¿Hubo en la historia de la humanidad algún grupo social que abandonara voluntariamente sus privilegios? Quien piense o sienta que los varones no tenemos ningún privilegio respecto de las mujeres (o quien crea, por ejemplo, que los blancos no tenemos privilegios respecto de los negros) puede abandonar la lectura en este punto, porque estas líneas […]
¿Hubo en la historia de la humanidad algún grupo social que abandonara voluntariamente sus privilegios?
Quien piense o sienta que los varones no tenemos ningún privilegio respecto de las mujeres (o quien crea, por ejemplo, que los blancos no tenemos privilegios respecto de los negros) puede abandonar la lectura en este punto, porque estas líneas no están dirigidas a ellos, o ellas. Quien siga adelante, sepa que está ante un texto crítico pero, sobre todo, autocrítico.
El primer paso para cambiar algo es asumirlo. Ningún alcohólico, ningún adicto a cualquier otro tipo de droga, puede dejar la adicción si no reconoce que tiene un problema. O sea, si no siente, «en el alma y en cuerpo», que el consumo está produciendo un daño que sólo se puede resolver trabajando muy duro para superarlo.
Asumirse como opresor no es nada fácil. En particular para las personas que somos de izquierda, que desde tiempos muy remotos nos pronunciamos contra todo tipo de opresiones: de clase, de raza, de sexo, de generación, por convicciones religiosas o ideológicas, entre otras.
No creo, en absoluto, en ese discurso que dice que el patriarcado y el machismo nos oprimen a todos, también a los varones. No es cierto. Es apenas un discurso políticamente correcto, que es una de las peores formas de abordar estas cuestiones que no son teóricas (por lo cual no voy a apelar a intelectuales), sino afectivas, de piel, de sensibilidad. Argumentos hay para todo, y ahora aparecen los macho-izquierdistas, algunos radicales, que crearon ese mediocre adjetivo de «feminazis», que habla más de ellos que de las feministas.
Dos son las cuestiones que deberíamos reflexionar, creo, los varones. Primero, lo que nos incomoda del empoderamiento de las mujeres, los porqués de esa incomodidad que, en ocasiones, resulta desconcertante por desafiante. La segunda consiste en el papel o lugar que podemos asumir quienes nos sentimos afines al feminismo o a la emancipación de las mujeres.
EL ESCUPITAJO EN LA CARA.
Muchos amigos varones dicen que no entienden la agresividad de las mujeres que se insurgen, incluso de sus amigas y compañeras, ya que la consideran «irracional». Por ejemplo, cuando al saludarlas se descuelgan con un «Hola, linda». «No me digas eso» es, como mínimo, la respuesta airada. El tipo, los tipos, nos quedamos perplejos. Como cuando nos reprenden por decir «negrito» a un negro, un apelativo supuestamente cariñoso pero profundamente racista.
En una ocasión discutimos largo rato con un amigo sobre las posibles razones de esa «irritabilidad» femenina. Una mujer joven que llegó hasta donde estábamos (un sindicato o un centro social), pasó por una sucesión casi interminable de acosos: frases groseras en la calle, tocamientos de nalgas en los ómnibus, miradas soeces, y muchas otras que los varones apenas imaginamos. Por no mencionar violencias, incluso dentro de la familia, de parte de hermanos, padres, padrastros, tíos, primos…
«Esa mujer -seguimos razonando- nos saluda y escucha ese ‘Hola, linda’, que desborda el vaso de la paciencia, precisamente porque se supone llegaba a un espacio que es solidario.» Es molesto que te manden a la mierda, que te pidan silencio o te hagan el vacío. Pero, ¿existe alguna otra actitud realmente posible?
Nunca en la historia los oprimidos se han puesto de pie luciendo gestos amables y ademanes corteses. La norma ha sido la transgresión rebelde y la bronca, que se desliza hacia la furia cuando del otro lado aparecen la intolerancia y la violencia. Se suela acusar a las feministas de extremas, de radicales o, con mucha razón, de intolerantes. ¿Por qué habrían de tolerar el acoso y la violencia?
Al lugar que pretendo llegar es al incómodo escupitajo en la cara de quienes se ponen de pie, con esos modales que no son precisamente fáciles de aceptar por quienes nos sabemos, o no, opresores. Creo además, por mi experiencia con comunidades indígenas y en favelas cariocas, que el acoso más molesto es el que proviene de nuestros «compañeros» de izquierda, porque en su discurso dicen, decimos, lo contrario.
A los varones de izquierda, que supongo serán los que lean este semanario, quisiera recordarles que, en la carta de despedida a sus hijos, el Che escribió: «y sobre todo sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario».
El Che nunca fue feminista. Ni siquiera podría decir que era antipatriarcal o sensible a la emancipación de las mujeres. Menos aun a la defensa de gays y lesbianas. Era un hombre de su tiempo, lo que no justifica en absoluto su insensibilidad frente a ciertas opresiones. Los revolucionarios pertenecieron al bando de los opresores. Como quien escribe estas líneas, y seguramente muchos de los que las leen.
LOS VARONES ANTIPATRIARCALES.
Me parece saludable que haya varones que acudan a los actos y manifestaciones del 8 de marzo, que participen en las Alertas Feministas cada vez que una mujer es asesinada por violencia de género, y así. Creo que está bien y es necesario.
Pero desconfío profundamente de los varones que se dicen feministas y antipatriarcales, aunque por cierto no es lo mismo. Porque el problema comienza precisamente en ese momento. ¿Cómo acompañar? ¿Desde qué lugar y con qué actitud?
Lo primero es dejar cualquier protagonismo, ablandar el ego. Eso nos dice que cuando participamos en esas actividades de mujeres no vamos a ocupar un lugar central, ni arriba de la tarima (ahora las mujeres tienden a rechazar las tarimas-púlpitos porque de algún modo reproducen el patriarcado). Caminar al final de la marcha, o a los lados. O quedarse en casa cuidando a nuestros hijos o los hijos de amigas, cocinando o limpiando.
La segunda cuestión es resistir la tentación de la «bajada de línea», de saber ya cuál es el lugar que nos corresponde a los varones que no queremos reproducir la violencia machista pero tampoco el lugar del patriarca. «¿Cómo hacer para no volverse fascista incluso cuando (sobre todo cuando) uno se cree un militante revolucionario?», escribió Michel Foucault en «Introducción a la vida no fascista».1
Es todo un programa que hace balance, macro y micro, de un siglo de socialismo real. Es una pregunta sin respuesta, o con respuestas apenas parciales. Nos invita a ocupar el lugar del no saber, de la incertidumbre, de la crisis personal y política. Porque no se sale del lugar del macho sin atravesar una profunda crisis de identidad, dolorosa, porque nos educaron en eso.
Los varones antipatriarcales (una categoría más que dudosa) deberíamos tomar muy en cuenta la pregunta de Foucault. Primero porque no sabemos qué es eso de ser antipatriarcal. Puedo decir lo que no es (no golpearás, no acosarás, no humillarás, etcétera). Pero no puedo decir cuál es el nuevo lugar. La tentación de juzgar a los machistas es la peor, porque nos coloca como administradores de nuevos panópticos.
El lugar del no saber, el no saber qué lugar, siento que debe ser mantenido durante un tiempo más o menos prologando, el suficiente para no congelar una nueva identidad, o un nuevo lugar. Porque la incertidumbre, el caminar a tientas en la oscuridad, permite desarrollar sensibilidades y sobre todo sentidos atrofiados por décadas (siglos) de opresiones.
Un mundo pospatriarcal pasa por el empoderamiento de las mujeres. Los modos como acompañemos este proceso son inciertos. La única certeza es la necesidad de remodelar el ser varón, que pasa básicamente por dejarnos afectar, para sentir-nos de otros modos. Es un arte, no una línea política, siempre imperfecta.
1. En El anti-Edipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.