1 Acabo de salir del manicomio. Es un maristán construido en el 1154 y que hoy alberga el Museo de las Ciencias y de la Medicina de Damasco. Desde su fundación hasta bien entrado el siglo diecinueve, el edificio albergó un centro de cura de enfermedades mentales. Siendo occidental, hacerse a la […]
1
Acabo de salir del manicomio.
Es un maristán construido en el 1154 y que hoy alberga el Museo de las Ciencias y de la Medicina de Damasco. Desde su fundación hasta bien entrado el siglo diecinueve, el edificio albergó un centro de cura de enfermedades mentales. Siendo occidental, hacerse a la idea de un establecimiento de estas características en plena Edad Media no es fácil. En la Europa cristiana, en esa época, el tratamiento de enfermedades mentales era de índole penal o religiosa: el loco-delincuente y el loco-endemoniado eran figuras que poco espacio dejaban al concepto de «enferm@ mental». Aquí, en cambio, se disponía a l@s pacientes en distintas alas del edificio, según su grado de gravedad, y se les destinaba una terapia basada en la música, la luz, el sonido del agua de las fuentes, y la tranquilidad. Una de las piezas más llamativas del museo es una especie de xilófono desarrollado por los médicos de la época, con el que trataban cada caso clínico con una combinación distinta de notas musicales. Junto a él, el museo expone un documento escrito en alemán y fechado en 1990: «Antecedentes de la musicoterapia en la Siria medieval». Apenas pude entender las palabras alemanas que se alineaban a la izquierda de un cuadro sinóptico que, según me pareció, enumeraba las distintas enfermedades mentales y las notas adecuadas para cada una de ellas. Además del uso de este instrumento médico-musical, las terapias incluían conciertos para el conjunto de l@s intern@s: durante la hora de paseo por el patio, una orquesta completa situada en el iguán tocaba las piezas musicales incluidas en la prescripción médica.
El museo se ubica en las estribaciones occidentales del casco antiguo damasceno, en mitad de una zona arrasada por las bombas francesas en la época de la colonia. Delimitar la magnitud de la aniquilación que llevó a cabo la metrópoli es fácil: basta con caminar por el balad intramuros y, de repente, doblar la esquina. El trazado serpenteante de las callejuelas antiguas desaparece. Es inevitable notar el feroz contraste entre la belleza habitual del Damasco histórico y estas inesperadas calles rectilíneas con edificios impersonales cúbicos que se extienden a lo largo de una superficie de considerables dimensiones. En mitad del laberinto caótico y mágico del viejo Sham, este barrio feo y grisáceo aparece, impertinente, con una elocuencia muda, como si fuese un monumento a la crueldad francesa untado a lo largo y ancho de toda el área, sobre las ruinas de un barrio que ya no puedo ver. El pragmatismo urbanístico, ingrato y áspero, que se alza en su lugar, construido a toda prisa y con poco esmero, se despliega en muchas manzanas cuadradas que muestran nítidamente el alcance espacial de la destrucción; su fealdad dice a gritos de los excesos coloniales por los que nunca nadie pidió perdón.
El bombardeo francés acalló una revuelta independentista cuyo epicentro se situó en este barrio y que sólo pudo ser vencida con una política de tierra quemada. Sólo arrasando una zona completa de la ciudad pudo la barbarie imponerse. Se suele decir: «si los muros hablaran…» Éstos lo hacen, como el barrio de san Julián de Sevilla cuenta calladamente a diario, si alguien pasea por sus calles nuevas y rectas, la represión franquista del 36. «No quedó piedra sobre piedra», se suele decir también. Recuerdo el barrio de san Julián al ver estas calles. La destrucción del barrio del maristán no es suficiente ignominia, sino tan sólo la muestra superficial de horrores más importantes: las vidas derramadas de miles de personas que se opusieron al colonialismo, como allí en san Julián se alzaron contra el fascismo. Pero las voces de l@s muert@s señaladas en los muros no siempre llegan a los oídos de la gente que transita cerca.
El maristán, en cambio, está en pie. Constituye una visita postergable en los primeros paseos por Damasco: el edificio, aunque de valor artístico, no es un monumento importante, ni el museo que alberga se encuentra entre los más afamados. Hoy, cuando ya me falta poco para abandonar la ciudad, como para completar casi con desgana un circuito turístico, he decidido visitarlo, al igual que hice el año pasado; pero entonces, también a punto de marcharme, el museo estaba en obras y no pude verlo.
Este año sí he podido. Al principio, presté atención al patio y a la decoración. Las ciencias y la medicina, pensé, no iban a cautivarme mucho. Al entrar en una sala lateral llena de anaqueles y murales comencé a pasear la vista por los objetos y láminas que se exponían. Glosaban los descubrimientos de los hombres de ciencia de la historia árabe, entre rudimentarios tubos de ensayo e instrumentos de cirugía antiguos que se exponían casi amontonados. Los letreros, de diferentes estilos y tamaños, estaban a veces traducidos al francés, otras al inglés, o a menudo estaban sólo en árabe. No presté mucha atención a lo que decían. Pero a uno de los objetos le acompañaba un breve rótulo: «Astrolabio andaluz». No decía andalusí; decía andaluz.
Me hizo ilusión y sonreí. Apenas pude dar un par de pasos más y vi bajo una lámina el nombre árabe del científico que representaba, seguido de su pronunciación castellana entre paréntesis: «Ibn Zuhr (Avenzoar), médico sevillano». Leí la explicación: «Nace y muere en Sevilla (1091-1161). Fue el primero en descubrir la tumefacción del pecho y el parásito de la sarna. Primer científico en hacer ensayos en animales». Avenzoar. Nunca había oído hablar de él. ¿Y de quiénes eran todos los retratos de científicos cuyos nombres no me había detenido a leer hasta ese momento? ¿Cuántos más eran de Sevilla, o andaluces?
Volví sobre mis pasos. «Abbas ben Farnas, voló sobre Córdoba en el año 886»: la lámina mostraba a un señor con barba suspendido en el aire y agarrado a un aparato extraño en forma de alas y… sí, la ciudad que el grabado mostraba a sus pies era Córdoba, con su mezquita, el Guadalquivir y las norias. No decían si consiguió aterrizar pero… ¿cómo nadie me había dicho que en el siglo noveno hubo un loco que construyó un armatoste y se puso a planear por los cielos cordobeses? «Al Ghafiqi, farmacéutico y oculista andaluz. Estudia los ojos y las enfermedades del cerebro.» «Tratados andaluces de botánica y zoología». «Al Idrisi, ceutí. Estudió en Córdoba. Primer geógrafo en diseñar un mapa según parámetros modernos». La lamina de al lado lo confirmaba: «Mapa de Al Idrisi, 1154».
La sala mostraba tratados de óptica y de las ciencias de la luz, láminas de anatomía, probetas, fórmulas químicas, bisturís, estantes dedicados a la medicina medieval clasificados por temas: dietética, música, higiene. Una alacena mostraba decenas de hierbas medicinales con las propiedades de cada una de ellas. El porcentaje de utensilios, tratados, documentos y científicos andaluces era superior a la mitad. Al fondo, sobre una pared desnuda, un par de láminas mostraban los rostros de dos hombres barbudos con turbante a un tamaño mayor que el resto. Por el lugar y el espacio que se les dedicaba, estaba claro que se les honraba especialmente. Me acerqué: «Avicena y Averroes, inventores de la ciencia aplicada».
Me sentí muy ignorante. ¿Por qué no conozco en qué contribuyeron a la ciencia Averroes y Avicena si sé en qué lo hizo Leonardo da Vinci? ¿Sabrán en la Ceuta contemporánea, esa ciudad racista donde todavía existe el apartheid, que el primer mapa que se hizo en la historia -el primero de lo que hoy llamamos mapa- lo hizo su paisano Al Idrisi? ¿Conmemorarán su centenario? ¿Por qué he creído siempre que la primera persona que consiguió planear por el aire utilizando un artilugio extraño fue un francés? ¿Cómo no sé quién es Avenzoar si sé quién es Fleming? Y lo que es peor: ¿cómo no sé quién es Avenzoar si sé quiénes son el rey Favila y Doña Urraca? ¿Por qué no nos han contado nada de esto?
El mayor asombro, sin embargo, me lo proporcionó otra lámina: «Ibn Jaldún, historiador sevillano. Precursor de la sociología. Siglo catorce». Aún ahora, recién salido del manicomio, al escribir en mi cuaderno en la mesa de una tetería de este barrio horroroso destruido por los bárbaros francos, no me he repuesto: soy sevillano, he estudiado cinco años de sociología en Madrid, me tuve que aprender para los exámenes interminables estupideces de anglosajones y franceses que se llamaban Locke y Rousseau a los que, según me dijeron, tenía que venerar como antecesores de la sociología. ¿Me puede alguien explicar por qué a mi edad -casi cuarenta años- he tenido que venir de viaje a Damasco para que en un museo mal equipado y sin relevancia me entere por primera vez en mi vida que hubo un sociólogo de mi ciudad que se llamaba Ibn Jaldún en pleno siglo catorce? Por irrelevante que sea lo que tal científico social haya escrito en su día, ¿no tenía yo derecho a haberlo sabido antes?
2
Mi asombro se ha multiplicado por mil, pocas horas después de mi visita al maristán. He ido al Fast Link, mi cibercafé favorito en Damasco, y he buscado en google su nombre. Abenjaldún -nombre castellanizado de Ibn Jaldún- nació en Túnez -o en Loja, según algunas otras biografías- en el seno de una familia de Sevilla que huyó de la invasión castellana para luego establecerse en el norte de África. Vivió también en el Reino de Granada, en Marruecos, en Argelia, en Siria y en Egipto, donde murió. Además de científico social, fue político, profesor, juez, hombre de acción y viajero. Participó en los grandes acontecimientos históricos de su tiempo no como un mero escriba, sino participando en movimientos sociales y protagonizando confabulaciones de palacio, lo que a menudo le obligó a exiliarse a sucesivos países árabes. Fue embajador de Granada ante la corte del rey Pedro en Sevilla, donde fue recibido en el Alcázar. El rey cristiano le ofreció recuperar todos los bienes que le arrebataron a su familia durante la conquista de Sevilla a cambio de que se uniese a su corte como asesor; él se negó. Pero además de todo esto, Abenjaldún, lejos de mi primera sospecha, no fue en absoluto un sociólogo menor. El letrero que lo tildaba en el museo de «precursor de sociología» no obedecía a ningún chauvinismo árabe. O eso me indicaba google.
«El verdadero fundador de la Sociología Política se llamó Ibn Jaldún y vivió en Sevilla en el siglo catorce…», «Abenjaldún es considerado el padre de la Filosofía de la Historia…», «Verdadero padre de la ciencia económica…», «Precursor de la metodología de la sociología histórica…», «Utilizó categorías científicas propias de la historiografía moderna…», «Su obra marca el nacimiento de la Historia como ciencia…», «Ibn Jaldún se anticipa en varios siglos a Marx en la afirmación que es el medio social y no la herencia quien condiciona al individuo y los grupos sociales…», «Sus teorías sobre el efecto de los impuestos en la ley de la oferta y la demanda sólo fueron desarrolladas por los economistas occidentales a finales del siglo diecinueve…», «Se anticipó a los sociólogos de los siglos diecinueve y veinte, entre ellos a Gumplowicz, Lester Ward, Ratzenhofer y Franz Oppenheimer en la teoría de la lucha…», «Subordinó los temas económicos a las fuerzas sociales de cada etapa evolutiva de la sociedad, tal como más tarde desarrollaron en sus obras David Hume, Adam Smith o Karl Marx…», «Sostuvo que la justicia social y la cohesión de la comunidad tenía rentabilidad económica y dotaba a las sociedades de estabilidad y progreso…», «Su teoría sobre la solidaridad social no sólo es precursora; es clave para el estudio y comprensión de las aportaciones más relevantes manifestadas a lo largo de la historia del pensamiento económico hasta la actualidad…», «Sus ideas fueron transmitidas a Europa a través de los dominicos de Salamanca…», «Profetizó la decadencia del imperio musulmán dos siglos antes de tal acontecimiento…», «Nacido en 1332, examinó en su Muqaddimah (Prolegómenos) la naturaleza de la sociedad y el cambio social, y desarrolló una de las primeras Filosofías de la Historia de carácter completamente laico».
Arnold Toynbee escribe: «Ibn Jaldún concibió y formuló una Filosofía de la Historia que constituye sin duda la más grandiosa obra que haya creado cualquier mente humana en cualquier época y en cualquier país». Marçais dice: «Su obra es una de las más substanciales e interesantes que haya producido la inteligencia humana.»
No sé quiénes son Arnold Toynbee ni Marçais, pero al menos, ya sé quién es Ibn Jaldún. El año que viene es el sexto centenario de su muerte y yo nunca había oído hablar de él.
3
Días antes de mi visita al maristán, conocí a Mohammed en Lattakia, ciudad mediterránea al noroeste de Siria. Mohammed se encarga de llevar adelante la pensión de su familia, a la que intenta convertir en el hotel de mochiler@s del lugar. Al entregarle mi pasaporte en recepción para que apuntase mis datos, sonrió y murmuró una palabra: «Ishbiliyya». Yo ya estaba acostumbrado a tropezar continuamente en Oriente Medio con gente de todo tipo para la que Granada y Sevilla, y en menor medida Córdoba y Toledo, suponen referentes de una historia propia y de una identidad compartida. Sea mi interlocutor el vendedor de showarmas de un modesto restaurante de barrio, sea el imán de una mezquita, sea el profesor universitario con el que coincido en un tren, mi condición de sevillano me abre una puerta de afinidad que está ausente en mis encuentros con viajer@s de Alemania, de Francia o de Dinamarca, quienes a menudo ni siquiera sitúan correctamente mi ciudad en el mapa. Mientras escribía mis datos en el libro de huéspedes de su hotel, Mohammed me preguntó por la Giralda y por la Alhambra. No tardó en preparar un té y una narguila para iniciar conmigo una larga conversación hasta bien entrada la madrugada. Mohammed tenía interés en conocer cómo vivíamos en Andalucía esos referentes comunes que tan cercanos le resultaban a él -y a cualquier persona de Siria- y me hacía una pregunta tras otra. Sobre si estudiábamos la historia de Al Andalus en la escuela, por ejemplo. Yo le hablé de don José, mi profesor de Historia en 1º de BUP: tras semanas de estudiar las dinastías de los reinos de Castilla, León, Galicia, Aragón y Navarra, llegamos a la lección sobre la civilización «hispanoárabe»: ocho siglos resumidos en cinco páginas de mi libro de texto. Don José nos anunció que nos saltaríamos esa lección porque no entraba en el programa; eso significaba estudiar menos para el examen de aquel trimestre, por lo que la noticia fue recibida con gran alborozo en el aula. Eso ocurría a principio de los ochenta en Sevilla. «Las cosas van mejorando poco a poco» -le dije a Mohammed- «pero la inmensa mayoría de la población andaluza ignora esa parte de su propia Historia». Le conté que hasta hacía poco tiempo los programas educativos franquistas planteaban la presencia musulmana en la Península Ibérica en términos de buenos y malos: durante la mal llamada «Reconquista» -concepto ridículo y carente de todo rigor- la cristiandad vencía en Santa Cruzada a los infieles que ocupaban de forma incivilizada y cruel una parte de «España» y que finalmente fueron expulsados de la misma con la ayuda de Dios.
-Era un ejercicio de nacionalismo español y de ideología fascista. España no existía aún en aquel proceso bélico, pero eso a los ministros de Educación de Franco no les importaba. La presencia árabe duró ocho siglos, y desde el final de la invasión castellana hasta nuestros días apenas han transcurrido más de cinco. Generaciones enteras fueron educadas en ese ideario. Unos reinos cristianos del norte peninsular poblados de analfabetos vencían militarmente, utilizando el etnocidio y la intolerancia como estrategias de homogenización, al país ilustrado que dotó a Europa de la herencia grecolatina y de los descubrimientos científicos de Asia. Pero en aquellos libros de texto franquistas, los «malos» eran los andalusíes. La identidad de lo que hoy es España se construye sobre esos cimientos xenofóbicos, por lo que a nadie interesa hoy cuestionar la versión falseada de la Historia. A lo sumo se revisan parcialmente los contenidos y aparecen algunos mensajes conciliadores: «Los andalusíes no fueron tan malvados ni tan bárbaros». Pero la versión etnocentrista cristiana y europea se mantiene en lo sustancial. Irónicamente, los hitos de la influencia andalusí en los reinos cristianos -Alfonso X el sabio, Ramón Llull, la Escuela de Traductores de Toledo, las primeras universidades castellanas, el propio Tomás de Aquino- se resaltan con enorme interés para subrayar la grandeza de la civilización cristiana medieval. Esos reflejos indirectos de lo que ocurría en Al Andalus sí están bien documentados. Pero no se alude apenas a la producción intelectual andalusí, que era origen real de esos movimientos culturales en territorio cristiano. Y esa etapa histórica se sigue estudiando de forma superficial y sin valorarla en su verdadera importancia. Incluso en Andalucía.
-Para estudiar la Historia de Al Andalus entonces hace falta que vengáis aquí -bromeó Mohammed.- Aquí la estudiamos con todo detalle.
Asentí.
-Y si allí no se estudia la Historia de Al Andalus, ¿cómo es que tú la conoces?
-La conozco muy poco. Y lo poco que sé es por haber buscado esa información por mi cuenta fuera del colegio y de los medios de comunicación.
-O sea, que no hay muchos andaluces que piensen sobre Al Andalus lo mismo que tú.
Respondí que no. Le conté de cierto movimiento sociopolítico andaluz, muy minoritario, vinculado a la obra de determinados profesores universitarios. Ilustré ese incipiente cambio de perspectiva con las reducidas movilizaciones contra la celebración de «La Toma» en Granada cada 2 de enero, denostadas por la mayoría de la opinión pública granadina.
-No deja de ser cínico que una ciudad que está internacionalmente en el mapa por su pasado árabe y cuyos cuantiosos ingresos turísticos se deben a que cultiva una imagen de «ciudad mora», celebre año tras año una invasión sangrienta en la que Castilla incumplió todos sus compromisos de protección a la población árabe y judía, y en la que se aplicó una estrategia de genocidio y de uniformidad cultural.
Mohammed buscó en un anaquel de la recepción del hotel una publicación en árabe, que por su formato y contenidos me recordó a la revista «Historia 16» en España. Buscó un artículo sobre la represión que siguió a la conquista de Al Andalus, escrito obviamente en árabe. Me lo mostró; yo sólo podía observar los mapas y una foto Medina Azahara. Mohammed me tradujo algunas partes de aquel artículo, firmado por un tal A’del Bishtaui: En 1492 Torquemada ordenó la muerte de 10.000 andalusíes y expulsó a 300.000. En 1526 se instauran los tribunales religiosos y los interrogatorios inquisitoriales, que se mantienen hasta 1834. En 1567 se prohíbe hablar el árabe en público en los reinos conquistados. En diciembre de 1568 tuvo lugar la primera revolución de los andaluces (sic) contra el gobierno castellano de Granada. En 1569 don Juan de Austria sofoca la rebelión y parte de la población originaria de Granada es desplazada a la fuerza al norte peninsular. En 1570 un edicto real autoriza a los soldados a asesinar a los rebeldes que mantenían la rebelión y a violar a las mujeres granadinas que participaran en ella. En 1571 se pone fin a la guerrilla andalusí. En 1572, Felipe II prohíbe hablar el árabe en sus reinos, incluso en conversaciones privadas, lo que -pensé- no sólo indica que la represión se mantenía, sino que la población que tenía el árabe como primera lengua existía aún después de ocho décadas de ocupación militar. En 1594, más de un siglo después de la invasión de Granada, 96 andalusíes son arrestados por motivos religiosos. En 1609 un número indeterminado de moriscos son expulsados de la Península: no se sabe cuántos eran, pero sí se conoce el número de soldados castellanos encargados de escoltarlos hasta el puerto: ochocientos. Desde 1575 hasta 1610 se tiene constancia de 190 musulmanes clandestinos arrestados por profesar una religión prohibida. Todavía en 1728 se descubre a 45 musulmanes en un pueblo andaluz y se les condena a morir en la hoguera. En 1768 -en pleno siglo XVIII- se descubre en las montañas de Andalucía una mezquita en funcionamiento.
Yo escuchaba a Mohammed absorto. No sabía cuánto de verdad había en aquella versión de la Historia que un erudito árabe contemporáneo exponía en una revista especializada, pero concedía a todo lo que oía, como mínimo, el beneficio de la duda. Como el barrio del Museo de las Ciencias y la Medicina que visitaría días después en Damasco, toda una parte de mi Historia había sido arrasada por los colonizadores sin dejar piedra sobre piedra en un ejercicio sostenido y planificado de persecución cultural y religiosa que se mantuvo durante más de dos siglos y medio; aniquilación que hoy, de forma indirecta, se mantenía mediante el silencio o el desinterés. Aquel artículo parecía la labor de un arqueólogo que había recuperado sucesos ocultos basándose en los indicios que había desenterrado en los sótanos de catedrales e instituciones civiles españolas construidas sobre las ruinas de mezquitas y zocos.
-Pero en España el sentimiento nacionalista es muy importante: mira los vascos y los catalanes -añadió Mohammed dando muestras de un conocimiento sobre el Estado español que me sorprendió.- ¿Por qué no ocurre igual en Andalucía?
-Es distinto. Castilla impuso en esos casos la homogeneidad cultural sólo durante los dos últimos siglos. Hasta entonces se trataba de reinos confederados que de forma más o menos voluntaria se asociaron entre sí, y cuya cultura y leyes se habían respetado desde la Edad Media hasta la dinastía borbónica. Pero Andalucía, y también Canarias, fueron conquistadas militarmente, su población fue aniquilada y sus idiomas prohibidos desde hace más de 500 años. Nada de eso ocurrió en otros países de lo que hoy es España.
Pensé en añadir la importancia del nacionalismo burgués europeo del XIX y que en Andalucía apenas hubo burguesía que catalizara esa ideología, pero en el contexto de aquella conversación me pareció un detalle menor.
-Aquí -continuó Mohammed- sabemos que lo que hoy es no sólo España, sino todo Occidente, se construyó sobre nuestro legado.
«Nuestro», en boca de los sirios, significa también andalusí. Había un «nosotros» compartido por él y por mí. Respondí a su observación con una queja:
-¿Sabes que los billetes de euro están ilustrados con imágenes de puentes y puertas de los grandes estilos arquitectónicos europeos, desde Roma a obras de ingeniería contemporánea, pero que ninguno de ellos incluye dibujos del arte islámico europeo? Esa misma Europa que debe su Renacimiento a Al Andalus y a Sicilia, y sobre cuya herencia se convierte en superpotencia mundial durante los siguientes siglos, no reconoce el legado del que hablas. Ni en la propia Andalucía se reconoce tal cosa.
-¿Y no queda nada en Andalucía de esa herencia?
-Queda muchísimo. Monumentos, costumbres, cosmovisión, artesanía, vocabulario, gastronomía, técnicas agrícolas y arquitectónicas, el verde Omeya de la bandera, el trazado de las calles, los colores de los pueblos, cierta música… pero todo de forma espontánea y vital, no cognitiva. No queda la memoria en la consciencia, sino en el hecho mismo. Y cada uno de esos rasgos que sobreviven sin apenas saberse a sí mismos son una forma involuntaria de resistencia.
4
Han pasado catorce meses desde que terminó mi última visita a Siria y dejé este escrito sin concluir. De regreso a Sevilla, no pude evitar recordar a Mohammed cuando volví a ver la Giralda. Curiosa esta ciudad donde nací, tan chauvinista que se embelesa ante sus símbolos y que asegura que la Giralda es «lo mejor del mundo» pero que no dedica ni una triste callejuela al moro que la construyó. Nombra a sus calles en honor de multitud de personalidades de época cristiana desde 1248 hasta nuestros días, e incluso de cristianos de época musulmana, por no hablar de personajes históricos latinos o visigodos. Pero ni una sola calle Almutamid, ni una avenida Abenjaldún, ni una plaza Avenzoar. Por tener, tenemos a Fleming, a Gutemberg y hasta a Bobby Deglané. Pero ni rastro de Al Andalus en nuestro callejero. No sé de qué me extraño: parece normal que así ocurra en una ciudad que destruyó sus murallas por ser almohades y que sólo salvó algunos lienzos cuando alguien alertó de que también eran romanas.
Desde que regresé, le daba vueltas a mi tarea pendiente de completar el relato de mi visita al maristán. Pensé en hacerlo el 4 de diciembre pasado para hacerlo público en fecha tan apropiada como ésa, pero por motivos de trabajo me faltó tiempo. Últimamente, sin embargo, diversos sucesos me animaron a retomar el escrito.
Uno de esos sucesos fue particular. En Semana Santa fui unos días de vacaciones por Extremadura y el Alentejo. Al llegar a Alcántara -«el puente» en árabe- pude comprobar que en los letreros situados ante los monumentos del lugar alguien se había dedicado a borrar la palabra «árabe» de los textos explicativos dirigidos al turista. La islamofobia arrasa en Europa hasta en detalles como éste. Cualquiera puede comprobarlo yendo a Alcántara, deteniéndose ante cualquier iglesia o fortaleza, leyendo los postes descriptivos de los monumentos y observando que falta sistemáticamente esa palabra. Puede que en algunos de esos letreros l@s visitantes la encuentren escrita a bolígrafo sobre las letras borradas, y eso significa que nadie las ha vuelto a eliminar desde que yo las reescribí. Todo aquello me recordó a Ibn Jaldún, a la identidad arrasada, y a mi texto pendiente.
Pero es un acontecimiento de carácter institucional el que me ha llevado definitivamente a decidir terminar este texto. En Sevilla, la ciudad desmemoriada, celebran el 600º aniversario de la muerte de Abenjaldún con una solemne exposición en el Alcázar y diversos actos culturales conmemorativos. Mi asombro durante la visita al Museo de las Ciencias de Damasco y en la búsqueda posterior en internet se veía así de repente recompensado. Me parecía casi un acto de justicia cósmica. El problema de memoria histórica sigue sustancialmente igual, y aunque Abenjaldún no vaya a estudiarse en la facultad de sociología de la Complutense -no al menos a partir de mañana- y aunque la Junta de Manolo Chaves no vaya a incluir en los planes de estudio autonómicos una asignatura que se llame «Historia de Andalucía» -no al menos a partir de pasado mañana- sentí, al conocer de la exposición del Alcázar sobre Abenjaldún, que esos pequeños pasos de los que le hablé a Mohammed se siguen dando. Poco a poco.
Un último factor me ha animado a terminar este texto: a pesar del tono de proclama nacionalista que se ha ido adueñando de este escrito línea tras línea de forma casi inevitable, y que tal vez pueda resultar demasiado cargante para algunas de las personas que lo lean, he decidido aún así publicarlo ante las reiteradas patochadas españolistas, llenas de desprecio y de desconocimiento, que he escuchado y leído en los medios de comunicación de Madrid respecto a la inclusión de las palabras «realidad nacional» en el preámbulo del nuevo Estatuto de Andalucía (el cual, cobardemente, no se atreve a emplear el vocablo ‘nación’). Don Pelayo, como Elvis, sigue vivo.
Y si acaso quien haya leído este texto no está de acuerdo con todo lo que digo, que disculpe mi desorden mental y mi excentricidad. Le pediría que recordara que decidí empezar a escribir esto cuando estuve en el manicomio, y eso lo explica todo. Aunque, a veces, tal vez víctima de la locura, me parece formar parte del reducido grupo de los cuerdos.