En una antológica escena de Amanece que no es poco, el pueblo aclama y vitorea al alcalde. Una de esas personas anónimas, llevada por la admiración, grita: “¡Alcalde, todos somos contingentes pero tú eres necesario”. Y a la pregunta sobre si son necesarios los líderes responde el humor absurdo de José Luis Cuerda con un sí rotundo y sarcástico.
Los líderes son necesarios, en primer lugar, porque hay gentes que no se estiman a sí mismas lo suficiente como para prescindir de ellos. Se siente uno parte de una masa incolora, uno más del rebaño, mediocre, y por esta razón el vulgo a la mínima se ve encandilado por el carisma de una persona que es concebida como sobrehumana. No debería extrañar porque en la etimología latina de la voz persona hallamos la referencia a la máscara. Y el líder proyecta una máscara que fascina y deslumbra.
Los líderes serían contingentes de no existir nadie que necesitase creer en algo más que sí mismos. Su aura despliega un halo de superstición y misticismo. Son figuras que destacan de los demás y por ello mismo se revisten de un poder secreto, una especie de sortilegio que encanta e hipnotiza a quienes los veneran desde la efervescencia colectiva. Los líderes precisan de la credulidad y la ingenuidad para erigirlos en excepciones a la prosaica norma.
Contaba Mark Twain en Un yanqui en la corte del Rey Arturo la extrañeza de un hombre del siglo XIX que viaja hasta la Inglaterra del siglo VI. Su propósito era contemplar ese arcaico y supersticioso mundo y averiguar las causas de las relaciones. Es como dar un paso atrás y asomarse desde una ventana imaginaria a lo que es familiar. Así, advirtió la facilidad de quienes se llaman a sí mismos magos para engañar con supercherías a un pueblo que desea y está habituado a creer. Y otro tanto ocurría con el liderazgo del Rey: “Un rey no tiene nada de divino. Cuando no se sabe que Fulano es rey, resulta un tipo como otro cualquiera. Mas poned de manifiesto su realeza, y, ¡Dios mío!, perderéis el aliento al sólo anuncio de su presencia” (Twain, 1981: 243).
Y aquí radica la segunda premisa de los líderes. Para que sean necesarios, alguien debe mostrarse ante los demás como un meneur de foules. Gabriel Tarde llamaba así a quienes se convertían en magnetizadores e iniciaban corrientes de imitación.
El líder se llama a sí mismo líder y pregona a los cuatro vientos que sacrifica con inmensa generosidad su vida al pueblo necesitado de un heraldo que los guíe. Sin narcisismo un líder raramente podría considerarse tal, no solamente porque sin la aclamación popular se sentiría menos que nada, sino porque desde su egoísmo innato, quiere que los demás hagan lo que sus deseos dicten.
Pero el líder contemporáneo no sería tal si se condujese según una estrategia totalitaria: ha de dar la impresión a sus prosélitos de que es una pieza más en el engranaje: disimula su condición de líder para manejar con más tiento y sutileza los destinos ajenos. Y además, así desencadena uno de los mecanismos fundamentales de todo líder, en especial en una época de individualismo gregario: la envidia. La grey no se contenta con ser grey: admira a quienes les influyen pero, a su vez, se ve afectada por el deseo imposible de que una medianía pueda convertirse también en líder.
Sucede que esta rebelión de las masas, por decirlo en palabras de Ortega, trastoca la pretendida excelencia que se le había de reconocer a los líderes. Si no se admira a quien destaca sobremanera por encima del común denominador, sino al ser humano medio, al igual, ¿no se está encumbrando la mediocridad? Se lamentaba Antonio Machado en estos versos: “La envidia de la virtud hizo a Caín criminal, gloria a Caín hoy el vicio es lo que se envidia más”.
Pudiera ser que el redondismo al que aludía Unamuno en el relato homónimo fuese la moneda de cambio corriente para los líderes de hoy. El pueblo de la Corte elige como diputado a D. Fabián Redondo que encarna el ideal de la mediocridad combinada con la inercia, el no pensar, “un nihilismo sin dinamita”. Pero Fabián Redondo parece ser sólo un nombre vacío: “Cuando no existen cosas ni ideas, los hombres, es decir, los entes de ficción que se creen y se llaman a sí mismos hombres sin serlo, se aferran a los nombres como a sustancias” (Unamuno, 2022: 306).
En otro relato, Twain desvelaba la intrahistoria de un líder admiradísimo por sus logros, uno de los militares ingleses más ilustres de su generación, al que hace llamar Scoresby: “¡Qué extraña fascinación produce todo nombre célebre!” El relato se titula sencillamente Suerte. Y fue por una afortunada sucesión de accidentes del destino por lo que su pecho se hallaba revestido de condecoraciones, y “cada una de ellas es el recordatorio de una u otra supina imbecilidad; y, todas juntas, la prueba irrefutable de que en este mundo lo mejor que le puede ocurrir a un hombre es nacer con suerte” (Twain, 2015: 427).
Y al retomar ahora la pregunta inicial, de nuevo respondo un necesario sí por la contingencia y precariedad que vuelve urgente admirar a un líder. El ser humano precisa de mapas que lo orienten en la incertidumbre. Si el cartógrafo es una inexistente figura como en el redondismo, o un dulce y adorable hombre que no sabe volver a casa cuando llueve, como Scoresby, poco importa. Aunque sospechemos que tras la ilusión hay un engaño, el líder disipa las tinieblas y alumbra nuestros horizontes: ¡Líder, todos somos contingentes pero tú eres necesario!
Referencias
Twain, M. (1981). Un yanqui en la corte del Rey Arturo. Barcelona, Ediciones del Cotal.
Twain, M. (2015). “Suerte”, en Cuentos completos. Barcelona, Penguin.
Unamuno, Miguel (2022). “El redondismo”, en Cuentos completos. Madrid, Páginas de Espuma.
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