FFB regresaba a continuación a aquella característica sustancial al marxismo que era su vocación generalista o histórico-dialéctica, «a su intención de relacionarlo todo con todo, lo económico con lo social y con lo político con lo antropológico-cultural para así tratar de explicar el mundo capitalista y cambiarlo de base, transformarlo» [1]. En el plano epistemológico, […]
FFB regresaba a continuación a aquella característica sustancial al marxismo que era su vocación generalista o histórico-dialéctica, «a su intención de relacionarlo todo con todo, lo económico con lo social y con lo político con lo antropológico-cultural para así tratar de explicar el mundo capitalista y cambiarlo de base, transformarlo» [1]. En el plano epistemológico, el problema principal del marxismo, visto en perspectiva, era probablemente que, por comparación con otras corrientes filosóficas o con las ciencias sociales académicamente establecidas, hacía una apuesta muy fuerte, «imposible». Pretender -¡a la vez!- explicar el mundo económico-social en el que vivimos, hacer su crítica documentada y científica y transformarlo en sentido socialista tal vez fuera apuntar demasiado alto, una tarea sobrehumana que dirían los lógicos y epistemólogos analíticos.
La mayoría de las corrientes filosóficas contemporáneas habían expresado dudas sobre el proyecto o lo habían considerado de imposible realización. Incluso alguna de las corrientes filosóficas contemporáneas que simpatiza con la tradición, como la formada por los autores de la Escuela de Frankfurt, «se habían ido distanciando progresivamente de aquel proyecto basándose en la idea de que una cosa es la comprensión crítica de la historia y de la estructura del capitalismo propuesta por Marx, cosa aceptable, y otra, muy distinta, su idea de la transformación de la sociedad capitalista en un sentido revolucionario como consecuencia de la agudización de contradicciones denominadas ‘objetivas». No había que confundir planos, señalaban filósofos no siempre muy exquisitos y puestos en temas epistemológicos.
Otras corrientes contemporáneas habían ido aún más lejos, mucho más lejos, en la denuncia de las pretensiones analíticas, críticas y revolucionarias del marxismo. Así, la corriente popperiana del liberalismo contemporáneo estaba convencida de que la pretensión analítica de Marx -y en general de los marxistas- se autodestruía por su enfoque holista o globalista, enfoque que, según esa perspectiva, tenía que conducir -y necesariamente además- «a exageraciones en la crítica de las economías de mercado y a aberraciones totalitarias en la propuesta político-moral alternativa».
Con una orientación epistemológica afín, aunque no siempre con las mismas finalidades políticas, también se había aducido que el programa teórico marxista era excesivo: suponía la tentativa de formular una cosmovisión o concepción del mundo que era de imposible realización «ya por razones lingüísticas o lógico-materiales».
FFB creía que había mucho de verdad en esas críticas, pero -al mismo tiempo sostenía- «que la tensión político-moral de quienes pretenden liberarse desde abajo ha de conducir una y otra vez a tentativas globalizadoras, generalistas y con pretensión transformadora del tipo de la marxista». El centro de su argumentación, la del autor de Por una tercera cultura, era el siguiente:
El análisis particularizado y la ingeniería social fragmentaria basada en él, los puntos fuertes del programa de inspiración popperiana, eran «insuficientes para calmar tanto llanto como hay en esta plétora miserable que es el mundo de hoy». Frente a lo que se afirmaba ya entonces en ocasiones de manera interesada, había que empezar diciendo, en descargo de la tradición, de esta tradición holista, «que la suya no es la única apuesta fuerte generalista, globalizadora y transformadora en la historia de la humanidad». A su manera, como diría un ser a veces poliédrico como Sinatra, «las grandes religiones aspiraban a lo mismo». Modernamente algunas otras «grandes teorías» habían tenido aspiraciones parecidas, aunque, eso sí, «con un poco más de moderación epistemológica (o de retórica correctora de los antiguos excesos epistemológicos)». FFB pensaba, no era el único, que la especulación filosófica -metacientífica si se prefiere- en que solía concluir casi toda gran teoría recogía, en el fondo, «un anhelo semejante, históricamente cambiante en la forma pero permanente en su contenido; un anhelo muy extendido entre los humanos, que tal vez tenga que ver con los límites del análisis reductivo y el origen de la vieja idea de dialéctica».
Limitarse a la explicación del mundo social existente y plantearse su transformación mediante acciones diversificadas, bien calculadas y con la gradualidad adecuada para producir el menor malestar posible en los individuos, era algo que contaba con muchos partidarios entre gentes sensatas, entre eso que se llamaba y se llama el sentido común ilustrado. Tal vez a casi todo el mundo le caía bien el Popper epistemólogo -¡el epistemólogo, no el asesor de Miss Thatcher!- «cuando habla, en éstos (o parecidos) términos, de modestia metodológica y de docta ignorancia».
Todo juicio práctico, concluía FFB en este apartado era comparativo, y corrían ya entonces tiempos en los que no pocas -legión más bien- de las personas que antes, cuando eran marxistas, «querían cambiar el mundo postulan ahora que es mejor dejarnos transformar por él». La modestia, en estas cosas prácticas que acaban afectando a muchos prójimos, siempre era más sana que la doble negación.
De acuerdo con esto, la gente sensata podría argumentar: si las ciencias sociales contemporáneas, con su muy complejo aparato matemático y su gran capacidad analítica, tenían muchas dificultades para explicar la acción colectiva de los seres humanos en condiciones de normalidad, ¿cómo atreverse a hacer predicciones en gran escala, que implicaban, además, situaciones excepcionales? Si ya era un exceso del orgullo y de la ambición de los seres humanos «aspirar a hacer predicciones en gran escala tratándose del mundo social, ¿que decir de la pretensión de cambiar el mundo de base, que es precisamente lo que postula el marxismo?». Soberbia praxeológica sobre hybris gnoseológica previa.
Seguramente, proseguía FFB, toda persona sensata y razonable que pensara con un poco de calma sobre todo ello llegaría a la conclusión de que una pretensión así, la aspiración a cambiar el mundo de base, que decía la Internacional, la aspiración a un orden radicalmente nuevo, a la emancipación del género humano, «es a la vez una enormidad y una temeridad». Existía, de hecho, mucha evidencia histórica en favor de tal conclusión. «Las revoluciones se escapan de las manos de los revolucionarios (precisamente porque éstos no pueden dominar con el pensamiento todas las implicaciones y consecuencias que tienen actos complejos tan radicales)»; las revoluciones -se decía con razón- devoraban a sus propios hijos. Había ocurrido así en el caso de la revolución inglesa, volvió a ocurrir en el caso de la revolución francesa, y había ocurrido de nuevo en el caso de las revoluciones rusa y china, «y, parcialmente, en los casos de la revolución cubana y vietnamita».
El número de personas sensatas y razonables aumentaba de manera muy considerable cuando, con el paso del tiempo, «el lado negro o negativo de las revoluciones resulta ya tan evidente para las nuevas generaciones». Sólo los ciegos o los fanatizados podían negarlo. Entonces el sentido común ilustrado y razonable se imponía sobre cualquier otra consideración: echaba a un lado toda duda y acababa adoptando la siguiente filosofía: «contra el orgullo y la soberbia de los revolucionarios del pasado y del presente, hay que ir pasito a pasito, uno por uno, y calculando bien cuál de las dos piernas conviene adelantar primero».
Los ciegos que negaban, contra la evidencia y la documentación cosechada, el lado oscuro y hasta tenebroso de las revoluciones que en el mundo habían sido no serían tenidos en cuenta aquí. En cambio, valía la pena llamar la atención «sobre un tipo de ceguera involuntaria tan extendido como reiterado a lo largo de la historia de la humanidad: el que produce en las buenas gentes la intensísima luz que brota de las revoluciones en marcha». Sin esta otra ceguera por deslumbramiento, apuntaba FFB, «el número de las personas siempre sensatas y razonables permitiría formar en seguida una mayoría absoluta en cualquier circunstancia».
Pero, al parecer, proseguía FFB con ironía muy suya, la historia de la humanidad era una tragedia y no nos había sido dado a los más ser razonables y sensatos en todo momento. «También el razonable y sensato teórico de la democracia moderna, Alexis de Tocqueville, llamó la atención de sus contemporáneos, críticos de la revolución francesa, acerca de aquellas sombras del antiguo régimen que explican, al menos en parte, las luces cegadoras de las revoluciones en marcha.»
Pero este todo no era Todo. Como escribiera Brecht, recordaba FFB a uno de sus grandes poetas, en un celebrado poema dialógico que lleva por título «Techo para una noche», justamente después de haber hecho justicia «a la función de la caridad en los malos tiempos del paro masivo, del hambre y de la miseria: «No sueltes todavía el papel, tú que lo estás leyendo»».
No lo suelte aún compañero; tampoco usted compañera.
Nota:
[1] mientras tanto nº 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)
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