Hasta que Carlos Marx intentó cambiar el uso de los conceptos económicos y sociales, y hasta él el mundo desconocía otras posibilidades, la historia de la humanidad ha estado sometida al yugo del mercantilismo y del libre mercado. Después del genio alemán y tras el resecamiento de las semillas donde en Europa germinaron sus ideas, […]
 Hasta que Carlos Marx intentó cambiar el uso de los conceptos  económicos y sociales, y hasta él el mundo desconocía otras  posibilidades, la historia de la humanidad ha estado sometida al yugo  del mercantilismo y del libre mercado. Después del genio alemán y tras  el resecamiento de las semillas donde en Europa germinaron sus ideas, el  mercado volvió a arreciar con más fuerza cada día hasta hoy. 
  
 Pero el mercado sigue siendo el mismo de siempre, un circo de  gladiadores de todos contra todos bajo la displicente mirada de los  dirigentes a su vez sometidos por sus muchos dueños. Las mayorías, las  minorías y los débiles dependen de los codiciosos, de los desaprensivos,  de los inescrúpulos, de los energúmenos. Una cosa es el pequeño  comercio, el comercio familiar, el mercader pertenecientes a las épocas  del mercantilismo y del mercadeo a secas, y otra muy distinta el  comercio sui generis de las grandes empresas y del sector especulativo  pertenecientes de lleno al mercado financiero. Todos sus dueños y  ejecutivos armados hasta los dientes, sabedores que cuentan con la  fuerza de ejércitos y policías que ellos mismos de un modo u otro eligen  y que están ahí para respaldarles. Los ordenamientos jurídicos, como  antes y siempre los decretos y los bandos y las leyes, están elaborados  por todos ellos a la medida de su interés y el de las grandes fortunas y  el de los rectores institucionales, si bien la política y los políticos  y los medios casi todos ellos afines encubren la materia verdadera de  sus intereses,… 
  
 Es un axioma que, como decía Anatole France, robar un panecillo es  un delito tanto para el rico como para el pobre. Esa es la historia no  sólo de las guerras entre naciones y hermanos. En los escasos periodos  de paz convencional, es la historia de la violencia moral que percute,  que induce, que provoca la otra, la sediciosa, la sublevación, la  cruenta, la bélica y nen último caso la revolución. Algunos grandes  escritores han descrito en su obra las terribles consecuencias en la  sociedad del mal llamado mercado libre.  Un mercado, por cierto, que  nunca ha sido libre, salvo en lo irrelevante. Pues a pesar de las  medidas coyunturales adoptadas para que los atropellos no sean excesivos  hasta el punto de estrangularlo, el implacable espíritu sin alma del  «mercado» termina cayendo con todo su peso sobre los desprevenidos y los  que aun prevenidos carecen de la fuerza necesaria para evitarlo. La  libre concurrencia es un eufemismo. La libre concurrencia está  intervenida por la listeza y la argucia, no por la inteligencia creadora  verdadera y al servicio de la colectividad. Las invocaciones al bien  común de leyes y constituciones forman parte del boato que acompaña a  todo lo que los que las escriben quieren cohonestar, es decir, legitimar  sabiendo de antemano que la injusticia está en la raíz y se contiene en  ellas mismas. 
  
 Pues bien, las corrientes ideológicas en materia económica de  estos últimos treinta años pasan no por una mayor racionalización  económica que equilibre producción y consumo para no propiciar el  despilfarro en tiempos de progresiva escasez, sino por la  intensificación de la vida social en la jungla. Todos los intentos que  se hacen para remediar los «desajustes» económicos, laborales y sociales  son en parte una pamema y en parte un instrumento de tortura. Las  «reformas» no sirven más que apretar más el torniquete que oprime a la  parte más débil de las sociedades. Y el neoliberalismo que viene  empujando desde los tiempos de la Dama de Hierro, no es más que una  resuelta medida para conducir a la sociedad de nuevo a condiciones  medievales de una variable de nueva esclavitud. En el control social  ejercido por ciertas infraestructuras, como religión, policías,  sindicatos, pan y circo, ya apenas se puede contar con la religión,  aunque en España siga teniendo un  protagonismo institucional  desmesurado. Las grandes masas de población le van aceleradamente dando  la espalda. Pero aún cuentan los dominadores,, y ello les basta, con la  fuerza bruta para aplastar todo conato de rebeldía, como lo prueban las  intervenciones del poder en las congregaciones tumulturaias. Las clases  sociales, cuya existencia se esfuerzan en negar las dominantes, han  cambiado de sitio y se han difuminado en la nomenclatura, pero están muy  definidas. Retazos de ellas se concentran en grandes porciones presas  de la mayor indignación cuyas armas de combate son todavía virtuales e  ineficaces frente a la firme decisión de los dirigentes domésticos y  mundiales de llevar hasta sus últimas consecuencias el neoliberalismo de  mercado ahora transmutado en financiero. Este descubrimiento es  relativamente reciente, y los políticos y aun los economistas no han  sido capaz de detectarlo hasta hace muy poco, encontrándose con que se  ha generado un aparato que son incapaces de controlar. Porque el mercado  no funciona con restricciones. Sólo funciona a su caer, con su impulso,  con sus veleidades y caprichos, con la fuerza de los depredadores sólo  vigilantes para mantener vivas a sus presas hasta su extrema consunción.  Y si al final las condiciones no son suficientemente ventajosas para  ellos, harán la guerra con cualquier pretexto… a cuyas trincheras  tampoco ellos van a ir. 
  
 Las ideas son más fuertes que los hombres. Pues mientras estos  desaparecen aquellas permanecen inmortales. Y son, pues, esas ideas, los  paradigmas y los conceptos económicos, sociales, laborales y culturales  lo que ha de cambiar drásticamente sin demora las clases desfavorecidas  y perdedora, para sobrevivir y para evitar su caída. El mercado, el  capitalismo, el consumo desaforado y el crecimiento han fracasado y van a  llevar al mundo a la hecatombe. El caso es que en España y en Europa  las ideas tanto de los políticos socialdemócratas como de los neocons  son prácticamente las mismas. Los detalles que les diferencia son  irrelevantes e insustanciales. Y así es porque se rinden, porque no  saben cómo dominar a los mercados, al mercado hoy financiero. Tan  poderoso es, que se ha convertido en un monstruo, creado por la economía  política pero tan irreductible como fatal. Çes inútil manotear. El  manoteo es el de quien encontrándose en la ciénaga cree que moviendo los  brazos no le hará hundirse más, Dicen que en economía no hay  apocalipsis, pero su fractura hoy día sí la traerá si no terminan  dominando las nuevas ideas que muchos les ofrecemos sobre las viejas.   
  
 Sólo hay una esperanza para evitar que la marmita estalle y esas  masas se apresten a la toma de los palacios de invierno. Y es la de que  estas mismas masas, ya que la irracional inteligencia de las clases  dominantes se reduce a la listeza y a la fuerza a secas; ya que estas  consideran que la cultura es muy cara y por eso promueven la ignorancia,  se den cuenta de que el agua es más fuerte que la piedra y algún día  pero pronto, terminarán por oradarla instalando en un sistema dirigido  por «los mejores», ausentes de la vida social desde la noche de los  tiempos… Estoy convencido de que tarde o temprano o se desencadena la  tercera y definitiva guerra mundial o se vuelve la mirada a los muchos  conceptos sociales y económicos de Marx para revisar a fondo la  política, la sociedad y el mercado…
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