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El malestar de Freud y el nuevo milenio

Fuentes: La Jornada

No existe una receta soberana para la felicidad, cada quien la debe buscar de acuerdo con sus propios medios. Sigmund Freud, El malestar en la cultura Sólo dos obras, La interpretación de los sueños y El malestar en la cultura, le habrían bastado a Sigmund Freud para penetrar en el siglo xx e impactarlo de […]

No existe una receta soberana para la felicidad, cada quien la debe buscar de acuerdo con sus propios medios.

Sigmund Freud, El malestar en la cultura

Sólo dos obras, La interpretación de los sueños y El malestar en la cultura, le habrían bastado a Sigmund Freud para penetrar en el siglo xx e impactarlo de manera decisiva. Ningún otro autor en el campo psiquiátrico o psicológico ha logrado igualar la definitiva presencia del pensador vienés tanto en el siglo pasado como en el actual. Su imagen y las alusiones a su obra son constantes y conspicuas no sólo en los medios académicos sino también en el cine, la radio, la televisión y la literatura.

Ahora, cuando nos encontramos en el tramo inicial de un nuevo milenio, se cumplen setenta y cinco años de la publicación de El malestar en la cultura. Justamente, para conmemorar este acontecimiento, la prestigiosa editorial neoyorquina Norton lanzó al mercado angloamericano una nueva edición de la obra en pasta dura. ¿Cómo podría ser evaluado este acontecimiento editorial? Sin duda, las interpretaciones podrían ser variadas, empero, algo resulta evidente: los escritos freudianos aún generan interés. Esta obra en particular, aparecida en 1930, es decir, en el tramo final de la vida del autor, nos muestra a un Freud desilusionado y escéptico por los esfuerzos de la civilización por controlar los impulsos fundamentales del ser humano. Específicamente, cuando estaba terminando la redacción de su libro en 1929, el sentimiento antisemita había adquirido niveles francamente peligrosos para los judíos avecindados en Viena. El contexto sociopolítico estaba dominado por el Partido Nacional Socialista alemán y el Partido Socialista Cristiano de Austria; ambos mostraban más fuerza que nunca y estaban muy cerca de ganar la mayoría en el Parlamento. Freud no era ajeno a este ambiente hostil y, para agudizar más su desconsuelo, desde 1923 había sido diagnosticado con cáncer en la mandíbula y éste progresaba con ominosa celeridad. La mente de Freud, por tanto, oscilaba entre momentos de portentosa lucidez y períodos de amargura y ansiedad.

Estos claroscuros cognitivos y afectivos quizá expliquen algunas de las inquietantes contradicciones que habitan en El malestar en la cultura. Con tono admonitorio, por ejemplo, señala que la «baja estimación depositada por la doctrina cristiana sobre la vida terrenal», constituye una de las primeras expresiones de hostilidad de la sociedad civilizada. Más adelante, sin embargo, indica que un ejemplo ideal de los imperativos de la sociedad civilizada es el mandamiento cristiano que nos apremia a amar al otro como a uno mismo. Igualmente, en el espacio de unas pocas líneas, Freud se enreda entre considerar este mandamiento como netamente cristiano o como algo «indudablemente más antiguo que la cristiandad»; no obstante, pretende corregir, quizá no sea tan antiguo porque «aún en los tiempos históricos este mandato era desconocido para la humanidad». Aun así resulta notable que a lo largo de la obra aparece un sentimiento adverso hacia el cristianismo. «Cuando el apóstol Pablo fundó las bases del cristianismo -señala Freud con ironía y evidente desdén- sobre la base del amor universal entre todos los hombres, la inevitable consecuencia fue la severa intolerancia hacia todo lo que quedara fuera del cristianismo.» Este es prácticamente equiparado con la civilización y Freud le confiere muchas de las imperfecciones de la sociedad. Según él, la infelicidad puede provenir de tres fuentes: el propio cuerpo, «destinado al decaimiento y a la disolución»; del mundo exterior, «que se nos opone sin piedad y con las fuerzas de destrucción más poderosas» y, finalmente, de nuestras relaciones con otros seres humanos. Estas últimas son, sin duda, las que podrían ser más dolorosas y las que podrían verse afectadas por las normas y creencias religiosas, la educación familiar y los traumas sexuales.

Freud estaba tratando de encontrar los criterios y los fundamentos universales que permitieran entender el origen y devenir del mundo civilizado y, para ello empleó, naturalmente y de forma sustantiva, su propio marco psicoanalítico. Desplegado originalmente para entender la personalidad humana, especialmente la neurótica, ahora extendía su red explicativa para incluir confines más ambiciosos, es decir, aquellos definidos bajo la expresión civilización humana. Entre las fuerzas que Freud pondera como definitivas para entender el desarrollo o regresión de la civilización, menciona a Eros, el principio del placer y Thanatos, el principio de la destrucción. Ambos representan los impulsos fundamentales que conmueven dialécticamente al ser humano. El desarrollo de la propia civilización, por extensión, puede ser pensado como el continuo conflicto entre el impulso por buscar la satisfacción y la felicidad, por un lado, y el constante acoso de la violencia y la agresión, por el otro. Así, entonces, la organización de la sociedad se corresponde con sus intentos por favorecer el primero y minimizar el segundo.

Freud propone, incluso, que cada época de la sociedad posee un Superego -recuérdese que el Id representa a las presiones fundamentales y el Ego hace las veces de mediador entre estos impulsos y el Superego, instancia que representa a las normas, creencias y reglas, familiares, sociales y religiosas- cuya función es detener o minimizar nuestra tendencia a la destrucción. El problema con estos enunciados que ostentan un evidente carácter universal, es que no son verificables. Funcionan, más bien, como principios metapsicológicos -el propio Freud empleó este término- que ordenan heurísticamente -y presuponen- la realidad donde se inserta el objeto de estudio. La proposición de si poseemos o no tendencias naturales hacia la destrucción o hacia el placer no constituye una hipótesis sujeta a verificación sino, digámoslo así, una metaconjetura implicada que se nos exige para sostener el resto de los enunciados menos vitales o imperiosos para la teoría.

Si aceptamos, entonces, los enunciados perentorios propuestos por Freud en El malestar…, congeniaremos -aunque esto no implique una aceptación acrítica o por entero pasiva- con el resto de sus ideas; si, en cambio, los desechamos, percibiríamos que buena cantidad de sus criterios y aseveraciones comenzarían a disolverse en el éter de la suspicacia.

Como buen lector que era, Freud se nutrió de fuentes diversas, no sólo de las académicas sino también y de manera vertebral, de la literatura. La presencia de Schiller, Rabelais, Swift, Goethe, Heinrich Heine y John Galsworthy, entre otros, es abundante y conveniente. ¿Cómo hubiera sido el discurso de Freud de haber conocido a los escritores contemporáneos? ¿Habría extendido o reformulado sus ideas de haberse inmerso en las profundidades existenciales de Esperando a Godot, de Beckett, El extranjero, de Camus o Si una noche de invierno un viajero, de Calvino? ¿Cómo evaluaría a la sociedad moderna a la luz de los acontecimientos como los bombardeos en zonas palestinas, las masacres entre serbios y croatas, la ominosa aparición de sectas fanáticas, las constantes e inexcusables invasiones de Norteamérica en cualquier parte del mundo? ¿Cómo razonaría ante la injustificable opulencia de algunos y la imperdonable carencia de otros? ¿Cómo asimilaría el postmodernismo?

Naturalmente, podría continuarse con una apelación a los principios vertebrales del psicoanálisis; sin embargo, la civilización actual muestra rostros no sospechados por Freud, como la destrucción de las Torres Gemelas por fundamentalistas opositores, la casi diaria inmolación de palestinos como forma única de refutación ante el poderío de un ejército formal, el creciente poder y la impensada penetración del narcotráfico, la masiva infibulación de millones de mujeres en África, los suicidios colectivos entre miembros de sectas rígidas y fatalistas… la lista podría ser muy extensa y desalentadora.

El nuevo orden mundial nos muestra ángulos nuevos y sombríos de la naturaleza humana que, con frecuencia, superan nuestra capacidad de reflexión y análisis. Uno de los fenómenos más inquietantes es la progresiva globalización de la civilización, la «mundialización de la cultura», expresión que pretende designar, para algunos, un planeta supuestamente ordenado, unificado y democrático; para otros, la imparable penetración del desarrollo industrial de unas cuantas potencias, que ha generado una marginación social más severa y una irremediable pérdida de la identidad.

No todo es negativo, cabe decirlo. Aún es posible sorprenderse por las acciones y los productos de seres humanos virtuosos, honestos y creativos. ¿Cómo se constituyen las sociedades actuales y los miembros que las forman en este caleidoscópico paisaje? La nueva edición en pasta dura del texto de Freud nos indica que los autores clásicos no sólo no están olvidados -para muchos terapeutas, Freud es un autor vigente que ampara una dilatada práctica profesional- sino que aún resultan útiles para pensar nuestro entorno; la realidad, por su parte, nos presenta fisonomías tan imprevistas que constantemente nos demanda nuevas estrategias heurísticas para comprenderla y, acaso, modificarla.