Los sucesos de Ucrania en los últimos dos meses y las recientes tensiones por zonas de soberanía marítima disputada entre Vietnam y China han puesto las tensiones internacionales en su punto más alto desde que la Guerra Fría se hizo tibia en el periodo de deshielo de la perestroika y tuvo su punto final en […]
Los sucesos de Ucrania en los últimos dos meses y las recientes tensiones por zonas de soberanía marítima disputada entre Vietnam y China han puesto las tensiones internacionales en su punto más alto desde que la Guerra Fría se hizo tibia en el periodo de deshielo de la perestroika y tuvo su punto final en la desaparición de la URSS, hace ahora un cuarto de siglo. Desde aquel entonces la supremacía militar estadounidense ha estado más o menos indiscutida, aunque el poder económico de EEUU estaba en claro declive ya desde los años setenta y el resultado de las guerras externas en las que continuamente se ha implicado EEUU solo sirvió para poner de manifiesto la precariedad de su hegemonía, más y más cuestionada por su declive económico y por el ascenso de China como potencia mundial. Pero el caso de Rusia desde la desaparición de la URSS tiene muchas especificidades. Durante los años noventa la Federación Rusa pasó por una crisis política, económica, social y demográfica sin precedentes, de la que todavía no ha acabado de salir. El dato más reciente reportado de esperanza de vida al nacer en Rusia son 69 años en 2010, 13 años menos que la esperanza de vida al nacer de España en 2010 y un año menos que la esperanza de vida al nacer que se registraba en Rusia cuando todavía era parte de la URSS. Y desde el máximo de 148,3 millones alcanzado en 1992, la población de Rusia se ha contraído a 142,7 millones en 2012. Todo ello es fruto de una importante caída de la tasa de fertilidad y un aumento notable de la tasa de mortalidad en el último cuarto de siglo. Es cierto que después del desastre en todos los terrenos de los años noventa, la Federación Rusa de Putin parece haber conseguido reinsertarse en la economía mundial como proveedora de petróleo, gas, madera y otros productos primarios. De hecho, la reciente separación de Crimea de Ucrania y su incorporación a Rusia -en contra de la comunidad internacional y en abierto desafío contra un gobierno ucraniano que independientemente de su composición más o menos derechista surgió en gran medida de un movimiento popular insurreccional- ha puesto de manifiesto la voluntad rusa de recuperar su papel de potencia mundial desde su hegemonía regional euroasiática. La incorporación durante los últimos veinte años de los países del antiguo Pacto de Varsovia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) había supuesto un fuerte cuestionamiento de ese rol.
El rol del nacionalismo ruso en los eventos de Crimea es indudable. La población de Crimea es rusohablante y todo parece indicar que a pesar de las condiciones del referéndum que no eran ni mucho menos ideales, fue masivo el apoyo a la anexión a Rusia y extremadamente marginal el rechazo a esa anexión. Pero, por supuesto, eso no justifica la anexión rusa, que rompe acuerdos adoptados en los años noventa, cuando Ucrania se convirtió en país independiente y aceptó transferir a Rusia el armamento nuclear estacionado en su territorio. La anexión rusa de Crimea rompe además el status quo que parecía haberse alcanzado en Europa oriental tras el desmembramiento de la URSS. Ciertamente puede también acusarse a la OTAN en su expansión hacia Moscú de estar «acosando» a Rusia. Pero la incorporación más o menos democrática a la OTAN de los países antes miembros del Pacto de Varsovia refleja sin duda actitudes antirrusas que son fruto de varios siglos en los que Polonia, los países bálticos, Rumanía, las antiguas naciones orientales del imperio zarista (la actual Belarús, antes llamada Bielorrusia o «Rusia Blanca» y Ucrania, la antigua «Pequeña Rusia») y en general toda Europa del Este tuvieron que sufrir a menudo las injerencias cuando no las invasiones dirigidas desde San Petersburgo o desde Moscú. La incorporación «democrática» de los países bálticos a la URSS durante el periodo estalinista, la rusificación de Belarús y Ucrania y la posterior ruptura de la URSS han creado importantes minorías rusohablantes en muchas partes de Europa oriental y esas minorías pueden convertirse en elemento clave para desencadenar situaciones descontroladas -como las que están ocurriendo en las zonas orientales de Ucrania- y justificar movimientos más o menos agresivos. Si la historia sirve para enseñarnos algo, hay que recordar que la incorporación de los Sudetes checoslovacos, de Austria y de la «ciudad libre de Dánzig» (hoy Gdansk, en Polonia) al Tercer Reich alemán tuvo en gran medida justificación para los habitantes de esas regiones cuya lengua materna era el alemán y que en una gran mayoría «se sentían» alemanes. Pero eso no obsta para que un examen aunque sea superficial de los hechos indique que esas incorporaciones fueron un paso clave en el desencadenamiento de la segunda guerra mundial, que formalmente comenzó cuando Alemania atacó Polonia, que se negaba a ceder a las reivindicaciones del Gobierno nazi de establecer comunicaciones más fluidas entre la ciudad de Dánzig y el territorio del Tercer Reich. Un día después del comienzo de las hostilidades el gobierno de Dánzig pidió su anexión a Alemania bajo el lema «Dánzig es una ciudad alemana y quiere pertenecer a Alemania».
El nacionalismo tiende a cuestionar las fronteras establecidas en base a criterios lingüísticos o de identidad cultural de algún tipo. En el mejor de los casos el nacionalismo afirma su voluntad de cultivar lo particular como manera de aceptar lo general, sin exclusivismos, pero a menudo la afirmación de lo nacional va íntimamente ligada al rechazo de foráneo, de «los otros». Elemento fundamental de todo nacionalismo es la definición de nación, que implica la distinción entre quienes pertenecen a ella y quienes son extranjeros, la separación clara de «ellos» y de «nosotros» en base a criterios de lengua, raza, o algún otro elemento más o menos vagamente definido. Frente a la creciente mezcla de gentes de diverso origen provocada por la facilidad de las comunicaciones y los flujos migratorios masivos de las décadas recientes, el nacionalismo busca la separación y la clarificación de quienes son nacionales si es un nacionalismo sin Estado, o de quienes son ciudadanos con derechos o extranjeros sin derecho alguno de ciudadanía si es un nacionalismo correspondiente a un Estado nación.
Un ejemplo que puede citarse es el de Hungría, cuyo gobierno nacionalista de Viktor Orban permitió votar en elecciones recientes a unos 200.000 individuos de origen húngaro residentes fuera del país, sobre todo en Serbia y en Rumania. Estos son países que a su vez hacen lo mismo con los individuos de origen serbio y rumano en el exterior, a los que se les anima a solicitar la ciudadanía y votar por correo.
Tras el hundimiento de las variantes china y rusa de marxismo-leninismo como ideologías sostenedoras del Estado en China y Rusia, el nacionalismo es la ideología principal que cohesiona a ambos países. Pero ambos son Estados en los que existen importantes minorías nacionales, que a menudo sufren la opresión nacional. En el caso de China existe también un pasado de opresión nacional por parte de los países «de occidente», incluido Japón. Y el hundimiento de la URSS indudablemente debió generar importantes sentimientos de orgullo «nacional» herido. Todo ello crea condiciones claras para estimular los elementos de agresividad antioccidental en el nacionalismo de esos países.
Mientras los movimientos de capital son cada vez más libres a través de las fronteras (esos son los «inversores» y «los mercados» a los que tanto se alude en las páginas de economía de los periódicos) y quienes poseen capital tienen escasos o nulos obstáculos para establecer su residencia allá donde lo desean -por ejemplo, en EEUU se da la residencia prácticamente de forma inmediata a quien invierte en el país un millón de dólares, y en Malta se tramita una ley que permite adquirir la ciudadanía por un millón de euros-, los emigrantes que huyen de la miseria, de la represión política o de la guerra continúan sufriendo el castigo de las deportaciones y a menudo la muerte accidental o intencional en su intento de alcanzar aunque sean las migajas y los flecos de una vida digna. En EEUU las deportaciones han alcanzado la cifra escalofriante de dos millones y medio solo durante el mandato de Obama. Las estadísticas son sin embargo mucho menos precisas, aunque se estima que pueden ser miles cada año, respecto al número de quienes mueren perdidos en los desiertos del sur de EEUU mientras intentan eludir la vigilancia fronteriza. No se sabe cuántos pueden ser los emigrantes que desde México o países latinoamericanos más al sur intentan llegar a EEUU y son asesinados por mafias que en alguna parte de su recorrido hasta México y EEUU los asaltan para apoderarse del poco dinero que puedan llevar, pero por datos circunstanciales, la cifra puede ser escalofriante. Si se supiera el total de vidas humanas que se pierden cada año por ahogamiento en el intento de cruzar el Mediterráneo, de sed y deshidratación en los desiertos que separan a México de EEUU o por accidentes o asesinato directo en el intento de atravesar alguno de los obstáculos naturales que separan la «vida moderna» de la vida miserable en la que vive hoy una buena parte de la humanidad, el número de muertes causado por la criminalización de la emigración sería mucho mayor que el causado por muchas guerras recientes que llenan las primeras páginas de los periódicos. Pero el nacionalismo se esfuerza en afirmar lo local y en negar o ignorar lo que «no nos incumbe».
Los grandes retos de la humanidad en este siglo son de ámbito mundial. La polarización creciente entre minorías privilegiadas y grandes masas sometidas a condiciones de trabajo precarias, cuando no al desempleo y el empobrecimiento, es un fenómeno que en mayor o menor medida se da en todos los países. Y todos los países comienzan ya a sentir los efectos del cambio climático, de cuyos efectos catastróficos potenciales probablemente ninguno podría escapar. Evitar una tercera guerra mundial que enviaría la civilización al cementarlo, prevenir que los trastornos ambientales alcancen dimensiones catastróficas y avanzar en la mejora de las condiciones de vida de quienes más lo necesitan son asuntos que conciernen a todos los pueblos y todas las naciones. Los nacionalismos en general echan la culpa a otro y bloquean la búsqueda de soluciones que han de ser comunes. Pero lo cierto es que los nacionalismos están en auge y que las tensiones regionales alentadas por nacionalismos diversos, que en algunos casos apenas esconden el intento de hacerse con recursos naturales valiosos o beneficiarse de mejores circunstancias económicas, se están acercando al nivel militar no solo en Ucrania sino también en varias partes de Asia. Y siguen las guerras larvadas o abiertas entre Israel y los palestinos, entre India y Pakistán, y en varias partes de África y Oriente Medio.
Ser optimista acerca del futuro de la humanidad no parece fácil. Pero lo que sí parece fácil es concluir que el nacionalismo es una lacra del género humano y que si la humanidad consigue llegar al siglo XXII será pese a esa y otras cargas de las que sería mejor deshacerse. Quizá aquello de trabajadores de todos los países, uníos, sea un mensaje rancio que no está de moda. Pero eso no quiere decir que no sea de rabiosa actualidad.
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