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El ocio y el paro

Fuentes: Rebelión

Apenas treinta años después de que la sociedad española, en su conjunto, empezara a gozar de ese subproducto del desarrollo económico que es el ocio, muchos de sus ciudadanos, especialmente los más jóvenes, están siendo condenados al ocio forzoso del desempleo y ello es especialmente dramático en la geografía urbana. En la cultura rural tradicional […]

Apenas treinta años después de que la sociedad española, en su conjunto, empezara a gozar de ese subproducto del desarrollo económico que es el ocio, muchos de sus ciudadanos, especialmente los más jóvenes, están siendo condenados al ocio forzoso del desempleo y ello es especialmente dramático en la geografía urbana. En la cultura rural tradicional no había ocio consumista sino descanso festivo, compuesto principalmente por las celebraciones religiosas, populares de las «Témporas». Un reducido grupo de ricos y poderosos holgaba de varias maneras y fueron el antecedente de esa clase ociosa que el sociólogo Thorstein Veblen describe a principios del siglo veinte como dedicados al consumo de bienes y servicios conspicuos, es decir, no necesarios mientras que la mayoría de la gente estaba en la economía de la subsistencia. Pero el incremento de la clase media y de su poder adquisitivo en los cincuenta años posteriores a la segunda guerra mundial han permitido el desarrollo de una industria del ocio que rellena los descansos del trabajo y abre a sus clientes la posibilidad de parecerse a los ricos y poderosos. Desde entonces se produce una lucha entre dos maneras de entender el ocio, como enriquecimiento cultural o como entretenimiento y esa lucha, a finales del segundo milenio, está siendo ganada abrumadoramente por la segunda opción.

La historia del ocio tiene dos etapas, antes y después de la televisión. Ver televisión, algo que el promedio de los españoles hace durante tres horas en días laborables y cinco en los festivos, ha producido un cierto reduccionismo del ocio porque la televisión sustituye o disminuye el paseo, las tertulias, los espectáculos públicos y, por supuesto la lectura y la información, también porque la fuente principal de información de la mayoría de la gente es justamente la televisión. No obstante, aquí también funciona la distinción de clases sociales porque, a medida que la gente tiene más dinero, hace cosas distintas con su tiempo libre, sustituye esa actividad vicaria, pasiva por el protagonismo directo de su biografía no laboral. Por eso el consumo intensivo de televisión es cada vez más un índice de pobreza. Realizarse en el tiempo libre es la alternativa para tanta gente cuyo trabajo no es gratificante. La sociedad meritocrática se basaba en el trabajo, la de consumos de masas en el gasto. Es un cierto igualitarismo, a nadie le preguntan de donde saca el dinero y gastar, dedicar tiempo a las satisfacciones que proporciona el dinero es una faceta más de esa privatización del comportamiento que domina hoy la escena occidental en la que lo público, lo colectivo sigue siendo un pacto entre el poder político y el económico ratificado de tiempo en tiempo por un electorado crecientemente abstencionista. Los grandes temas que preocupan a la gente, después del básico de la supervivencia económica, son el amor, la salud, la familia y los temas menores entretenerse, viajar. Es la clase media consumista, despolitizada, que se origina en la cultura americana y que se expande, como tantas otras cosas, como consecuencia de la influencia internacional del país en el que se miran tantos otros.

Pero esta clase media se está reduciendo hoy y, sobre todo, asiste a una devaluación de sus expectativas y especialmente de que sus hijos puedan acceder al bienestar que ellos consiguieron. La instalación del paro en la clase media es una de las novedades de la década de los noventa porque la economía capitalista ha conseguido elevar la productividad y los rendimientos del capital sin mejorar el empleo y a las filas de los parados pobres se están incorporando los parados con título, incluso con título universitario. Las nuevas dimensiones del paro alteran la socialización de las nuevas generaciones. De acuerdo a la cultura americana que nos invade, las personas deben instalarse lo antes posible en la independencia, en la gestión autónoma de sus biografías. Con el paro, en este largo período de desempleo cuyo fin es imprevisible, los españoles vuelven a la tradición latina, a la protección de sus padres, no se van de casa hasta los treinta años y la familia se convierte, nunca ha dejado de serlo, en una alternativa al Estado de bienestar, en un apéndice del mercado de trabajo que mantiene alimentados a los que sobran. El paro juvenil se ha convertido en una estructura permanente de los países industrializados donde se procura usar al sistema educativo y a la familia como fórmulas de ocupación y protección del joven, algo que, en todo caso, es mejor que la explotación del trabajo infantil y juvenil que sigue siendo una característica importante de la economía del Tercer Mundo.

En esta adolescencia forzosa, muchos jóvenes de clase media tienen acceso a un ocio que mantiene su infantilismo. Porque no se trata del ocio del trabajador sino del modo de ocupar las horas en una especie de moratoria de responsabilidad que la sociedad les concede y sus padres financian. En ese sentido el ocio de los pudientes desempleados se convierte en otra forma de desigualdad amargamente contabilizada por los parados pobres. Con frecuencia, en las luchas callejeras, en las riñas de discoteca y litrona renace la confrontación entre jóvenes de una y otra condición. Esta diferencia tiene hoy su máximo exponente en la drogadicción. Los jóvenes pudientes tienen acceso a drogas de calidad, buena atención médica y una familia protectora. Para ellos, como para sus padres, drogarse es otro consumo conspicuo. Como contrapunto, muchos pobres usan la droga sobre todo como aliviadero de su frustración y su consumo es de baja calidad y mucho más peligroso.

Y la actual crisis global no ha hecho sino acentuar los perfiles de la desigualdad juvenil.