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Entrevista a Facundo Nahuel Martín, militante de "Democracia Socialista" e integrante del consejo editor de la revista "Herramienta"

«El marxismo es una teoría integral de la modernidad»

Fuentes: Democracia Socialista

Versión completa de la reciente entrevista a Facundo Nahuel Martín que realizó y publicó la revista Sudestada, en su número 139. Facundo es militante de Democracia Socialista, integrante del consejo editor de la revista Herramienta y licenciado en filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Realiza investigaciones sobre marxismo y teoría crítica de la sociedad […]

Versión completa de la reciente entrevista a Facundo Nahuel Martín que realizó y publicó la revista Sudestada, en su número 139. Facundo es militante de Democracia Socialista, integrante del consejo editor de la revista Herramienta y licenciado en filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Realiza investigaciones sobre marxismo y teoría crítica de la sociedad

1) En primer lugar una pegunta personal porque me interesa saber desde qué lugar se estudia hoy a Marx… ¿te definís como marxista o como investigador del marxismo? Si te definís como marxista, ¿en qué aspectos centrales defendés ese sentido de pertenencia?

Por supuesto, me reivindico marxista. Me parece que ese sentido de pertenencia es indispensable, por razones teóricas y políticas. Una aclaración preliminar sobre eso: no creo que exista «el» marxismo. Como toda tradición teórica y política, el marxismo es un campo de disputa. Inscribirse en el marxismo es situarse conflictivamente en un campo de batalla, en una disputa (que no puede cerrarse) por el sentido de un legado. En ese sentido Bensaïd habla del «archipiélago de los mil y un marxismos». Reivindicar una tradición plural es, entonces, un planteo doblemente conflictivo: ante todo, obviamente, contra los detractores de esa tradición como tal. Pero también, en un segundo plano, es una discusión (más o menos fraterna) contra otras apropiaciones, interpretaciones o elaboraciones, dentro de la misma tradición. En ese sentido, es muy difícil determinar una serie de características fijas, estables, que delimiten «el» marxismo. El marxismo es una pluralidad de corrientes que se saben y reconocen deudoras de Marx y su herencia, pero que toman diversos tramos de esa herencia como punto de partida para el pensamiento y la acción.

Aclarado lo anterior, ser marxistas es imprescindible. Aunque parezca una perogrullada, mientras exista el capitalismo, las categorías de la crítica de la economía política de Marx van a seguir siendo imprescindibles para entender la realidad. Evidentemente, desde el siglo XIX, cuando Marx escribió, hasta nuestros días, el capitalismo ha sufrido grandes cambios, atravesando fases donde la acumulación se dio bajo patrones y formas diferentes. Pero han sido, todos ellos, cambios dentro de lo mismo, cambios dentro del mismo proceso civilizatorio gobernado por el capital. Que el capital haya atravesado, por ejemplo, fases históricas donde predominó la intervención del estado en la economía, y luego fases de liberalización de los mercados, no cambia su condición básica de capitalismo, hablando en cierto nivel de abstracción que da cuenta de las características básicas de la realidad. Esto es: en toda esta larga historia de la marcha del capital sobre la tierra, permanecieron algunas características que le son propias al capitalismo como tal, como la necesidad de explotar la fuerza de trabajo, la sumisión de la vida social de conjunto a la exigencia de producir para la ganancia (y no para satisfacer necesidades o anhelos de las personas), la reducción de la naturaleza (incluyendo los cuerpos de las y los trabajadores/as) a medios de la valorización del capital, la modulación de los descubrimientos técnicos para la ampliación de la ganancia de las empresas, etc. Mientras todo eso (que hace al capital como tal, al concepto del capital, allende las modulaciones que éste tenga en cada época y cada contexto local, regional, nacional), el pensamiento de Marx va a seguir siendo una clave imprescindible para comprender la realidad.

2) Si tuvieras que mencionar algunos ejemplos concretos para destacar la vigencia del pensamiento marxista como herramienta para analizar el presente político a nivel global, ¿cuáles serían?

Si se atreve a interrogarse a sí mismo y a trabajar su propias categorías, a modularlas, el marxismo como teoría social puede pensarlo todo. Parece una provocación o una afirmación demasiado intrépida, excesiva, pero ser marxistas consiste en ese exceso. Un aspecto central de la tradición versada en Marx, algo que enfatizaron el marxista húngaro Goerg Lukács y luego la Escuela de Frankfurt, es que el marxismo analiza los fenómenos sociales desde el punto de vista de la totalidad. Acá está el exceso teórico del marxismo, sin el cual la tradición se desafila como pensamiento crítico, y que significa que el pensamiento marxista no es una teoría local. No es una teoría de la economía, ni de la lucha de clases en sentido acotado. Es una teoría integral de la modernidad, una teoría comprehensiva, global, de la sociedad moderna. En ese sentido, el marxismo no es una teoría acotada por ejemplo a la economía ni a la lucha de clases. No permite dar cuenta sólo de la producción y circulación de mercancías, ni sólo de las luchas en las fábricas. Con algunas inflexiones teóricas necesarias, el marxismo puede modularse en una teoría de las formas de subjetividad, de las formas de relación entre las personas, etc.

Con todo, me gustaría destacar un emergente relativamente actual: la crisis económica que estalló en 2008 cuando se pincharon las burbujas de la especulación inmobiliaria. De hecho, desde 2008 ha habido una vuelta al análisis marxista de las crisis capitalistas. Un economista entendido en Marx podría decir muchas cosas sobre la crisis. Ante todo, los marxistas debemos decir que la crisis no es producto de la maldad subjetiva de nadie. No fueron las irresponsabilidades de los banqueros, ni siquiera las políticas neoliberales, las que llevaron a la crisis. Fue el capital como tal. En 2013 el grupo Krisis (Norbert Trenkle y Ernst Lohoff) publicó en Alemania un libro (Die groβe Entwertung) cuyo subtítulo dice «Por qué la especulación y el endeudamiento público no son las causas de la crisis». No importa el detalle del argumento del libro, el punto es que la crisis económica no es producto de negligencias subjetivas en el sector privado o público, sino de la lógica misma del capital y sus crecientes dificultades para valorizarse a sí mismo. Y ahí hay un gran punto, sobre todo contra las (hoy, en nuestro país, redivivas) ilusiones keynesianas, capitalistas estatistas o socialdemócratas. Estas ilusiones sostienen que se puede controlar al capital con una buena iniciativa política. No: mientras exista el capital, hay una serie de necesidades que constriñen a la política (como la de valorizar capital, esa absurda práctica de trabajar para acrecentar las de las empresas, en lugar de producir para el consumo de bienes útiles); necesidades son en última instancia incontrolables y que producen una serie de efectos catastróficos en nuestras vidas, como la destrucción de la naturaleza, el padecimiento de nuestros cuerpos (porque trabajar, en el capitalismo, es una actividad fundamentalmente desensualizante, ligada a la disciplina ante un comando externo). Las crisis son parte de las más ostensibles, las más visibles expresiones de estas implicancias destructivas del capital.

En relación con las crisis y la dinámica ciega de los mercados, hay que invertir las fórmulas habituales de los reformistas de diversos colores, que nos dicen que la apuesta emancipatoria del marxismo es imposible. Por el contrario: lo que se ha probado imposible, histórica y lógicamente, es la ilusión socialdemócrata de controlar al capital con medios políticos, para producir una capitalismo justo o «serio». David Harvey dice en su último libro (Seventeen Contradictions and the End of Capitalism) que la humanidad va a tener que plantearse la dura elección entre la reforma imposible y la revolución improbable. Esa es la más importante lección del marxismo para nuestro tiempo: que el socialismo, tras una serie catastrófica de derrotas y fracasos, parece muy improbable hoy; pero la otra opción para la acción progresista, la reforma, es imposible en última instancia. Los reformistas no van a fracasar en la arena política, no van a fracasar porque la derecha sea más fuerte o porque los que militamos en la izquierda radical les quitemos nuestro apoyo (siempre les gusta quejarse de que le haríamos el juego a la derecha). No: van a ser derrotados porque su programa político es inconsistente, porque ningún proyecto de administración política del capital es posible.

Marx definió al capital como un «sujeto automático», un proceso de resortes objetivos ciegos, que las personas no podemos controlar. Eso significa dos cosas: primero, que los proyectos de administrar políticamente al capital son utópicos, mientras que ser revolucionarios constituye el único realismo progresista posible. La política como puesta en discusión de los destinos colectivos, en la medida en que existe, existe contra el capital. Segundo, que la emancipación hoy debe dirigirse contra lo más difícil de todo, que es al fin y al cabo lo único posible: contra el capital como tal. Mientras no interrumpamos el sujeto automático que gobierna nuestras vidas, palabras como «democracia» o «política», ligadas al proyecto de que la humanidad controle su destino, en lugar de que lo controlen la ganancia de las empresas o el mercado, no van a tener verdadero sentido.

3) Resulta casi imposible separar a Marx de las experiencias político-históricas del siglo XX que se basaron en algunos aspectos de su pensamiento… ¿Qué deformaciones, lecturas mecanicistas o tergiversaciones te parecen importante señalar para comprender ciertas desviaciones en esos procesos?

La pregunta es muy difícil de abordar. Se podrían marcar varias cosas. El primer punto es el historicismo de ciertas lecturas desencaminadas del marxismo. Uso la expresión «historicismo» para referirme a la interpretación del marxismo como una filosofía o una teoría general de la historia, según la cual hay una serie de etapas de la evolución o del progreso, que todas las sociedades deben recorrer, pasando por el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo y finalmente el socialismo y el comunismo. Esta idea fue paradigmáticamente presentada por el propio Stalin en «Materialismo histórico y materialismo dialéctico». Esa una idea muy mala y muy peligrosa, ante todo porque tiene un uso político muy concreto: entender las periferias como países «atrasados» en la evolución histórica, países que, como dice el pensador poscolonial Dipesh Chakrabarty, están en la «sala de espera de la historia», esperando a llegar al desarrollo, propio de los países más avanzados. Es una manera de leer el marxismo que se basa en algunas anotaciones de Marx, pero que es desmentida fuertemente por otra lectura posible de los textos. Y, sobre todo, es una lectura que lleva a consecuencias políticas eurocéntricas, a leer las realidades periféricas como simple atraso y carencia. Un ejemplo de estos peligros puede verse en algunas posiciones que tuvo el PC argentino, por ejemplo cuando sostenían la tesis de la revolución por etapas (primero burguesa y luego socialista), lo que justificaba, de paso, la subordinación (en nombre de las pendientes tareas modernizadoras) a las burguesías vernáculas.

El segundo punto tiene que ver con las derivas totalitarias de la mayoría de las experiencias construidas en nombre del socialismo a lo largo del siglo XX. Es un punto que no podemos dejar de reevaluar si queremos que algún día el socialismo vuelva a ser un norte para la política emancipatoria. Lo terrible del siglo XX es que los revolucionarios no sólo fuimos derrotados, sino que fracasamos, que la revolución fracasó incluso allí donde triunfó, como decía Theodor W. Adorno en los años sesenta. Efectivamente, con contadas excepciones, muchas experiencias revolucionarias en las que incluso se llegó al poder, luego no lograron ofrecer una alternativa solvente en términos de proyecto emancipatorio, sino que redundaron en procesos totalitarios. Desde el punto de vista estratégico y programático, este es uno de los puntos fundamentales de auto-interrogación del marxismo hoy.

El planteo autonomista, que tuvo mucho predicamento a fines de los noventa y principios de los años dos mil, podemos decir que fue un primer intento, aunque a mi ver equivocado, de respuesta a las debacles totalitarios del siglo pasado. Me refiero a posiciones como la de Cambiar el mundo sin tomar el poder de Holloway o Multitud de Negri y Hardt. No es raro que el autonomismo haya tenido gran predicamento no mucho después de la caída de la URSS y su ciclo histórico se explica en ese contexto. Tras el desastre totalitario del estalinismo (y, encima, su caída y transición al capitalismo) es entendible que muchos activistas y teóricos marxistas hayan optado por construir una desviación anti-estatalista, anti-organizacionista y, en el fondo (como Holloway tiene la desgracia de reivindicar) «anti-poder». El autonomismo es en definitiva un marxismo de la derrota, que se preocupa más por no repetir fracasos del pasado que por lograr un planteo programático superador. La analogía (creo que esto lo dijo Lenin) sería con quien prefiriera no pensar, por miedo a equivocarse. Claro: si uno se dedica a pensar, corre el riesgo de equivocarse. Pero es ridículo renunciar a pensar para no correr ese peligro. Estos compañeros hacen lo mismo. En efecto, discutir el poder, el Estado y el partido, hace posible (pero no necesaria) la deriva totalitaria. Aspirar al poder implica el riesgo de que el partido termine por censurar la prensa, perseguir a los disidentes, imponer su línea como doctrina de Estado, etc. Y entonces tendríamos, más que una salida emancipatoria del capitalismo, un desastre totalitario, con una burocracia estatal constituida en nueva clase dominante. Pero responder a este riesgo negando la posibilidad de construir un partido político que aspire al poder del Estado, nos desarma por completo para la lucha. Esto ya casi no es necesario mostrarlo teóricamente: la experiencia es suficientemente elocuente. En la Argentina, sin ir más lejos, la izquierda autónoma tuvo su auge y caída con el proceso de movilización popular 2001. Y hoy, a falta de partido y estrategia para llegar al poder, ¿qué tenemos? No sólo no se hizo la revolución en nuestro país (lo cual, probablemente, de todos modos no era posible). La derrota es más profunda: ni siquiera perdura una organización importante que haya podido resistir el ciclo kirchnerista. Creímos que podíamos cambiar el mundo sin tomar el poder, que el Estado ya no importaba y que la auto-actividad de la clase se bastaba a sí misma, mientras que la clase dominante, con muy poco (con los magros recursos del capitalismo periférico y dependiente) logró restituir, en pocos años, la legitimidad del Estado burgués. Frente a ese proceso, la mayoría de las experiencias autónomas directamente desaparecieron, o se replegaron en grupos pequeños, insignificantes en la lucha de clases. Menuda lección: ni cambiaron el mundo sin tomar el poder, ni fueron capaces de recomponer siquiera un saldo organizativo para el cambio de etapa. De hecho, las organizaciones nacidas en el clima político del 2001 que han tenido una vida mayor (la llamada «izquierda independiente»), aunque también sufrieron o sufren crisis profundas, me atrevo a decir, tuvieron una mejor productividad política porque se apresuraron a abandonar las consignas y propuestas autónomas.

Frente a ese contexto, creo que hay que decir que estamos en un proceso de reaprendizaje estratégico y organizativo de la izquierda (me detuve en el caso argentino pero el proceso es global). Este proceso nos exige volver a dar los debates fundamentales (el Estado, el poder, el partido -o como prefieran decirle a la organización política, ya que parece que hoy día queda mal seguir hablando de partidos políticos). Es preciso volver a pensar una estrategia de poder global y radical para la izquierda, y un formato organizativo capaz de desplegar esa estrategia de poder. Bensaïd habla de la necesidad de un «leninismo libertario». Me parece que esa consigna sintetiza las interrogaciones del presente, con independencia de que la desarrollen movimientos sociales o populares que caminen hacia formas superiores de organización política y centralización, o bien agrupamientos que se reconozcan como partidos políticos, pero que decidan interrogarse por problemas como la burocracia, las formas democráticas de participación, el autoritarismo, etc.

4) Uno de los elementos originales que planteás en «Marx de vuelta» es la posibilidad de aplicar el pensamiento marxista para analizar el surgimiento de nuevos movimientos sociales. ¿Desde qué aspectos el marxismo aporta elementos a esa lectura?

En Marx de vuelta planteo que, partiendo del pensamiento de Marx y desplegando algunas de sus consecuencias no tan exploradas, se puede elaborar una teoría de los así llamados «nuevos movimientos sociales». A partir de los años sesenta, la política de izquierda empezó a guardar mayor relación con una serie de procesos de organización y lucha que no están centrados exclusivamente en el movimiento obrero, sino que politizan otros aspectos de la vida colectiva o individual. Estos movimientos se centran en cuestiones como el género, la identidad, la relación con el medio ambiente, la etnia o la cultura. Se trata de expresiones como el ecologismo, la política LGBTQ o los pueblos originarios. Por definirlos por negación, son movimientos cuyas formas de conflictividad social no se definen necesariamente en términos de clase, sino que parten de otros planos como, repito, la subjetividad, la identidad, la cultura o el medio ambiente.

Mi intención en el libro es, entre otras, plantear una perspectiva conceptualmente marxista, que dé cuenta de esta proliferación de sujetos. Obviamente, esto tiene que ver con una cuestión política: es indispensable que la política socialista logre articulaciones hegemónicas que incluyan las preocupaciones de los nuevos movimientos sociales. Pero intenté retrotraerme a un planteo, si se quiere, previo, que piense la emergencia de los movimientos sociales a la luz de los cambios en las formas de vínculo social en el capitalismo.

¿Qué implicancias tiene el pensamiento de Marx para las formas de vínculo social en general? Si leemos la obra madura (El capital, los Grundrisse) encontramos en Marx una teoría integral de la sociedad moderna, una teoría crítica de la modernidad. Un importante intérprete de Marx contemporáneo, Moishe Postone, habla de hacer una lectura «categorial» de Marx. La lectura categorial es aquella que se fija en los conceptos principales de la crítica de la economía política (el valor, el trabajo, la mercancía, el capital) y los reinterpreta como conceptos integrales de las formas de la vida social, que estructuran las maneras como las personas se relacionan entre sí y con la naturaleza en nuestro tiempo.

Pienso que Marx, cuando estudia la gestación del capitalismo, da cuenta de un procesos que tiene al menos dos aspectos. La acumulación originaria, que genera las precondiciones sociales e históricas para la reproducción del capitalismo, crea el proletariado moderno, es decir, crea una masa de trabajadores doblemente libres. «Doblemente libres» porque, por un lado, no están sometidos a lazos de dependencia personal. No son vasallos de un señor, ni esclavos de un amo, sino hombres libres e iguales, que por lo tanto disponen libremente de su persona y pueden ir a vender su fuerza de trabajo en el mercado y hacerse explotar. Por otro lado, son irónicamente «libres» en cuanto desposeídos: están «libres» de, separados de, los medios de producción (y Marx conocía bien la violencia de las formas como se generó históricamente esta separación forzada, disolviendo viejas formas de propiedad comunal, etc.). Así, se ven económicamente empujados a trabajar a cambio de un salario para subsistir, pues carecen de otros medios para sobrevivir.

Junto con ese gigantesco proceso de desposesión que gesta las clases modernas, se da una mutación en las formas de mediación social. El capitalismo, entonces, se define en términos de clase pero también en términos de las formas que asume el nexo social. Para Marx, no se trata de que solamente cambie la clase que domina: con el pasaje al capitalismo, cambia también la forma de las relaciones sociales. Postone dice que se pasa de relaciones sociales «abiertas» a relaciones sociales cuasi-objetivas. Las sociedades no capitalistas, en su mayoría, están organizadas a partir de formas abiertas de nexo social. Esto significa que no ocultan su carácter social, que aparecen directamente como sociales. Por ejemplo, en las relaciones feudales, no está velado socialmente que se trata de relaciones de dependencia personal entre individuos sometidos a una jerarquía de poder. No hay una estructura objetiva y anónima, como el mercado, que medie entre las personas, sino que las relaciones de dominación aparecen directamente como tales: como relaciones de dominación personal o directa entre individuos o grupos. Marx dice, en ese sentido, que «el diezmo que se da al cura es más prístino que la bendición del clérigo». Eso significa, justamente, que la relación de dominación que mantiene, en este caso, la iglesia con la población campesina, es manifiesta. Es manifiesto que, de lo que produjo el campesino, va a venir el cura y se va a llevar el 10 por ciento. La relación no aparece bajo la forma de un contrato entre iguales, ni hay un sistema universal y cuasi-objetivo como el moderno mercado capitalista, que mediatice el vínculo entre el campesino y el clérigo: la relación entre ambos es una relación de dominación inmediata, abiertamente social.

En cambio, en el capitalismo, las relaciones sociales no aparecen como tales. No son abiertamente relaciones sociales, relaciones entre personas o grupos, sino que están conformadas como si fueran relaciones objetivas, anónimas y abstractas. Por ejemplo, no es en modo alguno manifiesto que hay una relación de explotación entre el capital y el trabajo. La relación entre ambos aparece como un contrato (el contrato de trabajo) que se da entre partes formalmente libres e iguales. La clase capitalista (a diferencia de las otras clases dominantes en la historia) no posee medios para coaccionar de manera directa a los trabajadores: no los obligan a trabajar con cadenas y látigos, sino que los trabajadores son ciudadanos libres e iguales. Lo que los coacciona es el sistema de compulsiones de la sociedad de conjunto, sistema cristalizado en el mercado y donde las relaciones entre las personas aparecen como relaciones anónimas, abstractas y como si fueran objetivas.

En síntesis, cambia no sólo la dominación de clase, sino también la forma del nexo social. En el capitalismo tienden a retroceder las relaciones de dependencia personal, los vínculos manifiesta y directamente jerárquicos entre individuos. Ahora, lo que «domina» a las personas no es ante todo la violencia o autoridad personalmente ejercida por otras personas, sino el sistema de constricciones objetivado de la sociedad de conjunto. Marx dice que los hombres dejan de dominarse los unos a los otros para pasar a ser «dominados por abstracciones», por las abstracciones de la propia lógica social.

Esto puede parecer muy abstracto, pero implica que el capitalismo tuvo implicancias contradictorias para las formas del vínculo social. De una parte, es una sociedad profundamente «totalitaria», en el sentido de que constriñe las posibilidades de las personas para auto-determinarse, para elegir o modificar, individual y colectivamente, sus posibilidades de existencia. Antes decía que el capital es un «sujeto automático». Esas compulsiones objetivas del capitalismo, justamente, aplastan a los individuos y sus posibilidades de modificar sus vidas, de decidir qué quieren hacer y para qué, subordinándolos a exigencias fetichistas, surgidas de la propia dinámica social. Por ejemplo, la exigencia de acumular capital: toda la actividad económica tiene que producir más y más ganancia, o se producen crisis, etc. La producción no es controlada por las personas (como sería en una sociedad socialista), pero tampoco hay relaciones de dominación directa entre un grupo y otro (como en las sociedades no capitalistas), sino que la lógica de las relaciones sociales implica una serie de exigencias que son ciegas, automáticas e incontrolables para las personas. Es es la cara «totalizante» del capital: homogeneiza, uniformiza las relaciones sociales bajo los imperativos del trabajo asalariado y la producción para la ganancia.

Ahora, esto que digo (que el fetichismo de la mercancía es una forma de dominación social basada en compulsiones abstractas) no es nuevo en la teoría marxista. La noverdad es pensar cómo eso se vincula con los movimientos sociales. Con el capitalismo también se produce una mayor independencia de los individuos. Puesto que las formas de nexo social no son determinadas por relaciones de dependencia directa o personal, sino por compulsiones abstractas, las personas tienen mayores posibilidades de determinar de manera independiente su trayectoria de vida. Tal vez, la idea misma de la persona como alguien que puede construir su identidad y su subjetividad a partir de elecciones particulares y contingentes, tenga relación con esta mutación histórica de las formas del vínculo social.

Acá sigo, entre otros, a un historiador marxista y activista gay norteamericano que se llama John D’Emilio. D’Emilio estudia cómo, en Estados Unidos, el desarrollo del movimiento y de la identidad gay tuvo una relación con la aparición del trabajo asalariado. En la sociedad colonial norteamericana no había «espacio social» para un movimiento gay. Había, dice D’Emilio, prácticas homosexuales, que eran perseguidas (los registros jurídicos hablan de «sodomía» y «obscenidad»). Pero las personas no elaboraban esa práctica como el fundamento de una identidad, que pudiera luego politizarse y dar lugar a un «nuevo movimiento social» como el movimiento gay. La sociedad colonial se basaba fundamentalmente en una economía doméstica, donde las unidades familiares, de carácter patriarcal, no producían para el intercambio sino para la autosubsistencia, y donde el intercambio era de menor importancia social. En ese marco, la dependencia personal con respecto a la autoridad patriarcal era, podemos decir, un aspecto fundamental de la manera como estaba articulada la sociedad. En ese marco, donde las personas no podían ser social ni económicamente independientes de la familia patriarcal, algo como la «identidad» gay difícilmente podía desarrollarse, aunque hubiera, claro, prácticas homosexuales.

A medida que se desarrolla el capitalismo, la situación cambia. Las familias dejan de ser unidades de producción y consumo, en la medida en que la producción para la subsistencia es desplazada por el mercado. Más gente puede entonces abandonar la familia en la que nació y, por ejemplo, trasladarse a una ciudad y garantizarse la vida a través del salario. Cada uno deja de estar atado de manera directa y explícita a una autoridad personal como la paterna: ahora son las coacciones anónimas del mercado las que van a obligar a una mujer o un hombre a trabajar por un salario. Pero, justamente como los compulsionan mecanismos objetivos antes que autoridades personales, cada uno va a poder, en el marco de esas compulsiones objetivas, elegir una trayectoria de vida particular, contingente y diferente. Ahora, entonces, sí aparece el «espacio social» para que la práctica homosexual dé lugar a una identidad, sobre la base de la cual se van a poder plantear demandas sociales y políticas y se va a poder construir un «nuevo movimiento social» centrado en la militancia gay.

Lo anterior, claro, es complejo, porque por otra parte (aunque lamentablemente yo no sabía esto cuando escribí Marx de vuelta, y por eso el planteo del libro es parcialmente incorrecto) el capitalismo acarrea una forma específica de patriarcado. En efecto, el régimen de trabajo asalariado capitalista no es neutral desde el punto de vista de género, sino que es patriarcal, como han mostrado varias feministas de inspiración marxista (sigo en particular a Roswitha Scholz). El trabajo asalariado, en el capitalismo, es una actividad que se masculiniza: en un comienzo, se considera que el hombre trabaja por un sueldo (y por lo tanto goza de las libertades de ser un individuo libre en el mercado), mientras que la mujer se encarga de la reproducción y las actividades reproductivas (las tareas del hogar, el cuidado y reparación de las fuerzas de los cuerpos y la crianza de los niños, que garantizan la reproducción de la clase trabajadora). Así, el capitalismo es contradictorio: por una parte, desata un proceso por el que las personas se experimentan a sí mismas como contingentes, como personas capaces de elegir o construir su identidad de manera particular. Por otra parte, instituye una nueva norma patriarcal, que considera persona libre e igual ante todo al varón, relegando socialmente a la mujer y demandándole que se quede en el hogar y se ocupe de las actividades reproductivas.

En síntesis, el capitalismo es una forma de dominación de clase, pero que no se garantiza por lazos inmediatos de dependencia personal, sino a través de relaciones fetichistas, que cobran la forma de vínculos anónimos, abstractos y objetivos, que no aparecen como sociales. Con esa mutación histórica, aparecen nuevas posibilidades para las personas, como la posibilidad de, rotos los lazos con la autoridad o la tradición, construir una vida de manera contingente. Pero, al mismo tiempo, aparecen nuevas formas de dominación particular, como la dominación específicamente capitalista de los hombres sobre las mujeres, dominación que tiene que ver con la masculinización del trabajo asalariado y la femenización de las actividades reproductivas. El capitalismo, entonces, es un régimen social contradictorio también desde el punto de vista de la subjetividad o la identidad: pluraliza las formas de coexistencia, gestando nuevas posibilidades de independencia para las personas, pero a la vez constriñe doblemente la vida colectiva, tanto por el carácter fetichista de su dinámica, como por la emergencia de un patriarcado específicamente capitalista (y habría que decir lo mismo de fenómenos como el racismo, el colonialismo, cosa que falta desarrollar). Y todo eso, obviamente, articulado con la dominación de clase (que es parte constitutiva de esas mutaciones en las formas de mediación social).

Los movimientos sociales no son, de antemano, ni simplemente sistémicos, ni necesariamente anticapitalistas. Son posibilitados por el capital, en el sentido de que emergen con la modernidad y el nuevo nexo social no basado en relaciones de dependencia personal. Pero eso no significa que se limiten a reproducir la lógica capitalista. Podemos decir, en cambio, que los movimientos sociales están insertos en la dialéctica abierta de la sociedad moderna, en el filo entre algunas potencialidades liberadoras que emergieron con el capital como proceso civilizatorio, pero cuya realización podría ir más allá del capital mismo; y la persistencia de las diversas formas de dominación generadas por el capital. No es obligatorio que estos movimientos se politicen en sentido anticapitalista, pero pertenecen al mismo proceso histórico que gestó al capitalismo, a las clases modernas y su lucha. Para pensar hoy la articulación entre nuevos movimientos sociales y lucha de clases, me parece, los marxistas tenemos que partir de esta perspectiva centrada en la lógica social o en las mutaciones del nexo social que trajo el capital. Una vez que entendemos que el mismo proceso de creación del trabajo libre moderno, es el proceso de reorganización del nexo social en el que se gestan los movimientos sociales, se puede volver a plantear la pregunta por la composición de un sujeto revolucionario complejo (compuesto por la clase trabajadora y estos movimientos no definidos en términos de clase) para un proyecto emancipador socialista a la altura de nuestro tiempo.

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