamos «estructural» porque no se trata de que, simplemente, haya una recesión tal año, sino de que las cosas dejan de funcionar: la inflación se dispara, el crecimiento se ralentiza y aparecen las tensiones. Todas las clases sociales, todas las ideologías, profesores e intelectuales que habían sido «reprimidos» durante este período emprenden luchas incesantes. Y con ocasión, precisamente, de esta crisis, y a partir también de la activación de elementos nacionalistas -por ejemplo, en los Estados Unidos se extiende el sentimiento de que está operando cierta banalización del poder, sentimiento que discurre paralelamente al de regresión que se extiende en Inglaterra-, «renacen» fuerzas sociales que pueden ser entendidas como fuerzas de reconquista de un poder de clase que, si bien no había sido eliminado, sí se había visto erosionado. Todo ello se combina con el despliegue de ideas nacionalistas de otro signo. Por ejemplo, uno de los eslogan de la campaña de Reagan rezará como sigue: «¡América se hunde!». Por su lado, Margaret Thatcher no dice exactamente lo mismo, pero su argumento apunta a la misma dirección: Inglaterra fue grande en el pasado, con su plaza financiera de Londres; la situación de nuestra industria es catastrófica; pues bien, vamos a dejar que se hunda del todo, y luego construiremos un Reino Unido nuevo, poderoso, predominantemente financiero. Éste era el programa.
Y, finalmente, el movimiento obrero fue derrotado. Hubo huelgas terribles en distintos países, especialmente en Inglaterra y en los Estados Unidos. Estas huelgas, que constituían una verdadera expresión de la lucha de clases que se estaba librando, se perdieron. Las «clases populares» fueron derrotadas, lo que supuso el inicio de este período o de esta nueva fase neoliberal en la que todavía nos hallamos inmersos.
Pascale Fourier.- El liberalismo que hoy conocemos, pues, existió antes del compromiso keynesiano -así lo ha contado usted-, mientras que los discursos políticos o mediáticos habituales tienden -me parece a mí- a ocultarlo. En cambio, los medios no escatiman esfuerzos en recordarnos que esta mundialización neoliberal no es la primera fase del proceso de mundialización, sino que habría tenido lugar una primera mundialización -es lo que se nos dice, por lo menos- que habría proporcionado grandes beneficios, beneficios que deberíamos recibir también de la mundialización actual. ¿Podemos realmente decir que, anteriormente, existió ya una primera mundialización?
Gérard Duménil: Sin lugar a dudas. No sé si ha habido una «primera mundialización». De hecho, no me gusta demasiado esta idea: ¡toda la historia del capitalismo es, evidentemente, una historia de «mundialización», desde sus orígenes! ¡Incluso antes de que el capitalismo se constituyera como un sistema durante sus primeras etapas! Tras sus primeras manifestaciones, básicamente locales, se desarrolló un capitalismo comercial que pronto alcanzó una dimensión mundial: los barcos zarpaban hacia todos los confines del mundo para comerciar, lo que hacía que se abrieran puertas; luego los seguía el Evangelio… Así, no se trata para nada de un fenómeno nuevo.
Durante toda esta época -me refiero a esta «primera mundialización»- ¿en qué sentido podría decirse que ésta fue buena? ¡Esta primera mundialización era la mundialización del colonialismo, era la mundialización del imperialismo! De hecho, todavía nos encontramos bajo el imperialismo, pero las formas del imperialismo han cambiado… No estoy diciendo que ahora las cosas estén bien, pero, al fin y al cabo, ¡¡hay que decir que aquello era el imperialismo!! ¡¡Ha sido una monstruosidad!! ¡Ha sido sin lugar a dudas la historia de toda una sucesión de destrucciones humanas, de destrucciones de culturas! ¡Basta tan sólo con pensar en América latina! ¡Basta tan sólo con pensar en Asia! ¡Basta tan sólo con pensar en África, en el caso de Francia! Es cierto que hubo mundialización, pero ¡fue la mundialización del horror! En la actualidad, Francia está tratando de rendir cuentas con respecto a su pasado como «mundializadora». Por otro lado, hay que decir también que no se puede oponer toda esta realidad histórica al período del compromiso keynesiano. Pues el período del compromiso keynesiano fue también una época de una fuerte mundialización. Pensemos en el desarrollo de las corporaciones transnacionales, por ejemplo durante la época de De Gaulle. «El desafío americano», se decía por aquel entonces: las sociedades multinacionales estadounidenses se instalaban en Francia… Y si analizamos las cifras, que es mi trabajo como economista, vemos que, como decía hace un momento, los años sesenta son años de un desarrollo enorme de estas sociedades transnacionales.
Se trata de una característica general. La mundialización del pasado no fue buena, pero ¡la mundialización del período del compromiso keynesiano ha sido mala! No es que esté en contra de la mundialización: soy de los que piensan que «otro mundo es posible», como se dice. Es lo que deseamos. Desde este punto de vista, me siento completamente internacionalista. El problema es la mundialización neoliberal. Yo no digo que ésta sea peor que las precedentes -siempre han sido catastróficas-, sino que también es catastrófica. El problema radica en la urgente necesidad de no disfrazar el neoliberalismo, las relaciones de clase, las relaciones de explotación y las relaciones imperialistas bajo el término «mundialización». ¡Porque «mundialización» suena moderno, parece algo propio de gentes que viajan! Hay formas de la extrema derecha que pueden fortalecerse frente a esta idea de la mundialización, a la vez que, en la izquierda, puede extenderse cierto tufillo, precisamente, de internacionalismo, a la vez que ciertas ideas de intercambio y de colaboración entre cierto conjunto de comunidades, de gentes distintas… Sí, de hecho la mundialización debería ser algo bueno. Pero, desgraciadamente, muchas tareas humanas que se realizan pretendidamente con las mejores intenciones se han transformado históricamente en pesadillas. Esto lo sabemos todos. Como las propias relaciones humanas, de hecho, que deberían ser algo bueno, pero que se transforman a menudo en una pesadilla…
Pascale Fourier.- Hay algo que a veces me sorprende un poco cuando escucho los medios. Ciertos analistas sugieren, de forma extraña, que fue cierta forma de «capitalismo nacionalista» la causa del desencadenamiento de la guerra de 1939-1945. Y, a partir de ahí, se trata de desacreditar todo argumento favorable a reintroducir barreras…
Gérard Duménil.- Así es. Debería haber hablado de eso: de hecho, es el problema de estas relaciones internacionales que he descrito. Pues en esta mundialización, evidentemente, tanto en el pasado como en la actualidad -con formas diferentes, eso sí-, se dan enfrentamientos entre las distintas potencias nacionales: Inglaterra y Francia, potencias imperialistas, han mantenido enfrentamientos bélicos terribles con motivo de la conquista de África, por ejemplo. Evidentemente, la guerra de 1914-1918 constituyó la cumbre de estos enfrentamientos. Es precisamente en este contexto en el que Lenin habló del «imperialismo como fase superior del capitalismo», pues los enfrentamientos, las contradicciones eran tales, con la añadidura del nuevo poder de la técnica que el capitalismo había aportado, que parecía que éste iba estallar, que no iba a sobrevivir a todos estos fenómenos. De hecho explotó… y volvió a hacerlo luego, con la guerra de 1939-1945, en un contexto distinto caracterizado por la lucha de clases avivada por la crisis de 1929.
Sin embargo, a principios de siglo, y en particular alrededor de la emblemática figura del presidente americano Woodrow Wilson, sí se afianzó esta idea de crear un gran mundo democrático, liberal y de progreso al que parece que se vuelve a aspirar. Por supuesto, Wilson sabía muy bien que en ese mundo los Estado Unidos iban a ocupar una posición dominante, tal y como finalmente ha ocurrido: ¡de hecho, es lo que tenemos ahora! Cierto es que entre Wilson y la actualidad han ocurrido muchas cosas, pero el mundo hacia el que convergemos es -digámoslo así- un mundo wilsoniano, es decir, un mundo de dominaciones o, tal y como se dice a veces, un mundo de «imperios informales». La «dominación formal» era aquella a la que conducía el principio «a cada cual su parte de territorio». Los Estados Unidos participaron de esta forma de imperialismo a finales del siglo XIX, pero bien pronto la dejaron de lado. ¿Por qué? ¡Porque ya entonces eran los mejores! A partir del momento en que se convirtieron en los mejores, aspiraron, precisamente, a este espacio de gran dominación global -entre comillas- «democrática -a mi modo de ver, democracia, en el mundo actual, significa siempre democracia de clase: es preciso entender bien este punto- y liberal», es decir, capitalista con amplios mercados. Al mismo tiempo, albergaron siempre el sentimiento de haber conquistado una posición de dominio que, de hecho, conservan -de ahí su posición hegemónica en el mundo actual-. En efecto, el imperialismo actual no es otra cosa que un sistema jerárquico con hegemonía, con un líder, es decir, con alguna instancia que avanza unos pasos por delante y que, de un modo o de otro, controla a los demás. Quedó superada, pues, la era de los enfrentamientos coloniales, de las divisiones del territorio: hoy, las rivalidades toman formas distintas. Permanecen posiciones de privilegio que enfrentan a unos estados con otros, pero, afortunadamente, no los enfrentan en guerras de grandes magnitudes: se desatan guerras locales como la de Irak, por ejemplo, guerras que son la expresión de la voluntad del líder de mantener su posición hegemónica, lo que deja secuelas económicas y políticas por doquier. En definitiva, las cosas siguen siendo las mismas. El fenómeno fundamental permanece, aunque, evidentemente, sus formas cambian considerablemente a lo largo del tiempo.
Pascale Fourier.- Hasta aquí, pues, Des sous et des hommes en compañía de Gérard Duménil. Una vez más, no quiero dejar de recomendar la lectura de su libro; un libro algo difícil, ciertamente, pero fundamental, absolutamente fundamental. Lleva por título Crise et sortie de crise y ha sido publicado por PUF. ¡Hasta la próxima semana!
Traducción para www.sinpermiso.info: Davis Casassas