Podría entenderse que el mando tiene que estar satisfecho porque, en general, cuenta con una ciudadanía dócil por tendencia, que cumple a rajatabla sus exigencias y no plantea problemas de gobernabilidad, aunque aparentemente la situación trastoque sus planteamientos de jarana permanente. También cabe pensar que es el sentido de sumisión al principio de autoridad lo que conduce a las gentes a comportarse tan cívicamente y renunciar de manera casi complaciente a sus derechos y libertades en favor de ese atractivo que ejerce lo de mandar en la minoría gobernante. Algo de todo esto pudiera servir como hipótesis que aclare la situación, pero sin duda lo decisivo es el argumento empleado recientemente para provocar esa docilidad masiva. Resulta que no es otro que el miedo como categoría, elevado en ocasiones al rango de terror. Para entenderse, es como un todos quietos, que no se mueva nadie, cuyo poder de convicción es mucho más fuerte que el de la amenaza de las armas.
En este panorama de sumisión casi total, basta mantener la vigencia del miedo a enfermar para cambiar cualquier planteamiento hasta ahora al uso. A cuenta de él, los poderes internacionales, asesores anónimos y gobernantes locales disfrutan del protagonismo, aunque con cierto estrés ante unos resultados imprevisibles. Esperando que la cuestión quede debidamente zanjada cargando la responsabilidad a la imprudencia de las masas, ya que el poder nunca es imprudente, quedará legitimado el hecho de que la situación se prolongue sine die y lo de mandar se imponga definitivamente sobre el gobernar. La cultura del miedo a la enfermedad ha venido para instalarse entre las masas y para ser explotada por las elites, al objeto de reafirmar su poder. Parece que la cosa se está encarrilando en esa dirección y tiene visos de arraigar en la mente colectiva porque, según el nuevo planteamiento, el miedo a la enfermedad de presente o de futuro seguirá estando ahí como argumento de convicción para procurar la sumisión de las masas.
Es ilustrativo para tomar conciencia de cómo transcurre la existencia abrir los ojos o simplemente dejarse conducir por la televisión. Ver que, al toque de queda, no se mueve ni una paja y las calles de las ciudades se convierten en desiertos vacíos de personas o a continuación se llenan, cuando suena la trompetilla del desahogo para correr, el que pueda, o simplemente caminar al paso de a pie o mecanizado. También lo es este ambiente leguleyo, al que no le bastaba con el agobio habitual a la ciudadanía a base de leyes y más leyes, que ahora inunda el mercado con normas complementarias de todos los niveles para adoctrinar sobre cómo se deben hacer las cosas a gusto de quien manda, por lo que el ciudadano común debe pasar por el trance de ser ingeniero en leyes. Para completarlo, con la excusa de vigilar a los insolidarios y hacer más visible el efecto autoridad, se acude a una nutrida presencia policial uniformada con distintos colores, ya sea en automóvil, moto, a caballo o a pie, estratégicamente situada en calles, carreteras y caminos. Por todo ello, la ciudadanía se ve asistida de otro miedo añadido al provocado por el temor a enfermar. Parece que tales muestras de ilustración en realidad están dirigidas a reforzar el ambiente autoritario, al que aspiran gobernantes y asimilados, a la par que se debilita el papel ciudadano.
El componente jurídico, es decir, las normas de tal naturaleza que se ponen y quitan a voluntad del mandante, da amparo a esta situación. Más allá de la legalidad que opera en los términos del ejercicio del poder en condiciones de normalidad, a cobijo de este aliado de hecho, pero que se oferta como de derecho, se ejercen poderes especiales desde una interpretación, por su parte, demasiado laxa del ordenamiento jurídico. En lo fundamental, aunque a quien corresponde carezca de imaginación para superar el trance, le basta con dejarse llevar por los expertos para tratar de esquivar responsabilidades. Sobre tales bases, jurídicas y técnicas, es posible tomar el control absoluto de este colectivo para demostrar, siguiendo la corriente internacional, que se está tratando con súbditos. Llegados a este punto, el destino final, para satisfacción del poder, si no hay un cambio de rumbo, se marcha directamente hacia lo que se ha venido entendiendo como totalitarismo.
Aunque hoy se pueda mandar sin más limitaciones que las que exige el mercado, cabe formular como primera objeción, que si quien manda acaba por no tener capacidad para trasladar el bienestar prometido al bien-vivir de sus sumisos ciudadanos, estos perderán la paciencia y se alborotarán, con los que se acabará la cuerda y el cuento a los mandantes. En este punto el panorama de futuro no está claro. Y otro problema de similar calado social que permanece latente es el derivado de hundir económicamente el país para tratar inútilmente de salvar la sanidad y su buen nombre. La actuación tiene y tendrá un riesgo que no ha sido debidamente calculado, pese a lo que le digan los asesores económicos y políticos, máxime si la enfermedad y sus variantes pasan a ser endémicas, tal y como algunos expertos adelantan. Que venga en su ayuda la caballería del dinero en el último momento tendrá el correspondiente coste, porque fundamentalmente afectará al prestigio estatal, seguido de la obligación de entregarse sin condiciones al mangoneo foráneo.