Hay quienes sostienen que a los curas que abusan sexualmente de niños y niñas debe recluírseles en algún hospital para dementes. No pienso contradecirlos con alguna otra generalidad, pues supongo que en muchas ocasiones tendrán razón. Sin embargo, ¿por qué deberíamos pensar que un pederasta es siempre alguien «anormal»? Algunos prefieren echarle la culpa al […]
Hay quienes sostienen que a los curas que abusan sexualmente de niños y niñas debe recluírseles en algún hospital para dementes. No pienso contradecirlos con alguna otra generalidad, pues supongo que en muchas ocasiones tendrán razón. Sin embargo, ¿por qué deberíamos pensar que un pederasta es siempre alguien «anormal»?
Algunos prefieren echarle la culpa al celibato; incluso agregan, erróneamente a mi modo de ver, que tal condición es propia de anormales. Y aunque quieren verlos en la cárcel -que es donde deben estar los abusadores, sin duda-, terminan por rendirse a la hipótesis de la «enfermedad», insinuando que, si los curas se casaran y llevaran vidas «normales», no se dedicarían a perseguir muchachitos o muchachitas. Quizás no oyeron de los incontables casos de abusadores «felizmente casados».
Pero el problema más serio en este enfoque es que dejamos intacta la estructura social e institucional que permite que los abusos se den, sin considerar siquiera la manera como ocurren. ¿Cómo puede un ejército de tonsurados abusar de legiones de monaguillos e Hijas de María sin que nadie se entere? No se trata sólo de una pregunta incómoda, sino que es la clave de la cuestión. ¿Por qué los niños no contaron a nadie lo que les hacían? ¡No estamos hablando de un abusador sin rostro, sino del Padrecito de La Parroquia!
Hay una propuesta interesante sobre este asunto en un relato de Stephen King, en el que nos narra la vida de Sam Peebles y la terrible maldición que le sobrevino porque no devolvió a tiempo unos libros de la Biblioteca Pública. El encargado de «cobrar la multa», es decir, de hacerle trizas su vida y devorar su alma, no es otro que un «Policía de la Biblioteca» -que es el nombre de la historia-, diabólico personaje a todas luces imaginario, pero que es la clave de un secreto de aplastante realidad para Sam… Y para muchos otros niños como él.
¿Cómo podría un hombre temer al «Policía de la Biblioteca»? La respuesta, que ya habrán adivinado, es que todo hombre fue alguna vez niño y los temores de los niños se ocultan a veces tan profundamente que son difíciles de recordar, aunque sigan actuando sobre nuestras adultas vidas. Stephen King nos lleva entonces al pasado del viejo Sam: su terror al bibliotecario fantasmal tiene su origen en algo que le hizo un no menos siniestro personaje, cuando aún era un niño. Este otro «policía» no sólo violó al pequeño Sam -quien lloraba y sufría solo, de pie entre los arbustos de la Biblioteca-, sino que le convenció de que la violación la había propiciado él, pues en el fondo de su ruin corazoncito la deseaba y le gustaba.
Pronto comprendemos que el pequeño Sam no iría a contar a nadie lo sucedido, pues «él sabía» que era un niño malo, que no sólo había olvidado devolver los libros a tiempo, sino que escondía en su cabeza pensamientos sucios. ¿Qué podrían pensar su maestra o su papá sino que era un pecadorcillo mentiroso? Para Sam era evidente que los adultos le creerían al «policía» y no a él; incluso dirían que el horror sufrido era un merecido castigo por su maldad y que su miedo era la forma que adoptaba su alma perversa.
¿Nos extraña que un niño pueda albergar sentimientos de ese tipo? Sólo si cerramos los oídos al poder de una enseñanza capital en nuestra sociedad: los policías -y los maestros y los curas- son la autoridad, es decir, son «la gente buena». Y la gente buena no sólo procura el bien de los niños y niñas, sino que es incapaz de mentir, de engañar, de hacer daño. Súmenle a esto las frases que se usan para reprender a los niños cuando hacen travesuras («¡Niño malo!», «¡Niña sucia!»), o las sentencias del catecismo o la escuela dominical («Aquel que peca en su corazón ya es reo del infierno», etc.), y encontraremos terreno fértil para la impunidad y las estúpidas «vergüenzas» que la alimentan.
Nuestras más sagradas instituciones adolecen de un problema: lo que las hace funcionar contiene también el germen y posibilidad del abuso y la impunidad. Toda institución se basa en algún grado de confianza; si exiliamos la confianza de las iglesias, las escuelas e incluso de las familias, no tardarán en desaparecer, serán derribadas por la anomia o morirán anémicas. ¡Pero es precisamente el abuso de la confianza lo que provoca todas esas víctimas! Sus «maestros espirituales» les dijeron que se acercaran y lo hicieron; los horrorizaron con sus maltratos y los soportaron; les dijeron que callaran y obedecieron.
Los curas abusadores no están enfermos, hicieron las cosas con evidente premeditación: merecen ir a la cárcel y no a una casa de retiros. Ellos aprovecharon la privilegiada posición que ocupaban en el imaginario infantil y se convirtieron en el más sucio secreto de sus pequeños corazones. Por eso indigna que algunos defiendan los abusos de los curas argumentando que también los cometen los pastores «de otras iglesias», los maestros y los padres de familia. ¡Valiente alegato! Mejor deberían ponerse a investigar en serio el núcleo de nuestras instituciones más queridas -iglesia, escuela, familia-, ya que el problema no reside en unos cuantos locos, sino en el mismo material con que edificamos la sociedad.
Son totalmente legítimas las protestas por la inminente beatificación de quien fuera uno de los mayores encubridores de estas infames prácticas (Wojtyla), así como la denuncia y repudio de quienes siguen tolerándolas (Ratzinger). Pero la crítica se quedará corta si no se cuestionan también las prácticas institucionales que inculcan en niños y niñas la obediencia ciega, la vergüenza de sí mismos y la ingenuidad ante lo que les amenaza, haciéndolos incapaces de ir, contar y denunciar lo que ven, escuchan y sufren.
(*) El autor es académico salvadoreño y columnista del periódico digital ContraPunto
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.