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Texto basado en la intervención que el autor tuvo en el debate “Liberalismo o libertad”, organizado por Unidas Podemos/Diputación de Guadalajara el 24 de febrero de 2021

El liberalismo y el timo de la libertad

Fuentes: El Otro País/Rebelión

Declaración de Independencia de Estados Unidos (4 de julio de 1776). En el segundo párrafo se afirma: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”

Declaración de Derechos de Virginia (junio 1776), art. I: “Que todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos”… uno de ellos, el goce de la libertad…, así como a obtener la felicidad.

Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789): “Artículo 1: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”.

Constitución Francesa 1791. Art. 1: “Artículo primero.- Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”.

Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH). Art. 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

C.E. Art. 1: ”España […] propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.”

Conceptos como libertad, igualdad, solidaridad, dignidad, derechos humanos, son recurrentes en declaraciones y constituciones. Concretar su significado a la hora de confrontarlos con la realidad, y no en el plano metafísico, no es fácil, aunque ha habido intentos. Un ejemplo curioso se dio en febrero de 2010 cuando el Tribunal Constitucional de Alemania le pidió al Gobierno que concretara cuánto dinero necesita un ciudadano y su familia para disfrutar de una existencia digna. El tribunal exigía con este gesto la concreción de la palabrería que las constituciones y las declaraciones utilizan continuamente.

Pero esto no es fácil, imaginemos lo que costaría llegar a un acuerdo en España entre partidos políticos o sectores sociales para que se concretara qué es una vida digna o qué se entiende por libertad o por igualdad. Pensemos, por ejemplo, en que hay un sector social que disfruta del privilegio, que entiende como derecho, protegido por el código penal (art. 525), a sentirse ofendido por expresiones de desprecio o de humor hacia sus creencias, hacia sus sentimientos religiosos. Es su idea de dignidad atacada y es un “derecho” que no disfrutamos otros sectores ideológicos, políticos o de otra naturaleza. En casos como este es prácticamente imposible llegar a acuerdos.

Bajar de las representaciones mentales que nos hacemos a través de los conceptos o las ideas a su aplicación en la realidad es extremadamente difícil. Lo que es justo para una persona, o para un colectivo, no lo es para otra o para otro colectivo. El artículo 22 de la DUDH proclama que toda persona tiene derecho a la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables para su dignidad. Pero el concepto de vida digna que puede tener un millonario no tiene nada que ver con el concepto de vida digna que tiene un trabajador. La vida digna para Amancio Ortega requiere de unos lujos que están fuera del alcance de cualquier trabajador.

Pero el que sea difícil precisar un concepto no puede paralizar la reflexión y dejarnos inermes. El que no podamos definir o precisar de manera práctica el concepto de injusticia, o el de desigualdad, o el de malestar, no significa que no podamos experimentarlo o reconocerlo en los demás o en nosotros. Por eso uno de los políticos que vivió la Revolución Francesa y que escribió un libro sobre ella, “El Espíritu de la Revolución de 1789” (Pierre-Louis Roederer), una de las grandes figuras de la Asamblea Constituyente, dijo que “el primer motivo de la revolución fue la intolerancia de las desigualdades” (cit. por Losurdo, 2005). Cuando estallaron posteriormente otras revoluciones como la mexicana o la soviética, evidentemente fueron estallidos de situaciones de desigualdad que ya no eran tolerables para la gente. La percepción de una desigualdad intolerable, aunque no tengamos una buena definición de igualdad o desigualdad, es suficiente para prender la chispa de una revolución. Esto es histórico y es actual.  Una película que acaba de llegar a la cartelera, Nuevo Orden, del director Michel Franco, trata sobre la desigualdad como una bomba de relojería.

A juicio del historiador francés Pierre Rosanvallon, libertad e igualdad, que hoy se presentan como antinómicas -porque esta es la visión de la derecha-, se consideraban indisociables en el momento de las revoluciones liberales americana y francesa. Ya hemos visto cómo, efectivamente, los dos valores estaban asociados en las declaraciones y constituciones de ambas revoluciones, y esta asociación llega a la DUDH de 1948 e incluso a nuestra propia Constitución.

Si pensamos unos minutos en el asunto, veremos que la libertad sin un mínimo de igualdad lleva a la ley de la selva. Por eso es tan diferente la libertad que piden los poderosos para no tener límites a su acción, a la libertad que piden los trabajadores o las personas sin empleo. Los primeros piden libertad negativa, es decir, no tener interferencias del Estado o de organismos internacionales para ejercer su poder económico, de ahí la bandera neoliberal de la desregulación. En cambio, los trabajadores y las clases no pudientes piden libertad positiva, o sea “libertad para”, lo que se traduce en mejora de las condiciones materiales de existencia, aquellas que deberían proteger los derechos sociales y garantizar una vida digna.

Por eso también vemos espectáculos tan obscenos como que el país más poderoso del mundo, de momento, y que enarbola más que ningún otro la bandera de la libertad, “necesite” tener unas 800 bases militares fuera de su país repartidas en más de un centenar de países. Es un país que ha organizado golpes de estado, masacres y asesinatos de líderes políticos  en decenas de países. No en vano en su territorio aloja al mayor terrorista vivo que existe, en mi opinión, organizador de la mayoría de estos golpes y asesinatos, como es Henry Kissinger, que ya con 97 años está para pocos trotes. Es un país donde la libertad es para aquellos que pueden pagársela a muy alto precio. Es un país acostumbrado a amenazar, sobornar, intimidar y comprar votos en las Naciones Unidas y en otros órganos. Este país opresor y que representa la mayor amenaza para la Humanidad lleva por bandera la libertad, libertad que entiende a su manera: libertad para no respetar el derecho internacional, libertad para imponer sus normas de comercio y finanzas, libertad para no respetar el medio ambiente y contaminar sin restricciones, etc. Por eso el orden internacional es la ley de la selva.

Y unas palabras sobre el liberalismo como doctrina que sustenta ideológicamente  al capitalismo. La ideología liberal apadrina los inicios del capitalismo. En “Contrahistoria del liberalismo”, el filósofo Domenico Losurdo  menciona los casos de eminentes liberales que durante esas décadas de inicios del capitalismo defendían los derechos humanos y la libertad por encima de todo, pero que al mismo tiempo defendían la esclavitud. Rascando no mucho, vemos que los derechos que defendían estos padres del liberalismo concernían exclusivamente a hombres blancos de clase alta. Comienza Losurdo refiriéndose a John C. Calhoum, vicepresidente de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Como buen liberal, era un gran luchador contra el absolutismo -incluía aquí el “absolutismo democrático”-, denunciaba la intolerancia, el espíritu de cruzada y el fanatismo ¡de los abolicionistas!, ya que consideraba la esclavitud de los negros un ”bien positivo”. Uno de los inspiradores de Calhoum era John Locke, el padre del liberalismo clásico. También Locke consideraba la esclavitud un “bien positivo” y tenía buenas inversiones en el negocio de la trata de esclavos. Con unos u otros matices, la mayoría de los liberales del siglo XVIII eran partidarios de la esclavitud. Los grandes héroes de la revolución americana que en 1776 proclama la primera declaración moderna de derechos eran esclavistas en su mayoría. No mucho mejor eran vistos los indios nativos americanos, exterminados por los colonos bajo su abusiva concepción de la libertad. Benjamin Franklin, otro de los padres fundadores, abogaba por destruir a los salvajes indios para dar espacios a los colonos. Thomas Paine, el revolucionario que publicó por primera vez un libro con el título Derechos del hombre, declaraba el mismo año de la independencia de Estados Unidos -él fue uno de los padres fundadores- que Inglaterra había incitado a los indios y a los negros a destruir a los colonos ingleses en América y a “cortar la garganta de los hombres libres en Norteamérica”. En realidad, alertaba un comandante inglés en 1783, eran los colonos, una vez que se fueron viendo victoriosos, los que se preparaban ya para degollar a los indios.

Los esclavos rebeldes de Haití, colonia francesa entonces, cuando reclamaron a Francia que aplicara allí la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano lo que recibieron fueron más de 10.000 soldados que mandó Napoleón, que, afortunadamente, no pudieron aplastar la revolución y Haití proclamó su independencia el 1 de enero de 1804.

Bajo el influjo de las ideas liberales se produce la expansión del colonialismo y el sometimiento y exterminio de millones de seres humanos que eran cazados para ser esclavizados. Y en nombre de la libertad de mercado, los mismos negros se convirtieron en mercancía y eran cazados para ser llevados a mercados de compra y venta. Más tarde, a principios del siglo XX ya había autores liberales que hablaban de “solución final”, adelantándose varias décadas a la misma fórmula de los nazis con los judíos, solución final para lo que veían como “el problema de los negros”. De hecho, en 1913 aparece un libro de Edward Eggleston con el título La solución final del problema del negro americano. A los indios no les fue mucho mejor, tanto a los del norte como a los del centro y sur de América. Hasta tal punto que Bartolomé de las Casas, el célebre defensor de los indios, cuando ya quedaban muy pocos en América del sur abogó por traer negros de África que suplieran a los indios como mano de obra.

Como vemos, la bandera de la libertad del liberalismo encubre una historia de masacres, exterminios y esclavitud. En el capitalismo actual las cosas son algo diferentes, pero en todo caso la libertad es un privilegio de las élites; para la mayoría es una falacia, empezando por la ficción de que en un contrato de trabajo las dos partes son libres.

Estas son las libertades que defienden los poderosos y que defiende el capitalismo, un discurso que, lamentablemente, convence a millones de trabajadores gracias a la propaganda que emiten los grandes medios de comunicación, de los que son propietarios. Y gracias a la publicidad, que pretende convencer a los incautos de que son libres de elegir y de que se olviden de sus vidas de hámster en una rueda.

Libertad de empresa y rechazo de cualquier regulación significa recorte de derechos y deterioro de la vida de los trabajadores. Libertad de mercado significa el derecho de los países ricos de extraer a precios de miseria las materias primas e invadir con sus productos a los países pobres y socavar su soberanía alimentaria y su independencia económica. Libertad de circulación significa libertad de movimientos para el dinero, las mercancías y los turistas de países ricos, pero prohibición de movimientos para las personas pobres, vulnerando el artículo 13 de la DUDH.  Libertad de enseñanza significa búsqueda o mantenimiento de privilegios en la enseñanza privada, además de libertad para adoctrinar a niños. Libertad de expresión, para los grandes propietarios de medios de comunicación, significa libertad para tergiversar y mentir, sin que puedan pedirse responsabilidades, porque eso lo tachan de censura.

Así que la libertad de los poderosos es la opresión de los débiles. Tenía razón Lenin cuando preguntaba “¿libertad para qué?” Y es que la libertad, como la razón, puede engendrar monstruos, dice Victoria Camps.. Por algo decía Machado que libertad y dominio son dos caras de la misma moneda.

Si pensamos con algo de profundidad sobre lo que significa la palabra libertad, comprenderemos por qué Mandela, aunque no tenía libertad de movimientos, era un alma libre; sus 27 años de cárcel no le hicieron renegar de sus valores y sus ideas, mientras que la de sus carceleros era un alma esclava.