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El Nacionalismo hoy: el miedo al nacionalismo

Fuentes: Rebelión

El nacionalismo es un principio político que conlleva la unidad del Estado y la nación, y es un movimiento político que busca esta unidad. El nacionalismo pues «inventa» la nación para crear el Estado; y esto ocurre tanto en el nacionalismo germánico, de raíz romántica, étnica y cultural, como en el nacionalismo de la voluntad […]

El nacionalismo es un principio político que conlleva la unidad del Estado y la nación, y es un movimiento político que busca esta unidad. El nacionalismo pues «inventa» la nación para crear el Estado; y esto ocurre tanto en el nacionalismo germánico, de raíz romántica, étnica y cultural, como en el nacionalismo de la voluntad del pueblo, que tiene su primera gran manifestación en la Revolución Francesa. El nacionalismo es un subproducto del propio desarrollo del modo de producción capitalista, es la vía de expresión política que, en cada momento y circunstancia, sirve al sistema de producción para canalizar sus necesidades de integración social y es una de las vías políticas de salida de sus contradicciones.

Si el nacionalismo del siglo XIX, en la época de expansión del sistema capitalista, era, en sus principales manifestaciones, un capitalismo de Estado, básicamente de carácter cívico, integrador, unificador, liberal incluso, el nacionalismo del siglo XX se fue adaptando a un tiempo histórico cambiante. En tiempos de crisis, el nacionalismo de Estado se volverá incívico, desintegrador, violento, antimovimento (antiliberal, anticapitalista, anticomunista, antirreligioso, …) en sus formas fascistas y nacionalsocialistas, y se convertirá, por efecto de su expansión ideológica, en nacionalismo popular, en tanto que doctrina que justificará movimientos de liberación nacional diversos: desde algunos de carácter popular-socialista, o marxistas y revolucionarios, en varios países del Tercer Mundo, como en la India, el Congo belga, en Mozambique, en Cuba, en Nicaragua, …, a otros de carácter fundamentalista, como en Irán, en Afganistán, … Así pues, junto al nacionalismo de Estado, que puede ser cívico e integrador, o no, se da también un nacionalismo popular, que puede ser pacífico o violento (por la vía militar o de lucha armada), cívico e integrador, o no, xenófobo o no, religioso-fundamentalista o no, revolucionario o reaccionario, de las naciones pequeñas como Escocia, Bélgica, Gales, País Vasco, Cataluña, … y otras naciones no tan pequeñas, como Polonia, Irán, India, … y que siempre va acompañado de unas causas históricas y económicas como fuerza motriz generadora. El capitalismo ha producido, por necesidad, su nacionalismo de Estado y ha provocado, por reacción y ósmosis, una serie de movimientos nacionalistas, en principio inesperados o no deseados.

Y aunque como principio político mantiene sus caracteres básicos, el nacionalismo como movimiento político se ha ido adaptando a las circunstancias. Por eso hoy, la época de los nacionalismos de Estado, en el sentido de lograr la deseada unidad nacional de mercado, ya ha pasado en los países occidentales, quedando aún muchos flecos por resolver; en tanto que, la mayor parte de sus clases dirigentes han creído consolidar «su nacionalismo» como principio de unidad nacional y que, en Europa a partir del Tratado de Maastricht de 1993, se quería dar contenido político a la CEE con la creación de la Unión Europea, en unos momentos en que parecía que el proceso de unidad iba por buen camino. Hoy, sin embargo, en la Unión Europea todavía son muchas las incógnitas a resolver, no ya sobre la conveniencia de consolidar y darle contenido a la unión en un sentido federal, sino incluso sobre la voluntad real de los Estados nacionales para conseguirlo y de sus poblaciones en aprobarlo. Como dice M. Gibernau, «la construcción de Europa requiere el desarrollo de una conciencia nacional europea, …. y lo que es más importante, descubrir un objetivo común, un proyecto capaz de movilizar la energía de los ciudadanos «, y la verdad, hoy, eso no lo vemos por ninguna parte. El futuro, en unos momentos de profunda crisis económica y de unos mercados que ya son globales, es muy incierto y lleno de escollos. Y también, la época de los nacionalismos de las naciones pequeñas y sin Estado, que los clásicos del marxismo siempre habían pensado irrealizables, parecía puesta en el cajón de la historia. El derecho a la autodeterminación, defendido por el presidente de los EEUU, Woodrow Wilson en Versalles y por Lenin en la URSS, parecía que sólo tenía sentido para las naciones que querían salir de debajo del zapato de un Estado ajeno opresor. Sin embargo, a menudo la historia pasa factura y los problemas mal resueltos retornan como la piedra de Sísifo. Por un lado, como hemos visto en los últimos años, como consecuencia del derrumbe del sistema internacional bipolar, se ha producido el estallido de las repúblicas balcánicas y bálticas. Y por otro lado, allí donde la burguesía no había completado la revolución burguesa o no había construido una sólida unidad nacional los problemas persisten, como en España, pero es que incluso en algunos de los países capitalistas avanzados, como Inglaterra, Francia o Bélgica, los movimientos separatistas continúan existiendo, con más o menos posibilidad de éxito. Todo es culpa de la historia?, o del despertar de una conciencia cultural, lingüística o étnica, si se quiere, de las viejas naciones?

Está claro que el principio de Manzinni, «cada nación un estado, sólo un Estado para cada nación», aplicado al pie de la letra haría inviable cualquier Estado. Con la pluralidad multicultural y multiétnica que hoy existe en todos los países, la aplicación a diestro y siniestro del principio de autodeterminación sería un impedimento insuperable para la realización de cualquier forma estatal unificada, tal como Elie Kedourie o el propio Eric Hobsbawm nos recuerdan . Y está claro también que, a menudo, estos movimientos separatistas tienen un claro componente étnico, xenófobo, de miedo al extranjero, mezclado con reivindicaciones lingüísticas (Gales, Quebec, ..), lo cual hace que, a veces, se conviertan a menudo en reaccionarios y conservadores. Así, un destacado intelectual, teórico del liberalismo, como Karl Popper expresa su rechazo hacia el nacionalismo por su función excluyente y la violencia que conlleva. Y el mismo Isaías Berlin considera el nacionalismo como una fuerza psicológica activa situada sobre un «continuum» que surge de las propias necesidades de identificación y de pertenencia de las personas, pero que puede llegar a provocar incluso unos malsanos sentimientos de superioridad nacional como ocurre en el fascismo. Incluso politólogos marxistas como en Ralph Miliband expresan su preocupación ante el nacionalismo, cuando dice que «el sentimiento nacionalista ha sido también una fuerza perturbadora dentro de muchos Estados bien constituidos» y sigue «pese a que han sido las fuerzas conservadoras las que, a las sociedades capitalistas avanzadas, la han convertido, en el siglo actual (S.XX), en uno de sus aliados primordiales y la han puesto al servicio del orden establecido y de la lucha en contra de la izquierda «. Está claro pues que, este componente irracional, esta fuerza psicológica, perturbadora, da miedo a muchos intelectuales y políticos. Un miedo que es aprovechada también por los ideólogos de las clases dominantes al servicio de los Estados capitalistas multinacionales para rechazar, de buen principio, los nacionalismos de las naciones menores existentes; a menudo, en un Estado mal unificado. Y este miedo se puede compartir, o no, esta animadversión puede tener unos cimientos, u otros, pero está claro que, desde la izquierda social, y sin necesidad de estar de acuerdo, sin la necesidad de ser, o sentirse, nacionalista o independentista, hay que analizar, en cada caso, la justicia histórica, el contenido social del discurso nacionalista, las circunstancias históricas de cada momento y, respetando la voluntad mayoritaria de la nación reivindicadora, asumir el discurso nacional de acuerdo con nuestros objetivos sociales. Como decía Andreu Nin: «la lucha de las nacionalidades es uno de los aspectos de la revolución democrática, y, por tanto, está íntimamente ligada a la lucha de clases». No hace falta ser nacionalista para tener un discurso nacional propio. De nuevo, volvemos a una referencia de otro de los clásicos catalanes, como fue Ramon Comorera, cuando dijo que: «la clase obrera, debe ser, pues, nacional e internacional, debe tener una teoría nacional propia y una conducta de internacional de clase. Y es con la conjugación de estos dos elementos que la clase obrera comprenderá y practicará el internacionalismo proletario».
 
Esta es la realidad en que nos encontramos inmersos ahora en pleno siglo XXI. Los retos que nos plantea el nacionalismo son equiparables al planteamiento de las cuestiones que deben valorarse hoy para afrontarlos. Especialmente, desde la perspectiva del mundo occidental, indagar sobre la función de uno u otro nacionalismo, sobre su contenido programático, sobre sus componentes ideológicos, sobre la veracidad de sus raíces históricas, lingüísticas, culturales, etc. son aspectos fundamentales para encontrar, en cada momento, el posicionamiento más adecuado en una dinámica histórica que hace del cosmopolitismo y el internacionalismo unos vectores tendenciales que habrá que hacer compatibles con otros que se mueven a un nivel menos racional, pero no por ello menos fuertes ni efectivos. Probablemente, es la «dialéctica de la historia», la paradoja de que, en una época en que las condiciones tecnológicas requieren instituciones políticas, militares y económicas que trasciendan el Estado-nación, esta «integración supranacional sólo se hará efectiva paralelamente a la igualación de las naciones, grandes y pequeñas, desarrolladas y subdesarrolladas, poderosas y débiles, blancas y de color «, como nos decía Silviu Brucan.

Resumiendo, el nacionalismo actual, en la medida que haga de la apelación a la soberanía popular y de la democracia elementos constitutivos de su discurso, puede tener una función positiva de movilización de la ciudadanía. En la medida en que, apelando a la tradición, se convierta en un catalizador hacia la modernidad y fomente el diálogo entre las culturas y los pueblos, puede ser portador de valores generales de progreso; y en un mundo global, donde las revoluciones tecnológicas y los nuevos canales de comunicación facilitan la difusión de las ideas y el conocimiento mutuo, el nacionalismo puede dar un sentido de orientación solidaria. El nacionalismo, así entendido, puede convertirse en un elemento de cohesión social en unas sociedades como las occidentales en que las líneas de separación de las clases sociales, a pesar de su vigencia, casi siempre se ven difuminadas. Este es uno de los campos ideológicos en que es necesario intervenir, sin miedo. Claro que, en último término, todas las ideologías tienen un determinación estructural de clase; pero, también está claro que, cada discurso ideológico tiene sus propias determinaciones y que se deben valorar e intervenir para transformarlas . Como dice Luis Ocampo: «el punto de vista sobre la nación es diferente según cuál sea el bloque social que interpreta la realidad. Los patriotismos, los nacionalismos, tienen diferentes contenidos de clase y en función de ello contienen diferentes proyectos sociales. .. De esto, se puede entender el nacionalismo como la expresión ideológica y política de la reivindicación, o defensa, de un determinado proyecto o realidad social «. Este es el campo, la lucha ideológica, y este es el tema, la consecución de un determinado proyecto social. Y es esta diferenciación de objetivos, el social y el nacional, lo que tenemos que llevar al campo de la confrontación de ideas en el escenario del debate democrático y popular. Como nos recuerda Ernesto Laclau, siguiendo los pasos de Gramsci en la lucha ideológica por la hegemonía intelectual, sólo cuando se renuncia al esencialismo es cuando «la hegemonía puede pasar a constituirse en herramienta fundamental para el análisis de la política de la izquierda. Estas condiciones surgen originariamente en lo que llamamos «revolución democrática» …. que no se funde en la afirmación dogmática de ninguna esencia de lo social, sino en la contingencia y en la ambigüedad «y añade, para hacerlo aún más claro: «si bien es cierto que se reduce el campo de la determinación de clase, se amplía inmensamente el campo de la lucha de clases, ya que abre la posibilidad de integrar en un discurso ideológico revolucionario y socialista multitud de elementos e interpelaciones que hasta ahora parecían constitutivas del discurso ideológico burgués » .

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