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El miedo de existir o cómo televivir

Fuentes: La Jornada

«Es la vida.» Esta frase con que el presentador de RTP concluye a menudo el noticiero de la noche, sintetiza el ambiente mental en que vivimos. Dar el tono significa mucho más que sugerir o indicar una dirección de lectura. En realidad, constituye por sí solo toda una visión del mundo; y, más importante aún, […]

«Es la vida.» Esta frase con que el presentador de RTP concluye a menudo el noticiero de la noche, sintetiza el ambiente mental en que vivimos. Dar el tono significa mucho más que sugerir o indicar una dirección de lectura. En realidad, constituye por sí solo toda una visión del mundo; y, más importante aún, toda una visión de nosotros mismos, de nuestra vida en cuanto (tele) espectadores del mundo.

Después de asistir a las noticias sobre raptos, asesinatos, accidentes de aviación, muertos palestinos e israelitas, descubrimientos de cientos de víctimas talibanes asfixiados en contenedores en Afganistán, surge una noticia que, como una luz divina, redime todo el mal esparcido por la tierra: ¡nació un bebé panda en el zoológico de Pekín! El presentador sonríe largamente, guiña un ojo cómplice a los telespectadores. Después de las imágenes de futbol, concluye, al fin, con un tono de sabiduría: «¡Es la vida!»

Es la vida, pues. ¿Qué más quieren? Es la vida allá afuera, no hay nada que hacer, es así, vivan la suya con paz y serenidad, no hay nada que temer, es lejos donde todo sucede y mientras tanto, estoy aquí para mostrarles el mundo entero, vayan, vayan a sus ocupaciones que la vida continúa.

Con este tono destinado a tranquilizar los espíritus, el presentador nos envía varias imágenes precisas: 1) La vida es una mezcla del bien y del mal, el hombre es mitad bestia y mitad ángel, y esto constituye la esencia del mundo, que fue, es, y será siempre, de esa misma materia; 2) la frase impone una norma: es lo que se puede, y por tanto, se debe pensar que lo que acabamos de ver ocurre en todo el planeta. Norma metafísico-moral, o mejor, norma ligeramente contaminada de metafísica que así recoge y reúne en una sola, todo tipo de observaciones, reflexiones, pensamientos que las imágenes televisivas suscitaron. Es, pues, una norma para el pensamiento: nos dice cómo pensar el mundo: y de acuerdo a la manera de pensar nos pensamos a nosotros de cara al mundo, pero como si estuviésemos dentro de él, como parte integrante suya. Se crea una pequeña trascendencia, imperceptible pero indeleble, que constituye el efecto profundo del imperativo metafísico-moral: el telespectador es colocado dentro del mundo pero al mismo tiempo encima de él, como si lo viviese no viviéndolo.

Un tercer aspecto parece no menos importante: 3) la norma neutraliza todas las veleidades de un discurso que se desvíe de este correcto sentido que ella irrecusablemente revela. La norma impone límites imperceptibles (por interiorizados) al pensamiento y, ciertamente, a la acción. Todo lo que vivimos, la barbarie, el exceso, la crueldad más insoportable, son compensados, equilibrados por la sonrisa, y el notición del panda: es lo que nos dice el metadiscurso final (la frase) del presentador. O sea, aquello, los crímenes y la sangre, no es la vida todavía; sólo comienza a pertenecer a su esfera con el nacimiento del bebé panda.

Pero no sólo las imágenes pierden significado. También el discurso es sustraído de las últimas implicaciones de sentido que encierra. Cuando el discurso de Bush representaba una amenaza real de guerra contra Irak, nosotros no nos sentíamos implicados, «porque la vida es así», las palabras y las intenciones bélicas del presidente norteamericano cabían dentro del equilibrio general de la vida, según dicha norma. No habría guerra en Irak como no existen propiamente amenazas, hoy, de un futuro conflicto en Irán. Una especie de caricatura de armonía preestablecida regula así, noche tras noche en el noticiario televisivo, el curso de la historia, reubicando el fiel de la balanza en el justo medio, que selecciona sin duda la mejor parte, la más justa, aquella que es más mitad que la simple mitad.

No se trata, viéndolo bien, del curso de la historia: dado el cariz metafísico de la norma, las imágenes representan ante todo la esencia del mundo y no el movimiento de la historia, el cual se debate en un horizonte lejano. De donde se manifiesta apenas un latido leve de señales (sí, allá están los atentados palestinos… la expulsión de los hacendados blancos en Zimbabwe…).

Tanto más que su función designativa esconde sutilmente la carga preformativa que trae consigo. Enunciado preformativo ambiguo pues, por un lado, al cerrar el ritual, el presentador se excluye de la vida (las imágenes desaparecen, sólo él queda en escena); y por otro, se incluye en ella, más firmemente incluso de lo que se excluye. Sólo en aquel instante, en aquel tiempo mínimo en que se exhibe solitario profiriendo la frase, la Vida se reequilibra y gana la orientación del correcto sentido, la consistencia y la existencia reales que le son dadas por la connivencia impuesta al telespectador. Él se dirige directamente a nosotros insertándonos en esa Vida de la que él es un elemento, y el ejemplo más irrebatible, con su sonrisa competente y seductora, las palabras que nos entran por la cabeza para dar soporte al mundo… Él, el presentador, ahora despojado de imágenes, penetra súbitamente en el mundo real que es el nuestro, en nuestras casas frente a la televisión, y lo conecta con sutileza con el mundo de las imágenes, para dar forma a una nueva entidad: «la Vida», en que estamos todos.

A este nivel también (nivel del ritual de la comunicación de las noticias) se construye una neblina que nos envuelve y no nos deja distinguir con claridad lo real de lo irreal (llamemos así, provisionalmente, a lo que nos queda del estatuto de realidad de las imágenes del noticiario, después del tratamiento a que fueron sometidas y que acabamos de describir). Y, una vez más, la neblina es invisible, pues todo parece nítido, claro, con contornos bien definidos. En tanto, como vimos, basta preguntar por la función de aquella frase del presentador para verificar que ella segrega múltiples miríadas de confusión que no se ven, pero que le condicionan radicalmente el sentido. Como un inconsciente que se alojara en el seno de las representaciones más conscientes. Como una sombra blanca.

Una consecuencia mayor de la creación de neblina (o de lo irreal imperceptible) es el alejamiento de lo real presentado -incluso en directo- del presente del telespectador; que será contaminado de inmediato por ese régimen de irrealidad.

¿Dónde quedan Irak, Israel, la China de la televisión? Cuando ellos son noticia, de inmediato se envía a un reportero que nos habla en directo. Están, pues, a nuestro lado, aquí mismo, en tiempo real. Tal proximidad es solamente virtual: es un componente de la imagen, no de su valor, de su importancia o de su alcance para la existencia del telespectador. Ésas, por más en directo que vengan de China o de Zimbabwe, se sitúan de este lado de la imagen, en la vecindad real de los portugueses. Pero: si es verdad que el sentido final de las imágenes depende de todo aquel dispositivo discursivo y ritual que culmina con la frase última del presentador, entonces es desde el principio que ellas entran en el circuito propio de espacio y de tiempo que elimina completamente el presente real y el directo. O mejor, el directo no se opone a lo irreal que proviene de la distancia y del pasado, por el contrario, él provee la coartada necesaria para que las imágenes sean percibidas como parte del mundo, de la «vida».

¿Y cuál es el tiempo y el espacio de ese mundo, y de esas imágenes? Son imágenes de un cerca que está lejos, y de un próximo alejado en el tiempo. El directo nos ofrece un cerca-lejos de la realidad de las imágenes: aquel Zimbabwe de las imágenes instantáneas, inmediatas, se sitúa en África… pero el presente en directo de aquellos africanos huyendo no coexiste, no coincide con mi presente de aquí, sentado delante de la televisión. ¿Por qué? Porque nada de mi vida se liga a Zimbabwe.

En el fondo, los africanos (o los hacendados blancos), que se las arreglen solos. No hay paradoja, porque no hay consciencia de ello. No hay sobresalto del pensamiento. Todo se confunde, tal vez. ¿Pero no es así «la Vida»?

Recordemos que esta expresión viene de lejos, y de otra zona discursiva: así acostumbraba concluir sus comentarios y análisis António Guterres, el Primer Ministro socialista. Con una leve carga de resignación, se pretendía aseverar una vieja sabiduría cristiana: aceptemos los males del mundo, los sinsabores, todo lo que sucede contra nuestra voluntad, porque eso resulta de una lógica y de un poder que nos rebasa. Y ya que la lógica del tiempo histórico es imbatible, aprovechemos entonces para, en nuestra pequeña esfera, sacar pequeños beneficios individuales. El sentimiento de responsabilidad hacia la comunidad, hacia un país, parece haber desaparecido.

En política ese tipo de transferencia de las reglas morales de conducta hacia la esfera gubernamental puede ser extremadamente peligroso. La resignación lleva a la impotencia, la pasividad a la inercia y al inmovilismo: el gobierno de Guterres cayó porque no gobernó. El de Durâo Barroso no concluyó, por razones de conveniencia personal del Primer Ministro. El gobierno de Santana Lopes vive sólo de los pequeños (o grandes) gozos que el gobernar otorga.

* Extracto del capítulo.

Traducción de Luis Ramón Bustos


José Gil y la metafísica televisiva

Un sólido pensador, un filósofo maduro y riguroso como José Gil, no requiere de amplios exordios. Su obra, que abarca más de quince libros, ha sido ya reconocida en Portugal, Francia, Brasil y Estados Unidos. Nació el filósofo portugués en 1939, en Lourenço Marques, Mozambique. Hizo sus estudios secundarios en la capital mozambiqueña y después se trasladó a Lisboa para cursar matemáticas en la universidad. Fue en París donde concluyó la carrera de filosofía. Su trayectoria se vincula a Francia, donde obtuvo la maestría (con una tesis sobre la moral en la obra de Kant) y el doctorado, en 1988, con la tesis «Cuerpo, espacio y poder».

Entre sus maestros de la universidad francesa cabe destacar a Jean Wahl, Henry Gouhier, Gilles Deleuze y Jacques Derrida. Es decir, maestros que dieron gran relieve a la filosofía francesa de la segunda mitad del siglo xx. También se reconoce deudor de Espinosa, Husserl, Foucault y Barthes.

Como profesor se ha desempeñado en el Liceo de Pontoise y en la universidad de Vincennes, Francia; en la Universidad Nueva de Portugal, donde hoy es catedrático de estética y filosofía contemporánea. Con regularidad es catedrático en Francia, en el Colegio Internacional de Filosofía de París, y en Brasil, en la Universidad de Sâo Paulo. Algunos de sus textos más reconocidos son: Metamorfosis del cuerpo (1985), Fernando Pessoa o la metafísica de las sensaciones (1987), Salazar: la retórica de la invisibilidad (1995), La profundidad y la superficie (2003).

Más allá de un brillante currículo y de que se le considera como el más importante filósofo portugués vivo, está el interés del lector poco avezado en filosofía hacia una obra que tiene profundidad, sutileza, y al mismo tiempo claridad. Filósofo ante todo, pero también un crítico que no desdeña las posibilidades de comunicación amplia del pensamiento, un crítico lúcido y penetrante de la globalización mundial. En su último ensayo publicado, «Portugal, hoy. El miedo de existir» (2004), nos revela la cara oculta de la cotidianidad de su país y, de paso, la del mundo actual. El capítulo al que acompañan estas líneas es muestra fehaciente de su labor como crítico de la sociedad contemporánea; y en él, coincidentemente, hallamos un vivo reflejo de nuestro propio país, de nuestros propios miedos de existir. En este planeta globalizado y tristemente uniforme, las realidades sociales se asemejan y se vuelven una cárcel única. José Gil lo sabe bien, y lo sustenta con rigor filosófico.

Luis Ramón Bustos