«¿Por qué nos acecha la sensación creciente de que nada tiene sentido? ¿Por qué sentimos que el mundo se va a acabar?» Benjamín Labatut
No solo la ceguera sino también la locura eran provocadas por los dioses entre aquellos cuya perdición buscaban: la mitología griega abunda en ejemplos. Así, la ceguera del adivino Tiresias por haber visto desnuda a Palas Atenea o la locura inducida por Hera en Hércules, que asesinó a hijos y sobrinos. No es descabellado tomarlas -a la ceguera y la locura- como accionantes, en mayor o menor medida, a lo largo de la historia humana. Con una aclaración: hoy pueden ponerle fin. A la historia humana, me refiero.
Investigador de las causas de extinción de especies animales y vegetales, James Lovelock advirtió que si bien la vida en la Tierra no está en entredicho, lo que está en peligro es la civilización humana, dado que la Tierra la percibe como una amenaza. Pero la actual crisis civilizatoria no se limita a lo ambiental, abarca esta dimensión y también a la vida social, política y económica, todo ello interrelacionado, lo cual es importante destacar cuando se atiende a uno -o algunos- de sus aspectos, ignorando que solo considerándola en su integridad será posible arribar a auténticas soluciones. No tiene sentido, por ejemplo, pretender dar solución al cambio climático sin cambiar de raíz el actual modelo económico de producción, distribución y consumo (1). De aquí el fracaso o los muy modestos resultados de las acciones emprendidas en común o individualmente por numerosas naciones. Con meridiana claridad lo expresa Nancy Fraser: «la crisis democrática no es solo sectorial, sino una faceta de un conjunto de crisis más amplio que también abarca otras: ecológica, sociorreproductiva y económica. Enlazada de manera inextricable con esas otras, nuestra crisis democrática actual es un componente integral de la crisis general del capitalismo financiarizado. No es posible resolverla sin dirimir esa crisis general y por lo tanto, sin transformar por completo ese orden social» (en «Capitalismo caníbal»).
Porque escuchar tan a menudo expresiones como «estamos todos locos», «esto es una locura», «el mundo está loco», deberíamos hacernos reflexionar, antes de llegar a un punto de no retorno. El Doctor en Psicología Sebastián Plut resume el significado último de esas expresiones: «la horrorizada percepción de la autodestrucción de la que participamos por acción u omisión». También él se hace la pregunta que deberíamos inquietarnos a todos: «si el malestar en cultura surge de la exigencia de sofocar nuestra agresividad, ¿qué sucede cuando la cultura más bien la legitima y la expande? Y si hablamos del malestar en la cultura surge, inevitablemente, la figura de Sigmund Freud. Parece que no fue el optimismo uno de los rasgos de la personalidad de Freud. Y con razón: le tocó vivir el encumbramiento de la barbarie nazi. Era una mente lúcida, para él la felicidad -a propósito de la cual tantos filósofos reflexionaron- difícilmente podría integrar la lista de los posibles para el ser humano (por su sometimiento a las restricciones sociales, las fuerzas de la naturaleza, y su misma corporalidad). Fue él quien dejó bien establecido que la posibilidad de una vida en común descansa sobre erigir límites y barreras a la naturaleza agresiva del hombre, esto que llamamos «cultura».
En esta fase del capitalismo, legitimar y expandir la agresividad parece ser la consigna de muchos: el «principio de destrucción» está consagrado y el odio se convalida. Se trata de fenómenos que, como se señalaron arriba, deben ser abordados desde una perspectiva integrada. Éric Sadin y Byung-Chul Han, entre otros, proponen claves interpretativas convergentes. Afirma Éric Sadin que «el origen de la locura es cuando ya nadie cree en nada» y agrega :» cuando no hay un pacto común entre las personas, entonces llega el fin. Ese es el origen de la violencia y la locura «. Este planteo remite a lo que en otro filósofo, Byung-Chul Han, es una cuestión central: la crisis de la verdad, ese «mundo común» al que podríamos referirnos en nuestras acciones. Con las tecnologías de la información y la IA, la realidad, las verdades fácticas y el mismo impulso a la verdad pierden terreno. En una sociedad desintegrada en tribus, la palabra se divorció de la cosa: sin acuerdo por el cual las palabras remiten a las mismas cosas, el conflicto está asegurado (2). La verdad como producto del entendimiento y el consenso no se puede confundir con la información digital ni con la mera impresión subjetiva (“truthiness”): ausente la verdad, queda expedito el camino a la desintegración de la sociedad.
Ëric Sadin habla de un «punto común», Byung-Chul Han del «mundo común»: en ambos casos, lo común, la comunidad es en definitiva la que está amenazada o dañada, ese «punto de encuentro en donde todos se ponen de acuerdo para evitar el caos, la dispersión y la destrucción». La última cita se lee en la nota publicada bajo el título «La psicosis como estrategia política en la era Milei», donde el psicoanalista Antonio Gutiérrez asegura que la mentira y la locura han sido instrumentadas como método. La degradación de la palabra, la mentira, la ruptura con el acuerdo social que está en la base del hecho lingüístico señalado por Gutiérrez cuadran bien con el impulso de destrucción («Soy el que destruye el Estado desde adentro») y el odio de este presidente («la gente no odia lo suficiente a los periodistas»). Pero lo que cuenta no es la figura de Milei, sino el hecho de que a través de él se pone de manifiesto que, como afirma Gutiérrez, «las perversiones, la locura y la psicosis aparecen en estos momentos como consustanciales, armónicas y estructurales a la fase actual del discurso capitalista».
(1) El daño ambiental, en el ejemplo provisto por Benoit Bréville (Le monde diplomatique, «Otro proteccionismo es posible»): «(…) las gambas pescadas y precocinadas en el Mar del Norte, enviadas en camión a Marruecos para ser peladas, luego devueltas a los Países Bajos para su envasado, antes de ser vendidas en Alemania: trece días de la red al supermercado y 6.500 kilómetros recorridos».
(2) Éric Sadin: «Si una persona dice «vaso» y unos entienden una cosa y otros otra, entonces no podremos entendernos y la desconfianza seguirá en aumento»
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