Si existe una palabra que condensa la mayoría de comentarios aparecidos en los grandes medios de comunicación desde que comenzó la actual ola de protestas en el mundo árabe, esta es, sin duda, «sorpresa». Editorialistas, columnistas, analistas, todos parecían compartir la misma perplejidad ante una rebelión árabe que parecía surgir misteriosa y catárticamente de las […]
Si existe una palabra que condensa la mayoría de comentarios aparecidos en los grandes medios de comunicación desde que comenzó la actual ola de protestas en el mundo árabe, esta es, sin duda, «sorpresa». Editorialistas, columnistas, analistas, todos parecían compartir la misma perplejidad ante una rebelión árabe que parecía surgir misteriosa y catárticamente de las llamas provocadas por la inmolación de Mohamed Bouazizi, el joven diplomado en informática que se roció con gasolina y se prendió fuego después de que la policía le arrebatara su puesto de verduras del que malvivía en Sidi Bouziz.
En realidad, resulta comprensible el desconcierto generalizado. Los últimos acontecimientos no solo han pillado a contrapié a la mayoría de «expertos» comunicadores, sino que, además, los ha dejado sin relato, sin discurso. No en vano, el imaginario que Occidente ha proyectado sobre el mundo árabe, desde los albores mismos de la aventura colonial en el siglo XIX, es el de una sociedad atrasada, inmovilista. Esta visión, modificada tímidamente durante los procesos de descolonización de los años 50 y 60, tomó renovados ímpetus a finales de los 80 cuando el derrumbe de la URSS fue seguido por la construcción de un metafórico enemigo global encarnado en una abstracta, confusa y, muy a menudo, estrambótica naturaleza «árabe»/ «musulmana», que unificaba sin rubor realidades tan distintas, distantes y complejas como el movimiento talibán afgano, el régimen iraní, el laicismo autoritario de Sadam Hussein, Al Qaeda, o hasta la controvertida piratería somalí. Un proceso de construcción mental que, sin duda, tuvo su momento más álgido con el atentado de la Torres Gemelas de Nueva York, pero que contó con numerosos episodios no menos trágicos y sangrientos como las dos guerras del Golfo o el conflicto en Afganistán.
De acuerdo con este guión, el mundo árabe quedaba reducido al fanatismo atávico de unas masas de hombres barbudos y atrasados, en los que era imposible hallar el menor vínculo con la modernidad. De hecho, no solo se presenta a estos pueblos como «inmovilistas», sino que además se les «presiente» casi como genéticamente «involucionistas». Así, el único cambio que podía esperarse en estas sociedades era, pues, hacia atrás, una especie de regreso a un feudalismo mental, simbolizado en la imagen de ese opresivo burka que tantos argumentos dio en su día para justificar la aventura militar en la región, pese a que la briosa presencia de los marines y de nuestros legionarios nada haya servido para impedir que siga cubriendo los cuerpos de las mujeres pastum.
Pero de repente, todo ese imaginario salta por los aires por una revuelta popular que arranca en Túnez y se extiende poco después a Egipto y otros países, no al grito esperado de «Ala akbhar», sino reclamando libertad, democracia y justicia social. Renacía así un panarabismo que huía de rituales y gastadas consignas de apoyo a la causa palestina, tan recurrentes entre regímenes caducos que mantenían en la opresión y la miseria a sus ciudadanos. Por el contrario este neopanarabismo se reclama pragmático, no en el sentido de abrazar la renuncia utilitarista, sino en la reivindicación de una solidaridad árabe basada en satisfacer los anhelos reales de los pueblos.
La muerte de Bouazizi fue el detonante. Pero el terreno llevaba tiempo germinando. Porque esta rebelión que, por el momento, ya se ha llevado por delante a Zine El Abidine Ben Ali y Hosni Mubarak, dista mucho de haber surgido de la nada. Por el contrario, hunde sus raíces en una doble exclusión, social y política, que se ha ido consolidando a lo largo de la historia reciente del mundo árabe y cuyo futuro aparece ahora cuestionado por las propias poblaciones que la han estado sufriendo.
No es este el lugar para hacer un repaso de la última centuria en el Magreb y el Machrek que, junto con el valle del Nilo, conforman las grandes regiones que delimitan el universo árabe. Pero sí podemos lanzar algunos datos que al menos nos ayuden a retener una foto fija sobre las características de estas sociedades. En este sentido, hay un primer elemento a retener: la juventud. Estamos ante sociedades mayoritariamente jóvenes, muy jóvenes. En Túnez, por ejemplo, el 26% de la población tiene menos de 15 años; en Egipto ese porcentaje se eleva hasta el 34%; en Yemen la cifra se eleva hasta el 46%. Para comprender lo que esto significa sólo tenemos que pensar que en España el porcentaje se sitúa en el 14%. Además, nos encontramos con una población que ha mejorado sus niveles de formación respecto a las generaciones que les han precedido. Así, en Egipto el nivel de alfabetización entre la población mayor de 15 años se sitúa según las últimas estadísticas en el 63%. Pero si acotamos a la población con edades comprendidas entre los 15 y los 24 años, vemos como el nivel se eleva hasta el 85%. Y si bien es cierto que en algunos países como Marruecos este nivel retrocede hasta el 67%, en otros como Argelia se eleva hasta el 92%, el 97% en Túnez e, incluso, el 99% en Jordania.
Jóvenes, relativamente preparados, pero sin futuro. Pese a disponer de una relativa prosperidad que le convierte en uno de los países magrebíes con mayor clase media, en Tunez cerca del 7% de la población vive con menos de dos dólares diarios. En el caso de Egipto, el porcentaje se dispara hasta la mitad de su población, Yemen se encuentra entre los países más pobres del mundo. A ello se añade unas altas tasas de desempleo que se sitúa en el caso egipcio se sitúa en el 9%, en el 14% entre los tunecinos o por encima del 20% entre la población Mauritana. Porcentajes que pueden resultar engañosos si los comparamos con la situación española donde las cifras altas de desocupación encuentran el cuestionado colchón de las coberturas sociales tanto del Estado como de la familia. En el caso de las poblaciones árabes, la primera es inexistente, mientras que la segunda se encuentra muy mermada por una realidad marcada por la economía irregular, asentada sobre la precariedad más absoluta.
Esta situación incrementa la vulnerabilidad de las sociedades a los efectos de las crisis, como la que estamos viviendo. Y especialmente la vinculada al espectacular incremento del precio de los alimentos que se viene registrando en los últimos años por la confluencia de una variedad de causas: desde el incremento de la demanda de países emergentes como China o India, a la acción de los firmas especulativas que han visto en la actual coyuntura como el mercado alimentario es tan atractivo desde el punto de vista de la obtención de dividendos, como había sido hasta ahora el sector del ladrillo. La conclusión ha sido un alza de los precios que se ha mantenido constante desde 2008 y que, pese a algunas moderaciones en las tendencias, todo indica que se mantendrá al menos hasta 2015. Sólo en 2010 se acumuló un encarecimiento de los productos alimentarios del 30%.
En este contexto, y ante la falta de perspectivas en el interior, hace tiempo que la emigración se ha convertido en la única válvula de escape para estas poblaciones, como estamos comprobando estos últimos días con las oleadas de inmigrantes tunecinos que intentan llegar a la costa italiana. La experiencia es generalizada. Se estima que unos 6 millones de egipcios viven fuera del país, especialmente en la región del Golfo. Sólo en Arabia Saudí residen un millón de egipcios. En 2008, los tunecinos residentes en el extranjero enviaron al país remesas de divisas por valor de 1.233 millones de euros, lo que representó la cuarta fuente de ingresos nacional y una inyección dineraria clave para la supervivencia de las familias. Sin duda, el incremento del desempleo por los efectos de la crisis ha limitado esa capacidad de recibir remesas en un momento en que, además, los repuntes de la inflación, especialmente en productos básicos y alimenticios, como ya hemos señalado, hace más difícil el día a día a los ciudadanos.
Paradójicamente, esta exclusión social se producen en un contexto de crecimiento económico, con unos resultados que son avalados y alabados por instituciones como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial. Las estimaciones de crecimiento del PIB por el FMI eran del 5% para 2010 en los países del Magreb y del 5,4% para el Machrek; en Egipto las expectativas de crecimiento para este año llegaban incluso al 5,5%. Pensemos que las estimaciones para España se sitúan este año en el 0,7% y la proyección para 2015 es del 2%. Nos encontramos pues ante un panorama de crecimiento de la riqueza. En consecuencia, la clave vuelve a estar no en cuánto se crece, sino en cómo se reparte. E, incluso, podríamos introducir otro elemento que desempeña una función clave a la hora de interpretar lo que está ocurriendo en el mundo árabe: cómo se accede al reparto de esta riqueza. Y este punto nos permite enlazar y fusionar esa doble exclusión que señalaba al principio como una de las características de la región. Porque en gran medida es la vinculación al régimen la que determina ese acceso a la riqueza. En este sentido, la corrupción se convierte en estos Estados en una pieza fundamental de la vertebración y la apropiación de la riqueza. Esto se da, sin duda, en los niveles inferiores, donde la corruptela funcionarial se convierte en una práctica habitual. Pero será en la cúspide donde adquiera ese carácter estructural al hacer indiferenciables el domino político y económico. La jerarquía política y militar será a su vez la élite económica.
El caso de Túnez en paradigmático. El entorno familiar de Ben Alí y su esposa Leila Trabelsi controlaba de facto todo el entramado económico del país. La revista Forbes estimaba su riqueza personal en unos 5.000 millones de euros, mientras que en Egipto la fiscalía está investigando en la actualidad la riqueza de Mubarak, su mujer e hijos que algunas fuentes llegan a cuantificar en los 50.000 millones de euros. En cualquier caso, con independencia de la espectacularidad de estas cifras, lo más destacado es cómo el aparato del Estado, y aquí hay que incluir tanto a las cúpulas militares como civiles, se convierte en la llave de acceso y apropiación de la riqueza.
Y acceder a ella se convierte en una opción prácticamente imposible. En este sentido, destaca el blindaje político del régimen, que a su vez se convierte en un blindaje económico. No se dejará la menor fisura. En las elecciones de octubre de 2009 logra su quinto mandato tras llevarse el 84,9%, una cifra, por cierto, tremendamente generosa si se tiene en cuenta que en las anteriores consultas había logrado porcentajes del 95%. El único candidato independiente que participó en la consulta, Ahmed Brahim, de la Iniciativa Nacional para la Democracia y el Progreso, tuvo que conformarse con un 1,5% de los votos. En esa misma consulta, el partido presidencial Unión Constitucional Democrática logró el 75% de la Cámara, dejando el resto a «partidos clientelistas». La auténtica oposición, representada por el Partido Democrático Progresista y el Foro Democrático para el Trabajo y las Libertades, se quedaba sin representación. Tampoco en Egipto había espacio para las sorpresas. En las últimas elecciones legislativas el Partido Nacional Democrático de Mubarak se hacía con 424 de los 508 escaños del parlamento, unos resultados que provocaron disturbios y enfrentamientos durante varios días en distintos puntos del país. Por cierto, los partidos de ambos presidentes, eran miembros de la Internacional Socialista.
Este blindaje político impedía encauzar un descontento político que finalmente acabó estallando en las revueltas tunecinas y egipcias. Pero también dificultaba y trababa las posibilidades de promoción social de unos sectores de las clases medias, universitarios en buena medida, cansados de ver como sus aspiraciones de ascenso y progreso chocaban contra el muro infranqueable de la corrupción y las familias del régimen. Eso explicará el respaldo de estos sectores a las movilizaciones populares y el carácter interclasista y multitudinario que alcanzó la protesta en los momentos más álgidos, previos a la caída de Ben Alí primero y Mubarak después.
Ahora bien, el hermetismo del régimen y su implacable control social asentado sobre unas temibles estructuras policiales omnipresentes, e incluso más poderosas que el propio ejército, no significa que durante todos estos años las sociedades tunecinas y egipcias hayan estado calladas. En este sentido, la oposición popular, la resistencia obrera, desempeñó un papel determinante en la creación de una experiencia de resistencia que en gran medida eclosionará en los últimos meses hasta hacer tambalearse a los regímenes. Los datos de la OIT, aunque posiblemente limitados, son significativos para Túnez. Entre 1999 y 2007, el número de trabajadores implicados en huelgas se triplicó, pasando de 31.989 a 98.210. Un crecimiento destacado que se verá cualitativamente superado un año más tarde con la revuelta protagonizada por la región minera de Gafsa. Trabajadores y estudiantes se unirán en una lucha contra el desempleo y el elevado coste de la vida, duramente reprimida por el Estado y que se saldará con varios muertos y decenas de detenido, tras varios semanas de protestas. Se irá constituyendo así una base de sindicalistas independientes que irán abriendo un hueco en la semioficialista Unión General de Trabajadores Tunecinos, que explicará el papel desempeñado por el sindicato en la revuelta de las pasadas semanas.
Egiptó también ha visto recuperarse en los últimos años un movimiento obrero con una historia especialmente vigorosa, pero que quedó gravemente debilitado tras la dura represión de la oleada huelguista desatada entre 1984 y 1994, donde se recurrió incluso al ejército. Sin embargo, a partir de 2004 la combatividad obrera se reactiva al calor de las protestas de las empresas textiles del Nilo y, especialmente, en la ciudad de Mahalla, principal centro laboral de Oriente Medio. Las huelgas comenzarán como conflictos laborales que irán ampliando sus críticas conforme se vinculan a más sectores populares. En este proceso se irán constituyendo sindicatos libres como la Liga de Trabajadores Textiles. Esta ebullición social está reflejada también en las cifras: en 2006 se produjeron 227 huelgas en todo el país, un año más tarde la cifra se elevaba a 580. En abril de 2008 los sindicatos convocarán una huelga general contra el alza de los precios, una acción que no se producía desde los años 40. En apoyo de aquella movilización surgirá el Movimiento 6 de Abril que articuló a través de internet el apoyo a los trabajadores.
Ahora bien, repasando todos estos episodios la pregunta que surge es ¿por qué los regímenes se han derrumbado ahora y no hace dos años? ¿Por qué la represión no ha podido en esta ocasión aplacar las protestas? A mi juicio, el elemento diferenciador tiene que ver con la división abierta en el seno de la clase dirigente tunecina y egipcia, por la lucha interna de poder que ha sido percibida por las clases populares y medias como el momento idóneo para cuestionar los cimientos del sistema. Eso explica lo multitudinario de las protestas. La gente pensó que esta vez sí había una oportunidad. Y acertó.
Esa división de la cúpula del sistema respondía lógicamente a la pugna interna por ocupar posiciones ante los cambios sucesorios que se avecinaban tanto en Túnez, como en Egipto. En Túnez, Ben Alí tenía 74 años, y su salud podría estar resentida, incluso hay rumores que en la actualidad se encuentra ingresado con identidad falsa, en algún hospital de Arabia Saudí tras haber sufrido un derrame cerebral. En cualquier caso, todos coinciden en señalar que las pasadas elecciones de 2009 el centro del interés no estaba en los resultados, que resultaban predecibles, sino en los debates abiertos sobre la sucesión de Ben Alí. En este sentido muchas miradas estaban puestas en las aspiraciones de su esposa, cuyo creciente protagonismo público se interpretaba como una carrera para posicionarse en la «guerra de clanes» que comenzaba a desatarse por la pugna sucesoria. Esto explica que finalmente una parte del poder, especialmente el militar, acabe inclinando la balanza al decantarse por los manifestantes cuando las protestas pongan cerco al presidente.
La situación es similar en el caso de Egipto. Hosni Mubarak de 82 años de edad, también era objeto de todo tipo de especulaciones sobre su estado de salud desde que fue operado en Alemania el pasado año. En este caso, el proceso de sucesión se había planteado abiertamente con la designación de su hijo Gamal, de 48 años, de sustituirlo como candidato en las próximas elecciones. Sin embargo, la alternativa distaba de considerarse cerrada. No deja de ser significativo a este respecto que desde 2009 el ex dirigente de la Agencia Internacional de la Energía Atómica y premio Nobel a la Paz Mohamed al Baradei esté sondeando sus opciones a liderar una candidatura independiente, unas aspiraciones que se intensificaron con el inicio de las protestas.
Parecidas circunstancias se están viviendo también en Argelia, donde los rumores sobre la salud del presidente Abdelaziz Buterflika no han cesado en los últimos tiempos, agravadas por las alusiones realizadas hace un año por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Bernard Kouchner, sobre la previsible mejora de las relaciones entre ambos países tras la desaparición de la generación de líderes argelinos que participaron en la guerra anticolonial. Además, en los últimos tiempos también han transcendido numerosas luchas de clanes, incluyendo las indisimuladas aspiraciones del hermano de Buterflika, Said. En cualquier caso, hasta el momento el régimen parece mantener bajo control la situación con un férreo control de las fuerzas de seguridad y aprovechando las divergencias de la oposición. A ello, además, se suma la huella que todavía perdura entre la población de la guerra civil vivida en la década de los 90, en unos momentos en que además en que los grupos armados islamistas están resurgiendo en zonas del noreste y del desierto.
También en Libia -considerado el país más próspero de África- nos encontramos con una clara pugna sucesoria. En este caso, Seif el-Islam, hijo y previsible sucesor de Muammar al-Gaddafi, optó por retirarse de la vida política nacional a mediados de 2009, para poco después, a finales de ese mismo año, sonar su nombre para el cargo de coordinador de los mandos políticos y sociales, lo que en la práctica le hubiera convertido en número dos del Estado. Una opción, en cualquier caso, que no era mal vista por las cancillerías occidentales donde era considerado el rostro aperturista del régimen. Paradójicamente, en aquel momento fue el Consejo General del Pueblo no respaldara la candidatura. En cualquier caso, ante las actuales revueltas, que ya se han cobrado la vida de cientos de opositores, Seif el-Islam está apareciendo como el portavoz efectivo del régimen. Y las divisiones en el seno del aparato estatal de la Jamahiriya ya han comenzado a aparecer ante el cariz de los acontecimientos con las recientes dimisiones como la del ministro de Justicia Abdul Jalil Mustafá o de los embajadores en Reino Unida, China, Indonesia o la Liga Árabe evidencian el resquebrajamiento del régimen. Sin embargo, al contrario de Túnez y Egipto, Gaddafi parece conservar por el momento pleno control sobre el ejército que le ha permitido repetir la sangrienta represión que ya utilizara en los años 90 para reprimir la oposición armada islamista, con episodios tan sangrientos como la masacre en la prisión de Abu Salim donde en 1996 fueron ejecutadas extrajudicialmente más de 1200 personas. Sin embargo, conforme pasan los días el riesgo de derrumbe y abierta guerra civil es cada vez más evidente.
Esta inestabilidad no se produce, al menos por el momento, ni en Siria, ni en Jordania. El reinado presidencialista de Bashar al Assad ha cumplido su primera década, afianzado por su destacada influencia en el conflicto árabe-palestino, su alianza estratégica con Irán y una firme mano de hierro contra la disidencia. Al mismo tiempo, en los últimos tiempos ha registrado unos buenos resultados económicos, que le permitieron un crecimiento del 5% que no evitó que el 30% de su población siga por debajo del umbral de la pobreza. Por su parte, Abdallah ibn Husein ha tenido hasta el momento la habilidad de adelantarse a los acontecimientos evitando que la olla a presión de las tensiones sociales explote en Jordania pese a los conatos de las últimas semanas. Ya en 2009, disolvió la Cámara y el gobierno muy cuestionados por su inmovilismo ante las dificultades económicas que atraviesa el país. Con las primeras protestas en las calles de Amman, el rey volvió a remodelar el gabinete poniendo a su frente a un hombre con fama de honesto, Marouf Bakhit, y anunciando una rebaja de los precios de los alimentos y la gasolina.
También en Marruecos Mohamed VI ha conservado el control de la situación hasta la fecha, si bien esas circunstancias podrían cambiar tras las últimas manifestaciones celebradas en el país que se cobraron la vida de cinco personas en Alhucemas. De hecho, el régimen fue en gran medida el primero que sufrió una protesta multitudinaria originada de forma espontánea y articulada en torno a reivindicaciones sociales y políticas. Porque en muchos aspectos la movilización protagonizada por la población saharaui de El Aium, adelanta muchas de las características que posteriormente hemos visto en la avenida Burghiba de Túnez o en la Plaza Tahir de El Cairo. A ella se añadirá la reivindicación nacionalista que el bloqueo al proceso de autodeterminación mantiene en un callejón sin salida desde hace décadas. Un componente nacionalista que, en cierto modo, también podría estar detrás de las recientes protestas que encontraron en su eco más destacados en la región del Rif.
También la exclusión de las minorías étnicas y religiosas ha sido preponderante en los casos de Bahrein y Yemen, lo que les distancia del modelo tunecino y egipcio. En el primer caso, las protestas de la mayoría shii ante su marginación por la élite gobernante sunní, ya tuvo sus antecedentes en las revueltas de la segunda mitad de los 90. En Yemen, por el contrario, nos hallamos ante un estado casi en proceso de descomposición, con un gobierno cuyo control apenas supera los límites de la capital, donde las tensiones separatistas del sur cuestionan su viabilidad y donde las tensiones de los distintos clanes y grupos armados casi cuestionan su propia existencia como país.
Llegados a este punto queda saber cuál será el futuro de las revoluciones egipcia y tunecina. Y la respuesta es obviamente que el devenir es impredecible. En cualquier caso, dependerá del equilibrio de fuerzas y por el tesón revolucionario que sean capaces de mantener sus pueblos. Por lo pronto, la élite política trata de rehacer nuevas alianzas, especialmente entre los sectores de las clases medias. Es significativo en este sentido que en ambos casos, tanto el gobierno de Mohamed Ghanuchi en Túnez, como el consejo militar en El Cairo, hayan incluido dos jóvenes internautas, el bloguero tunecino Slim Amamou y el ejecutivo egipcio de Google, Wael Ghonim. Y ello al tiempo que intenta desactivar la movilización popular borrándola de los espacios más simbólicos, la Qasba de Tunez y la plaza Tahir de El Cairo. En este sentido, no menos significativo es el llamamiento de Ghonim a la vuelta al trabajo justo unas horas después de la salida de Mubarak.
Frente a ello, los movimientos populares parecen replegarse en la capital tunecina, aunque mantienen su llama de protesta en las regiones interiores del país, precisamente los lugares desde donde arrancó la protesta. Por su parte, la movilización obrera se ha disparado por todo Egipto para desesperación de la junta militar que preside el mariscal Tantawi, vigilado de cerca por el teniente general Sami Hafez Enan, posible sustituto más aperturista en caso de necesidad. Por el momento, la perseverancia de la lucha por parte de las clases populares tunecinas y egipcias se ha convertido en los últimos días en un claro mensaje a los nuevos «gobierno de transición» de que no se está dispuesto a aceptar el lampedusiano cambiarlo todo para que nada cambie.
De esta tensión revolucionaria dependerá el curso de los acontecimientos, el alcance democrático de los cambios iniciados y el contenido social de las transformaciones. Esa es la parte que le tocará escribir a los pueblos árabes. Asumir esa segunda independencia que reclamara el intelectual tunecino Múnsif Al-Marzuqi, una independencia que necesariamente debe de pasar, como reclamaba el estudioso Pedro Martínez Montávez, por la consolidación y expansión de una conciencia social y civil. La dignidad recuperada en las calles de Tunez, El Cairo, Alejandría, Gafsa, Tánger o Amman, parecen demostrar que los pueblos árabes están dispuestos a afrontar ese reto.
Un desafío que también nos interpela. A nosotros nos corresponde promover una profunda revisión de nuestra relación con los pueblos situados en la otra orilla del Mediterráneo, un cambio no menos urgente para garantizar una paz en la región que inevitablemente solo puede existir acompañada de una auténtica justicia social. Desgraciadamente no será fácil. La tentación de recuperar el discurso del «peligro árabe» es demasiado fácil. Las recientes informaciones sobre la llegada de inmigrantes tunecinos a Lampedusa demuestra la facilidad con que se regresa al relato de la amenaza. Por eso, el apoyo y la solidaridad a la rebelión árabe se convierten en un compromiso ineludible para los pueblos europeos. En última instancia, su lucha es la de todos, como supieron interpretar los participantes en el Foro Social Mundial cuando celebraron como propia la victoria de la plaza Tahir. A fin de cuentas, los luchadores tunecinos, egipcios y árabes nos han demostrado con su sangre y su lucha, que sigue siendo posible cree en que otro mundo es posible.
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