«La basura resplandece cuando el sol puede brillar». Goethe, Máximas y reflexiones. En la actualidad del mundo regido por el capital, algunos consideran que vivimos en plena era cibernética, con el predominio de la ciencia y la tecnología, en la sociedad informática, pos-industrial, pos-moderna, de monumental producción de mercancías, que alcanzamos el apogeo glorioso […]
«La basura resplandece cuando el sol puede brillar». Goethe, Máximas y reflexiones.
En la actualidad del mundo regido por el capital, algunos consideran que vivimos en plena era cibernética, con el predominio de la ciencia y la tecnología, en la sociedad informática, pos-industrial, pos-moderna, de monumental producción de mercancías, que alcanzamos el apogeo glorioso de un mundo «sin desigualdades», «sin clases sociales», «sin trabajo», de un mundo en definitiva que anuncia -con fondo de trompetas- la «superfluidad de la ideología y de lucha de clases». Ante mundo tan promisorio, tan sintonizado con el sueño iluminista del progreso civilizatorio, causa extrañeza que pueda haber algún antagonista contra tanta «maravilla» junta y, más aún, que ese antagonista sea en muchos casos particularmente amenazador precisamente por plantear la contradicción más primitiva: la expropiación del expropiador por medio de nuevas formas de ocupación de la tierra. Es como si el capital, en el punto más alto de su evolución, con todas las contradicciones que eso implica, evocase su punto de partida. De un modo, sin embargo, significativamente modificado por la historia.[1]
Me refiero a la actualidad de la lucha por la tierra, de la lucha por la reforma agraria, que aún hoy constituye no solamente una de las más apremiantes necesidades sociales de Brasil, sino también y principalmente, su más antigua deuda histórica. Con un significado despreciado por la cultura de los reaccionarios de todo tipo y pelaje, esclavócratas de hecho y de alma, desde sus primeras manifestaciones en las insurrecciones del Imperio y las experiencias de Canudos y Contestado la lucha por la tierra ha sido una marca indeleble de nuestra especificidad histórica, de nuestra expresión colonial, de nuestro desarrollo periférico. Por eso mismo, la reforma agraria ha sido considerada a lo largo de los últimos dos siglos, el principal tema de lucha de los «enemigos internos», enemigos contra los cuales se justificó el uso de una violencia siempre desmedida, tanto sea por el aparato militar del Estado como por las incontables milicias paramilitares organizadas en todo el territorio brasileño. Más recientemente, y a pesar de todo el progreso, la historia reprodujo y en grado aún mayor el tradicional encarnizamiento en el tratamiento de la cuestión. Sin embargo, desde 1964, con la promulgación del Estatuto de la Tierra por el recién auto-impuesto gobierno Castelo Branco, el Estado comenzó a asumir la función de promoverla, tratando obviamente de quitarle su contenido político-ideológico. El costo altísimo de la truculenta y decidida acción de la dictadura consistió en el desmantelamiento de los grandes movimientos de masas, representados principalmente por las Ligas Campesinas y por la acción del PCB [Partido Comunista de Brasil] en los sindicatos rurales, las ULTAB’S [Unión de los Trabajadores Agrícolas de Brasil]. Las consecuencias, como registra nuestra historia más reciente, fueron ciertamente muy dolorosas, pero no definitivas. A pesar de la violencia contra las organizaciones populares, los militares no sólo no consiguieron erradicar sino que, de hecho, ampliaron la gravedad de los problemas y la potencialidad contenida en el llamado a la Reforma Agraria.
Los mismos procedimientos fueron seguidos por los sucesivos gobiernos civiles, de manera que la cuestión trasciende, y con mucho, el carácter autoritario o democrático del Estado, distinción que además tiene en Brasil fronteras imprecisas. La gravedad del asunto tiene raíces en una elite cuya concepción de enriquecimiento inmediato y en muchos casos parasitario, està regida fundamentalmente por la renta especulativa de la tierra. Y más recientemente, esa práctica lejos de extinguirse, comparte la escena -según un antiguo truco prusiano- con la «racionalidad» altamente lucrativa del agro-negocio. Así, en la balanza del Estado el fiel sigue y seguirá inclinado, independientemente de su fachada -truculenta, yuppie, ilustrada o conservadora-, hacia las necesidades contingentes del capital. En el caso brasileño, el espacio del latifundio y las viejas prácticas de exterminio está garantizado, en la medida que cuenta con un Estado absolutamente condescendiente y sin aspiraciónes que vayan más allá del apego a las expresiones meramente retóricas y los paliativos morales. Lo prueba el chocante cinismo con que se trata la cuestión.
Sobre esto dice Plinio de Arruda Sampaio: El gobierno federal creó, años atrás, un «kit» de disposiciones para manejar las crisis provocadas por las masacres de ocupantes, sin tierra, seringueiros e indígenas -que ocurren con frecuencia en el país profundo. El «kit masacre» incluye: declaraciones indignadas del Presidente y sus ministros, presencia de los ministros del área en el lugar de los incidentes (de ser posible asistiendo al entierro); promesa de castigo «implacable» a los criminales con encarcelamiento de tres o cuatro sospechosos (luego liberados por falta de pruebas); y el anuncio de «pseudo-hechos» destinados a dar ante la opinión pública la impresión de que el gobierno está actuando enérgicamente. La vida media de un «kit masacre» es de 15 a 20 días. Después de eso, el tema sale de las nobles páginas de los grandes diarios y, consecuentemente, el «kit» se guarda en el cajón hasta la siguiente masacre. El gobierno Lula heredó esa metodología y la está aplicando a fondo.[2] Otra prueba es que hoy Brasil ostenta uno de los más altos índices de concentración y desperdicio de tierras en el planeta. Lo demuestran los datos: sumadas 35.083 propiedades, el 1% del total de los inmuebles catastrados, los latifundios ocupan 153 millones de hectáreas, casi la mitad del área de todas las propiedades rurales sumadas. Y más insensato aún es que esas pocas propiedades tienen un número mucho menor de dueños. Además, sólo se cultiva 14% del área cultivable, el 48% se destina a la crianza de ganado y lo que sobra se encuentra en absoluto estado de ociosidad. Datos de 1997 revelan que 4,5 millones de agricultores familiares, dueños de la cuarta parte de las tierras utilizadas para la agricultura, garantizan el sustento directo de 18 millones de personas, o sea casi el 12% de la población del país. Sin recursos ni tecnología, un buen número de pequeños productores rurales sobrevive en una economía de subsistencia, recogiendo poco más que lo necesario para que la familia no muera de inanición.
MST: una alternativa confrontativa
Para marcar un contrapunto, hacer visible y desafiar la tragedia de la desigualdad brasilera, nació en el año 1982 en Ronda Alta, Río Grande do Sul, lo que podría llamarse «embrión» del Movimiento de los trabajadores Sin Tierra (MST). Pero es en 1984 cuando surge no sólo una de las mayores y más disciplinadas organizaciones de Brasil, sino también la más ofensiva. En función de las acciones de su militancia, la lucha por la reforma agraria parecía finalmente imponer una forma de tratamiento muy diferente a la acostumbrada testarudez paternal y caritativa del Estado. En consonancia con un proyecto basado en el crecimiento económico y la distribución de la riqueza, despertaron temor y respeto por el planeamiento milimétrico de sucesivas ocupaciones de áreas improductivas, así como los asentamientos organizados. Se combinan acciones de naturaleza pragmática con una resocialización inspirada en los idearios zapatista y bolivariano, con fuerte influencia de la Teología de la Liberación.
No es sorprendente que desde el inicio el MST fuera tratado como un «caso de policía»; sin embargo, el espacio que en poco tiempo ocupó en el escenario nacional, desencadenando una serie de reacciones y confrontaciones, logró dividir a la opinión pública y presentar un horizonte imprevisto. En el plano legal, dividió al Congreso, en donde dos bancadas «ruralistas» se afirman defendiendo polos opuestos. Al mismo tiempo, la represión viene siendo reforzada por la violencia de tropas formadas y financiadas por los grandes propietarios y sus organizaciones, algunas descaradamente fascistas. Juntos, Estado y capitalistas privados continúan generando los hechos más sanguinarios de la historia brasileña: asesinatos recurrentes -aislados o en masa- de trabajadores sin tierra en ejercicio legítimo de sus reivindicaciones y de aquellos que aceptaron el desafío de defenderlos.[3]
Hasta ahora, ninguna medida de castigo o intimidatoria fue capaz de enfriar los ánimos de su militancia, dispuesta a continuar y perfeccionar los métodos de lucha. Así, la reforma agraria ganó con la osadía rebelde de las elecciones del MST su más concreta y oportuna expresión. Reforzando el compromiso político-ideológico que la causa requiere, muestra al país y al mundo que pueden existir puntos de partida alternativos para una efectiva transición socialista.
Esta es una opinión que, sin embargo, está lejos de ser unánime, incluso porque es muy difícil hacer afirmaciones categóricas con respecto a algo que está aún en pleno proceso de definición histórica. Sin embargo, más difícil es acordar con algunos de los más prestigiosos estudiosos del tema en Brasil, como es el caso de José de Souza Martins, quien se ha lanzado en una verdadera cruzada contra el MST. Recientemente, este reconocido profesor, interrogado sobre la autonomía político-partidaria del movimiento con respecto al Partido de los Trabajadores, respondió que «no» y agregó que lo considera una manifestación típica de países en los que poblaciones retardatarias de la historia emergen en las brechas del sistema político y presentan, de forma ritualmente tradicionalista, sus demandas sociales aparentemente extemporáneas. Estamos enfrentados a la realidad política de poblaciones que intentan saldar cuentas con la historia. [4] Efectivamente, es un ajuste de cuentas, que me parece por lo demás muy justo. Pero debo expresar mi desacuerdo con su concepción histórica. En primer lugar, no hay ningún indicio de que los militantes del MST y demás movimientos sociales brasileños sean fruto del atraso al que se refiere el profesor. En su inmensa mayoría, son individuos surgidos con el trágico y muy actual desempleo estructural, fenómeno contemporáneo, tanto en Brasil como en todo el mundo regido por el capital, incluso en el centro desde donde se irradian las más profundas contradicciones.
En segundo lugar, si la lucha por la tierra es antigua, de ninguna manera es extemporánea; su actualidad se encuentra en su fuerte desafío crítico e ideológico que, resistiendo al tiempo y a las descalificaciones, aún representa una poderosa fuerza de captación de masas alcanzadas no por el progreso o por el éxito del sistema de capital, sino por su fracaso en mantenerlas («aunque sea») con el trabajo alienado, fetichizado.
Para ilustrar lo dicho es significativo el ejemplo de la Marcha nacional por la reforma agraria, «fruto de la solidaridad nacional e internacional», que el 2 de mayo del 2005 partió de Goiania hacia Brasilia para «protestar y llamar la atención de la sociedad brasileña ante la grave situación de pobreza y desigualdad en el campo». Durante 17 días, 12.000 trabajadores, mujeres, hombres, viejos y niños de los 23 estados del país recorrieron a pie los 200 Km. que separan las dos ciudades para representar a las 200.000 familias acampadas y a las 350.000 familias asentadas, y representar incluso, como lo afirmaba la convocatoria a los desempleados, los pequeños agricultores, las mujeres campesinas, la juventud, los estudiantes, los profesores, los indígenas, los movimientos sociales y todos aquellos que claman por transformaciones y exigen cambios para mejorar la vida del pueblo brasileño.
El episodio llama la atención, entre otros aspectos: 1º) por la multiplicidad -positivamente diluida- de las categorías profesionales de trabajadores implicados en la marcha; 2º) por la centralidad de la lucha por la reforma agraria en cuanto elemento aglutinador del descontento y de las necesidades más inmediatas de la clase trabajadora brasileña; 3º) por la capacidad del MST de reunir organizadamente a todos los organismos sociales, sindicales y político-partidarios allí representados; 4º) por trascender el carácter campesino del movimiento, dado el evidente carácter clasista del abarcativo pliego de reivindicaciones entregado al presidente Luiz Inácio da Silva.
Esa amplia movilización liderada por el Movimiento de los trabajadores Sin Tierra constituye una buena base para el debate sobre el papel de los movimientos sociales de masa en la actualidad de la transición socialista. Y es bueno comenzar por recordar que el contexto de lucha más inmediata no corresponde precisamente a un mundo de armonías abstractas, sino a lo concreto de una actualidad profundamente problemática en lo que hace al funcionamiento del sistema socio-metabólico del capital.
Estamos ante el auge de una crisis estructural iniciada ya en la década de 1970, crisis que tira por tierra el más mínimo optimismo sobre los beneficios de la modernización, y menos aún a su supuesta universalización hacia las áreas no desarrolladas del planeta. Más aún, si el actual patrón de acumulación y consumo se mantuviese, no habría manera de vislumbrar ningún horizonte para la humanidad. Esa es la razón por la cual
[…] dada la forma en que se ha concretado -y continúa imponiéndose- la aberrante tendencia globalizadora del capital, sería suicida concebir la destructiva realidad del capital como la presuposición del tan necesario nuevo modo de reproducir las condiciones sustentables de existencia humana. Como se plantean hoy las cosas, no puede ser tarea del capital la «expansión del círculo del consumo», en beneficio de los «individuos sociales ricos» de que hablaba Marx, sino sólo expandir su propia reproducción ampliada a cualquier costo. Y puede ser asegurado esto último, de momento, mediante varias formas de destrucción.[5]
Esto significa que estamos ante un cuadro que plantea al MST el desafío (trans-histórico) de enfrentar los crónicos problemas del prusianismo brasileño -entre los cuales se destaca la fuerte concentración de la propiedad de la tierra (hábilmente transformada por el capital en la mina de oro del agro-negocio) y lidiar directamente con algunos de sus más graves síntomas actuales, que se personifican en su misma militancia alcanzada por el desempleo estructural. En esa medida, es posible que el MST, así como otros muchos movimientos sociales que estallan en América latina, vengar a saldar viejas deudas específicas de la constitución del capitalismo en este rincón del mundo, al mismo tiempo que tratan de responder a sus contradicciones más contemporáneas. El desafío está en la predisposición y en las condiciones potenciales para superarlas radicalmente.
Notas:
[1] En este sentido se considera que «la historia es un proceso irreversible; por eso, parece obvio tomar como punto de partida, en la investigación sobre la historia, esa irreversibilidad del tiempo». Georg Lukács, «Os principios ontológicos fundamentales de Marx», en Ontologia do ser social. San Pablo, Editora de Ciencias Humanas, 1979, pág. 77.
[2] Folha de Sao Paulo, 23 de febrero de 2005.
[3] No es admisible olvidar, entre otros repugnantes ejemplos, la tragedia de Eldorado de Carajás, los asesinatos de Chico Mendes, de Dorothy Stang…
[4] Folha de Sao Paulo, 21-4-2005.
[5] István Mészáros, El Siglo XXI ¿socialismo o barbarie? Buenos Aires, Ediciones Herramienta, 2007, pág. 17.
*Maria Orlanda Pinassi es Socióloga brasileña, es integrante del consejo de redacción de Margem Esquerda, donde se publicó la versión original de este trabajo, presentado en el Tercer Coloquio Internacional Teoría Crítica y Marxismo Occidental, Buenos Aires, del 5 al 9 de noviembre de 2007.