Considero que pueden tener cierto interés las siguientes reflexiones a la hora de crear condiciones adecuadas para establecer un debate teórico dentro de la izquierda asturiana. Nación sí, nación no, federalismo, autodeterminación, lengua, independencia, etc., todos ellos son conceptos que separan a la izquierda real en nuestro país, pues hay una izquierda nacionalista y hay […]
Considero que pueden tener cierto interés las siguientes reflexiones a la hora de crear condiciones adecuadas para establecer un debate teórico dentro de la izquierda asturiana.
Nación sí, nación no, federalismo, autodeterminación, lengua, independencia, etc., todos ellos son conceptos que separan a la izquierda real en nuestro país, pues hay una izquierda nacionalista y hay otra izquierda centralista. Me refiero, claro está a la izquierda que no ha renunciado al combate efectivo contra el capitalismo, la que no ha renunciado a los ideales republicanos y al establecimiento de un régimen socialista o, lo que en otros términos, a mi me gusta denominar Democracia Económica, como contradistinta de la mera Democracia Formal.
Mi ánimo en este debate es constructivo, y estoy lejos de desear cerrarlo en falso o adoptar una determinada pose. Lo que deseo, ante todo, es clarificar, vale decir, ayudar a mi país a salir de su modorra y postración.
Llama mucho la atención al asturiano proletario que sus puestos de trabajo, propios de una economía industrial, se hayan destruido (así en la mina, el astillero, la siderurgia, etc.) mientras que en el sur, centro y levante florezca la economía sumergida y un desarrollismo basado en la explotación del emigrante, de un estilo cuasi-esclavista.
Hay que clarificar, ante todo, el tema de la «esclavitud moderna». ¿Hay esclavitud en el sur, centro, y levante peninsulares? ¿La hay además en continuidad histórica con formas precedentes en siglos anteriores en esa misma zona? ¿Por qué no la habido apenas nunca en la zona nórdica de la península?
Es evidente que no estamos hablando de una continuidad generacional de las formas de esclavitud, sino de tendencias económicas que suelen aparecer como constantes en unos determinados territorios, acaso porque la conjunción de los modos productivos agrario-comerciales con las formas de explotación laboral, constituyen de por sí un conglomerado, una pauta repetida con analogías sorprendentes en su morfología social, pese a que las superestructuras dominantes sean bien distintas (Imperio Romano, Califato, Taifas, Reino de Castilla, Estado Español, etc.). Ese conglomerado es característico del contexto bético y mediterráneo desde hace milenios.
El hecho de que, en la actualidad, los dos elementos que, por mor de análisis, podemos disociar del conglomerado, a) los geoclimáticos, y b) la forma de explotación de trabajadores esclavos o, por lo menos, hombres en condición servil, desprovistos de tierras y libertades en un grado o en otro, me parece que no obedece a un azar, ni a un factor único, ya sea éste de índole natural, psíquica, racial, etc. Me atengo a la explicación materialista de la historia, en la línea de Marx, según la cual una Totalidad Social conforma un «organismo» imposible de deducir a partir de un factor reductivo, ni siquiera el económico, ya que un modo de producción es más bien una estructura o esqueleto que da cuenta de las articulaciones o nexos entre elementos de diversa naturaleza. La forma jurídica en que estos trabajadores sin tierra y, en ocasiones, sin derechos ni libertades, evidentemente ha cambiado según la superestructura dominante en una época. No es el mismo el mundo antiguo, el medieval, el siglo de oro… el siglo XXI. Incluso estas periodizaciones son problemáticas en la historiografía, y se constatan pervivencias y latencias de modos productivos más viejos, teóricamente muertos, que se resisten a morir del todo en la práctica y condicionan formas jurídicas que no encajan según en qué territorios. Por ejemplo, en la monarquía asturiana, las menciones en las crónicas referidas a revueltas de esclavos (o siervos) se contextualizan por la mayor vigencia del derecho romano y de estructuras esclavistas de este imperio fenecido en la zona de Galicia, en agudo contraste con la matriz del reino, Asturias y, en buena parte, Cantabria. La misma precaución sobre los grandes periodos históricos nos cabe mantener en cuanto al dominio musulmán sobre la península en los primeros siglos del medievo. Justo cuando en el ámbito franco-germánico se estaba fraguando el feudalismo, ese sucesor de los imperios antiguos, que fue Al-andalus, y esa capital que fue Córdoba, mantuvo una estructura esclavista, así como una dicotomía campo-ciudad, propia de las civilizaciones imperiales y precisamente formada en el molde del esclavismo y la explotación comercial, cuasi-capitalista, del agro. Además de esclavos capturados en las guerras con el norte, obtenían abastecimiento de mercancía humana del Africa negra, gentes procedentes de todos los puertos mediterráneos, incluso de centroeuropeos y eslavos. Este «esplendor» de la España Meridional, este «refinamiento» de la civilización mediterránea en el que, es cierto, pervivió mucha de la cultura clásica, y muy notablemente, la medicina y la filosofía, se hubo de asentar sobre el más degradante y abyecto modo de producción, el esclavista. No me gustó nunca la historiografía covadonguista, pero tampoco admito el filo-islamismo, hoy tan en boga.
En esos siglos lejanos, la distinción filológica entre esclavo y siervo es muy difícil. Cuando la superestructura político-jurídica es fuerte y centralizada, de tipo imperial (Roma, Córdoba), el prototipo de explotación se acerca más al esclavismo «clásico». Cuando ocurre como en el ámbito germánico, o incluso en el latino y musulmán, en momentos en que el poder central pasa por horas bajas, la condición jurídica de esos trabajadores disminuidos en libertades y derechos se acerca más a la del siervo. En todo caso, y voy a hablar de forma un tanto «coloquial», el factor relevante reside en que estos seres humanos cuentan más en el inventario de los «medios de producción», junto con el ganado, el arado o los aperos, que en el de trabajadores vendedores de su fuerza de trabajo. Y esto sucede incluso en el caso, tan paradigmático hasta hoy en el agro andaluz, de los jornaleros. Su inactividad estacional no es otra cosa que su disponibilidad anual para que un señor les ponga a trabajar en fechas muy concretas. Igual que si yo tengo mi fesoria (azada, em lengua asturiana) colgada de un clavo casi todo el año, esperando a ser utilizada cuando su dueño, reúna ganas de trabajar en el jardín unos pocos días de verano.
Que el último esclavo ibérico se murió en tiempos de Maricastaña es una afirmación formalmente fácil de hacer. Las condiciones jurídicas de estos trabajadores del agro capitalista-comercial sureño y levantino no siempre han sido idénticas. No pueden serlo. La superestructura global de una formación social y sus contenidos en una época concreta no admiten disonancias, busca siempre un sistematismo. Hoy en día, por ejemplo, pretendemos hablar un lenguaje «políticamente correcto» y, en términos jurídicos, esta corrección formal se busca con escrúpulo. Un trabajador magrebí, rumano o ecuatoriano, contratado en la vendimia, en el plástico de los invernaderos, o en la recogida del ajo o de la fresa, no será llamado «esclavo» por nadie, salvo por quienes denuncian su explotación. El término «trabajador» engloba maliciosamente todos los infinitos modos de explotación y privación de derechos humanos imaginables. El marxismo intenta investigar las condiciones materiales de ese trabajo y de esa explotación, y no tanto la ubicación de los distintos colectivos dentro de categorías formales aceptadas por la superestructura vigente. Por ejemplo, hoy se habla mucho de empleados «sin papeles» o «con papeles», términos que aluden a la superestructura jurídica y que no hablan por sí mismos de la medida en que éstos son explotados y las condiciones materiales en que se les saca el jugo. El mismo espejismo (aunque no niego una efectividad real a las mutaciones jurídicas, progresista o reaccionaria, según los casos), se planteaba tradicionalmente en torno a la consideración «laboral» de las prostitutas. Estén afiliadas o no a la seguridad social, a la UGT o a CCOO, por cuenta ajena o como autónomas, estas transformaciones formales no son más que una parte de la realidad social (más que «laboral») que el marxismo debe analizar, y ante la que debe ser radical, la prostitución. La dominación de base que unos seres humanos ejercen sobre otros, como justamente ocurre en un contrato de trabajo, es la que se debe estudiar, para luego subvertir tal dominación, atacarla de raíz y superarla por otra realidad nueva.
Volviendo al tema que nos ocupa, un dueño o poseedor de tierras y (de derechos sobre) hombres, obtenía pingües beneficios a través de la explotación comercial de los frutos obtenidos en esas vastas extensiones de tierra cultivable, y con capital infraestructural suficiente para garantizar los regadíos (crucial en medio de los secarrales del sur pensinsular), almacenaje, habitación de jornaleros, transporte, etc. Este dueño solía ser aristócrata, sancionado y protegido por una superestructura imperial, que contaba con él (con su clase patricia) como agente abastecedor de los grandes núcleos urbanos. Este tipo de agricultura centrada en el beneficio mercantil cuenta con una vasta tradición en el área de que hablamos, y es exigua su presencia en el área nórdica que incluye a Asturias. Este latifundio estaba muy lejos de tener como finalidad el autoabastecimiento característico de la casería cantábrica, o sus equivalentes atlánticos o centroeuropeos, a saber, las granjas familiares basadas en la independencia económica que fueron surgiendo tras el declive de la presión feudal, ya señorial, ya monacal y eclesiástica. En estos países templados, la huella de la romanización fue menor, y el peso de la tradición comercial, el «capitalismo antiguo» ya practicado por fenicios, griegos, etc., casi inexistente.
El norte peninsular, ya se sabe, fue ajeno a ese gran capitalismo antiguo. Sólo hay restos arqueológicos de ciertas explotaciones romanas de entidad de tiempos en que la autoridad central llegaba con toda su fuerza a las provincias, incluyendo aquellas que no eran del todo «civilizadas». Las pervivencias romanas no deseo en ningún momento minusvalorarlas. Resaltan nada menos que en nuestra lengua nacional, el asturiano, y en muchas de las instituciones que compartimos no ya con los demás pueblos ibéricos, sino europeos. Dichos vestigios, digo, estuvieron presentes y vivos en toda la edad media, con las adaptaciones que en lo que hace a economía agraria hubo de suponer la descentralización señorial del poder (aunque nunca un feudalismo sensu stricto, como sucedía en territorios francos y bajo influencia política franca, caso catalán y pirenaico).
Una vez pasada la fase de latifundios, señoriales y eclesiásticos, al llegar a la edad moderna esta herencia fue cediendo, y los concejos fueron obteniendo su emancipación, cuando no la disfrutaban ya de antiguo. Así surge, con todo su esplendor, el modelo de granja, la casería, que hundía sus raíces en toda Europa, nada menos que en la edad de hierro. La franja norte peninsular, claramente indoeuropea, conoció este modelo de explotación desde tiempos prehistóricos, aunque fueron las distintas superestructuras políticas las que tallaron o recortaron sus rasgos básicos. Este modelo de granja es común en lo esencial con el modelo atlántico y centroeuropeo. Por naturaleza es ajeno a todo género de esclavitud o de servidumbre feudal, y supo sobrevivir frente a estas pseudomorfosis impuestas. Empleo el término de Spengler, autor de tan poco agrado a la izquierda oficial y al marxismo de escuela, porque me parece sumamente descriptivo. Ciertos pueblos y naciones hubieron de sufrir la influencia superestructural de civilizaciones que, si bien un día se le impusieron por la fuerza, al decaer éstas, dejaron formas desligadas del nervio auténtico de los pueblos otrora sojuzgados que podían recuperar su independencia gracias a la debilidad de los imperios. Astures, cántabros, galaicos, vascones, y en definitiva, todos los demás pueblos célticos de la Europa atlántica, «renacieron» con la decadencia de Roma y su extinción, por más que dejaron estructuras rígidas o intrusiones, a modo de cuerpos extraños, que sólo los siglos en su lento transcurrir, podrán asimilar o, finalmente, secretar.
Además, para mí, otra idea de Spengler, sumamente fértil, a pesar de lo discutible que es este autor, tan incompatible con el materialismo histórico en muchos puntos, es precisamente ésta: la casa del campesino como documento más genuino o, si quiere, esencial, para la inteligencia del modo de ser de un pueblo. Mirad como son sus casas, y añado, sus pautas generales de habitación en la naturaleza, de asentamiento en un territorio, y comprenderéis su antropología. La casa campesina asturiana es ese documento vivo, que junto a la música, los modos de trabajo y ocio, los mitos, y mil elementos más, nos ponen en contacto con los círculos culturales atlánticos, dicho esto sin querer minusvalorar los contactos e influjos sureños.
La casa aldeana, su organización en aldeas y villas, la antiquísima democracia concejil, el aprovechamiento «ecológico» de los recursos, respetuoso con el medio, rasgos típico de la Asturias secular, son propiedades incompatibles con una generalización de la servidumbre o la esclavitud, aunque se hubieran dado de forma minoritaria estas instituciones en el pasado. Si echamos un vistazo comparativo, esta casería, unidad de habitación y producción, no tiene nada que ver las pautas de vejación de la naturaleza, que desde antiguo ya se constata en los ámbitos mesetario, sureño y levantino. En estos no se permitió la convivencia de bosque, pradería, huerto, etc. del modo multifacético en que siempre se practicó en la franja norteña. Aquí se puede ver que no soy partidario del determinismo climático. Precisamente, el clima extremo, extremadamente seco, a veces semi-árido, que caracteriza la mayor parte de eso que se llama «España» no es un factum, no es un hecho bruto que hay que aceptar sin más y sobrevivir con él. Esa realidad tiene un origen antrópico, histórico. Las tendencias climáticas y geográficas de hace miles de años han sido agudizadas y extremadas por la acción vejatoria, depredadora, anti-natural, de los diversos pueblos o «civilizaciones» que han pasado por esas tierras.
En el norte, es cierto, han colaborado factores como la orografía compleja, la inaccesibilidad, la poca aculturación de sus pobladores. No obstante, ningún pueblo se desenvuelve en aislamiento, salvo los más salvajes del registro antropológico. Desde hace milenios, las corrientes civilizatorias atlánticas y ultrapirenaicas llegaron a nosotros, amén de las sureñas. No existieron en Europa pueblos etnográficamente «puros».
Ya en el medievo, los reconquistadores cristianos de esas tierras mesetarias, sureñas y levantinas, venidos como eran del norte, no pudieron sino imponer una caricatura de los modelos de explotación agropecuaria y de «casa» que ellos conocieron. Pues el origen militar de sus heredades, vale decir, depredatorio, la anómala distribución de la propiedad y el aprovechamiento de bolsas de población dominada por la espada, modificaron las relaciones sociales de producción, tanto o más que los factores geoclimáticos. Se puede observar una caricatura del caserío norteño, si se quiere, en el cortijo andaluz, siempre que tengamos ganas de hacer comparativas extremas. Las caricaturas se basan en una hipertrofia de alguno de los rasgos. La «tierra reconquistada» (yo quitaría el prefijo «re») aun tiene muestras por doquier de la caricatura de la casa norteña en el mundo agrícola de esas tierras que un día se arrebataron a los moros.
En los caseríos norteños, en la casería asturiana, no se dejaron de dar servidumbres rurales, puede que influidas por el derecho romano, puede que influidas por el uso germánico. De todas maneras, las grandes explotaciones señoriales tardorromanas y medievales han dejado algún resto arqueológico que, en modo alguno, constituye un antecedente las granjas familiares autosuficientes y multifacéticas (enemigas del monocultivo) que son nuestras caserías.
Las grandes explotaciones monocultivadoras no son producto de un pueblo, no tiene nada que ver con la cultura nacional o la etnografía aldeana. Son, ante todo, hijas de un comercio altamente desarrollado, de una dinámica capitalista «cosmopolita» que ya ha disuelto o marginado las formas de explotación indígenas en una buena medida. Hace muchos siglos que se repite una pauta en la que un señor alojaba en barracones o cuarteles a sus trabajadores, de forma un tanto estabularia, a modo de cuadras o ergástulos, repletos de hombres separados de sus familias gran parte del año, a tenor de las obligaciones estacionales de su labor. Este tipo de pauta ya fue señalado por D. Julio Caro Baroja como una característica del sur peninsular, de todo punto imposible de hallar en la franja nórdica (al menos hasta el momento). Hoy vuelve con la explotación de extranjeros, pero es el mismo capitalismo agrícola comercial que usa y abusa de una mano de obra abundante y barata. Su condición de «ilegalidad» (¿puede un ser humano ser «ilegal»?), como antaño otros tipos de desamparo, hacen que estos sean tratados como «material de inventario» en los medios de producción de una gran explotación rural, no importa si sus identidades personales son rotatorias y sustituibles.
El uso que hago del término «esclavismo» para referirme al modo productivo de este agro mediterráneo, es elástico y exhibe una finalidad polémica que no pretendo ocultar. Pero no es un uso coloquial. Semánticamente, evoca etapas de la historia muy distintas a la actual, pero sirve para incluir la actual en esa nómina de modos de producción y superestructuras ya rebasadas. Por ello, con «esclavismo» o «cuasiesclavismo», me refiero a la existencia continuada de esos barracones de trabajadores, sin tierra y sin familia, ora sin libertad, ora sin derechos, en cualquier caso seres claramente desarraigados del territorio, enajenados de las relaciones económicas vigentes, en las que participan sólo como masa de productores para la explotación de unos latifundios o empresas de agricultura intensiva sobre las que necesariamente flotan, como ingrávidos a cualquier nexo jurídico, a cualquier raíz cultural, a cualquier vínculo social. Sólo necesitan tener cuerpo, manos. Los temporeros son, por definición, material desechable, sustituible, animalizado. Con frecuencia su justificación ante la sociedad bienpensante, especialmente local, se hace a través de apelaciones a la estacionalidad de ciertas labores de recogida, y a usos específicamente mediterráneos del suelo, donde la agricultura familiar de subsistencia casi ha desaparecido. El puesto que hoy desempeñan los nuevos jornaleros extranjeros, explotados ciertamente en un contexto de capitalismo agrario, fue antaño ocupado por los jornaleros andaluces y extremeños, por ejemplo. Más atrás, en tiempos post-romanos, se han podido dar tales prácticas en tiempos de los musulmanes, en la época de la repoblación y reconquista cristiana, en todo el Antiguo Régimen. Ya fueren esclavos sensu stricto, o gentes desposeídas de tierra y derechos, como los moriscos, gitanos, o simplemente nómadas que en su día fueron víctimas de la rapiña señorial, la procedencia no importa tanto como su efectiva condición de servidumbre al entrar al formar parte de esas cuadrillas. En el franquismo, por cierto, se dio un notable retroceso a las situaciones serviles más viejas y resistentes a desaparecer.
En el norte, al salir de las crisis medievales, se pudo crear una amplia capa de campesinos libres, aunque pobres muchos de ellos, al inicio de la edad moderna. La «libertad» de éstos ha de entenderse en forma relativa y comparativa, dentro del Antiguo Régimen. Libres de señores de la alta nobleza, libres del señorío eclesiástico. Campesinos no de vida holgada, pero sí dotados de tierras y recursos propios. Una abundante hidalguía rural, una red de explotaciones familiares autosuficientes, la lejanía con respecto a las tierras conquistadas por la rapiña, y respecto a bolsas humanas cuasi-esclavizables, como los moriscos, etc., todo ello hizo que la mentalidad depredatoria y proto-capitalista no arraiga en territorio astur. Quien, psicológicamente, estuviera predispuesto a dicha mentalidad, tenía vía fácil alistándose a los ejércitos de Castilla, y no debieron ser pocos los que además dejaron descendientes de estos asturianos al sur de nuestros límites. Pero la sociedad asturiana, de puertas adentro, al entrar en la edad moderna debió ser mucho más igualitaria que la sociedad «neo-castellana» que, militarmente, se estableció al sur. Otro tanto se diga de los territorios tan islamizados, hasta fechas no tan lejanas, del Reino de Valencia, y de su prolongación hacia el sur. El militarismo depredador, y la coexistencia de pobladores vencidos y repobladores que se hacen los dueños y están a la rebatiña de las tierras fértiles no pudo ser buen comienzo para el igualitarismo, y sí para una profunda estratificación social. De nuevo lo afirmo, el «rincón» asturiano, tan alejado de la frontera y de la expansión fácil, fue más igualitario, entiendáse que sólo por comparación, y siempre dentro del contexto de la sociedad medieval y de su prolongación en el Antiguo Régimen. Había una nobleza poderosa, había una cúpula clerical, etc. Como en el resto de Europa. Pero la «democracia concejil» era en nuestra Asturias vigorosa en grado extremo, y por fuerza, por tesón, por compra o, por herencia ancestral, las «libertades» juridíco-políticas locales fueron ganadas o disfrutadas. Nunca hubo una libertad ni igualdad proclamada universalmente hasta la Revolución Francesa en ningún sitio de Europa, y las distintas civilizaciones siempre jeraquizaron sus sociedades: celtas, romanos, cristianismo. Por lo que hace a los hábitos castellanos, militaristas y depredadores en un primer momento, pero parasitarios y rentistas en la fase de decadencia, éstos non calaron en nuestro país, a pesar de su pertenencia forzada a esta corona. Pues el aislamiento, repito la tesis, conserva las estructuras culturales nacionales, para lo bueno y para lo malo.
Como he argumentado en artículos anteriores, los asturianos han participado de las corrientes históricas y culturales europeas generales (atlánticas y ultrapirenaicas), lo que suponía un contrapeso y una alternativa a cualesquiera influencias sureñas avasalladoras. Esta inclusión cultural, estética, lingüística, etc. en unas corrientes que en Castilla y el sur se desconocían, no será nunca un hecho a desconsiderar, y marcó los últimos siglos medievales. Después, con el apogeo de la casería en la edad moderna, y la mejora dietética que supusieron los cultivables de origen americano, se consolidó esa cultura nacional asturiana y esa autonomía de facto.
Los latifundios y la presencia de masas de jornaleros «estabulados» no fueron rasgos de nuestro agro, ni lo son ahora. La agricultura intensiva, basada en el regadío o en técnicas punteras en lo que hace al aprovechamiento de suelos semiáridos, se presta a la inversión de capitales y a los modos capitalistas de agricultura, y no tiene nada que ver con nuestras tradiciones basadas en la ganadería vacuna explotada de forma familiar, en la adaptación «suave» al clima oceánico, y a sus efectos en un país templado y húmedo. La orografía también es un obstáculo en Asturias para las grandes explotaciones de monocultivo. El uso de jornaleros o de «criados» tuvo lugar en las caserías más ricas o en las casonas nobles, especialmente en las coyunturas de bonanza económica, pero nunca en un número demasiado abultado, siendo insignificante como clase social o fracción específica, y nunca se pudo tomar a esta gente como separada socialmente del resto del campesinado, dándose frecuentes casos de matrimonios dentro de la misma casa entre propietarios y criados. Los asturianos de la sociedad tradicional no fuimos igualitarios del todo, pues ningún pueblo de la Europa pre-revolucionaria lo fue ni lo pretendió ser. Pero con todo, nuestra cultura nacional astur ha sido una de las más igualitarias de la península, puestos a comparar, y desde la óptica actual, en la que vemos que el mundo se va volviendo más jerárquico y desigual en términos globales, es este un dato del que podemos estar orgullosos, y del que no pueden presumir, por ejemplo, en Almería o en Sevilla.
¿ El centralismo no es lo mismo que el colonialismo?
Existe una idea tópica según la cual las colonias han de ser ultramarinas con respecto a las metrópolis. También existe un espejismo, en el que cae cierta izquierda «jacobina» según el cual la igualdad formal o jurídica equivale siempre y ante todo a una igualdad real. En este punto, organizaciones como Izquierda Unida y otras, ingresan inmediatamente en el redil de la socialdemocracia y aun del liberalismo derechista. Al decir que Asturias ha participado de pleno derecho en la vida democrática española, se quiere uno ante el «desarrollo desigual» que ha planificado el estado central junto con los burócratas de Bruselas, que ha dejado a Asturias abandonada y aminorada, sólo con el fin de satisfacer a otras comunidades más pobladas y con modos específicamente hispanicos de acumulación de capital, regiones por tanto, más decisivas en la «aritmética de los votos», suma de electores que da la visión más formal y más injusta de una Democracia aparente como la nuestra. Que un país como Asturias haya podido tomar sus propias decisiones en los últimos 30 años dentro de la autonomía otorgada por la vigente Constitución es una idea que me da risa, por lo lejos que se encuentra de la realidad. Y es un hecho aplastante que me produce pena al compararlo con otras comunidades del estado, que sí han ido protegiendo su medio interno ante las decisiones exteriores, venga de Madrid o de Bruselas. Así, como ya he puesto de relieve en otras ocasiones, la modernización de nuestra industria, la rentabilización de nuestro campo o pesca, etc. hubieran sido puntos corregidos desde Asturias, de forma no violenta y siempre pensando en la protección de nuestros trabajadores y en la conservación de nuestro potencial productivo, justo lo contrario de lo sucedido. Nacionalismo también es, por tanto, equivalente a hablar de protección.
¿Enriquece el marxismo con nacionalismo? ¿Es compatible el nacionalismo con el ecologismo? Los que nunca creímos en un proletariado abstracto universal, siempre hemos preferido en análisis de la realidad concreta, una totalidad social, que debe ser única en su trayectoria histórica, composición social, potencialidades de lucha y de superación. Por ejemplo Asturias es esa totalidad social que, imbricada en la dinámica capitalista mundial y europea, presenta una especificidad que hay que conocer. En este sentido, el marxista se aproxima al asturianista, pues como pensador y como revolucionario no está exento de conocer y estudiar su patrimonio ecológico, su historia social, su cultura, lengua, etc. como valores que ve suyos y que debe defender y proteger. Precisamente su análisis dialéctico le lleva al diagnóstico de que la mejor manera de defender la hermosa naturaleza astur, o la rica cultura tradicional de su patria, se debe hacer luchando contra la burguesía internacional, y contra sus agentes locales, comprometidos como están en medrar al amparo de los grandes capitales. Desde lo local, se puede hacer mucho por identificar a estos agentes del capitalismo (o globalización). Identificar su pensamiento totalitario («único»), rechazar su modelo de democracia, puramente formal, su simulacro de autogobierno, su falta de democracia económica. No sé dónde puede verse en un programa así, una «falta de solidaridad» con otros pueblos, o un «etnicismo» violento. Aquí me parece que hay gente de Izquierda Unida, por ejemplo, que tienen en estos temas el mismo discurso que Aznar. Pues váyanse a Córdoba o adonde sea con sus siglas, en buena hora. Yo por mi parte creo que lo más solidario con los demás pueblos del estado, y del mundo, sería darles ejemplo de resistencia y de lucha por su propia emancipación económica y por su propia independencia política.
* Gracias al colectivo editorial Glayíu, a la revista la Haine, y a las críticas de Diego Díaz.